Peter Kurzeck

Sobre hielo


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de tropezones. Ella su alemán, él su alemán. ¿Quizá de Afganistán, Persia, de Irak? ¿Un turco, un kurdo? En una ocasión da la vuelta con ella a la escalera. Una gran ventana da a la calle. Al pie de la ventana, el radiador. Aquí en el rincón la cocina rinconera. Allí, la puerta que da a la ducha y al baño. Luego, con ella en el pasillo. Puertas a derecha e izquierda. Cubiertas de chapa. Casi todas golpeadas, dañadas, rotas. Una de cada dos, rota. Los apartamentos son todos iguales. Unos dan a la calle, los otros, al interior. Al aparcamiento del Bilka, sobre garajes y botes de basura. En una ocasión el pasillo asciende. Y en otra el pasillo desciende. Luego, un piso más abajo. El mismo pasillo. Una habitación abierta. Vacía, falta la puerta. Revestimiento de PVC, moqueta si se paga un suplemento. Cuanto mayor es la distancia del cuarto de ella, mayor es su alivio. ¿O solamente me lo parece? De Pakistán. Qué cristales tan gruesos en las gafas. Y qué atónitos los ojos, no te has dado cuenta hasta ahora. Vaqueros y jersey debajo de una bata blanca abierta. En Darmstadt, en Merck. Control de rellenado y empaquetado. Y por eso el traslado a Langen bei Darmstadt. Pero en realidad es técnica titulada en laboratorios químicos. En realidad, lleva toda su vida en camino hacia América.

      Sigo bajando la escalera. La luz de la escalera sólo alcanza de piso a piso. Y cruje cada vez que se enciende. Ahora, a la entrada de la casa. Una pared entera llena de buzones. La mayoría abiertos. Las cerraduras rotas, las puertas dobladas. Sin puertas. Y hay buzones quemados. ¿Hace poco? ¿Hace mucho? Algunos han ardido varias veces. Arden todas las semanas. Filas enteras de buzones negros de hollín. El hollín también sube por la pared. Huele a chamuscado y a quemado. ¿Y la gente, los nombres? Nombres turcos, indios, polacos, serbocroatas, portugueses y griegos, que durante el día trabajan en Messer Griesheim, en las fábricas de pintura de Höchst y en las cadenas de montaje de Opel en Rüsselsheim. Las mujeres en VDO, en las fábricas de Adler, en Hartmann und Braun. Y por las noches con toda la familia en columnas de limpieza en los grandes almacenes del centro, en la empresa de transportes y en la ciudad de oficinas de Niederrad. La mayoría de los buzones no tienen nombre. En la pared, el reglamento del edificio, órdenes y garabatos obscenos, sin rastro de pasión ni talento. En el suelo, montones de periódicos gratuitos y folletos publicitarios de Frankfurt, en parte recién empaquetadas y con el cordel puesto, en parte sólo tiras de papel. A lo largo de las paredes hasta la escalera. Las ediciones de varias semanas. Y prospectos en color de Bilka, de Aldi, de Kaufhof, de Schlecker y de HL. Recién salidos de la imprenta. En montones. Relucientes. Algunos se han mojado hace poco y ahora no son más que bolas húmedas, desteñido el montón entero. Cerillas quemadas, cajetillas vacías de cigarrillos, colillas, botellas de cerveza, latas de cerveza, latas de cola, cristales rotos, huellas de zapatos, chicles escupidos, bolsas de plástico, basura, desechos, porquería. Hay contenedores, pero no. Se ve que no se usan. El ascensor, abierto y detenido. Quizá porque la puerta no cierra. No funciona. Apartamentos de una habitación, todos iguales, pero también familias con hijos. Y todo ilegal, cuántos indios en una habitación. Un indio con permiso de residencia y de trabajo como auxiliar en una cocina de un puesto de comida rápida. Ocho marcos la hora. Eso vale para un indio con permiso de residencia pero sin permiso de trabajo. Por siete marcos, por siete cincuenta. Porque el próximo que ocupe su puesto lo hará por seis. Y el séptimo o el octavo no tiene pasaporte, ni siquiera nombre, y agradecido hará el trabajo por tres noventa la hora. Sin nombres. Nadie conoce su rostro (¡no necesita rostro!). Un fregadero infernal. Y recoger y limpiar después del trabajo. Gratis. Todos los días tres cuartos de hora. Por lo menos tres cuartos de hora. Forma parte del trabajo, todos los días, va incluido gratis. O lo hacen entre tres y se reparten, ahorrativos, una octava parte de su vida. Tres rostros, tres sombras apresuradas con o sin rostro, y un permiso de trabajo para todos. El fregadero está en el sótano. Ascensor para los cacharros. Mientras el fregadero funciona, nadie de arriba se deja ver abajo, salvo el ascensor. El que tiene permiso de trabajo, el primero, el indio principal, hace los turnos, hace poco que lleva unas gafas que le ha dado el seguro y habla en inglés con los indios auxiliares.

      De un lado para otro en metro, y en el metro brotes de sudor, contener el aire, quedarse allí de pie y temblar. Sentado, dormitar y temblar. Incluso dormido y en semisueño, temblar. En Bockenheim, Preungesheim, Griesheim, en los barrios de Estación, de Gutleut, de Gallus. Seguir vivo, ya no conocerse a uno mismo y cada día por turnos. Dividirse en el día. Vivir y dormir por turnos. Cuatro-ocho-doce indios o indios auxiliares en una habitación, en el pasillo, en el cuarto de calderas y en la escalera que da al cuarto de calderas. Las cifras de cada día tomadas del periódico. Exactamente igual a las de la Lotto, los resultados del fútbol, las cotizaciones bursátiles y la suma diaria de toxicómanos muertos. Frankfurt am Main. Y como mensajero en bici, repartidor, vendedor de periódicos. Con ojos vivos y manos rápidas. Esperando que te llamen en el mostrador de carga. Cargando cajas en el mercado central. Como mozo ilegal en una obra. Y a las tres y media de la mañana, al azar, delante de los almacenes y centros de refrigeración de la terminal de carga del ferrocarril. A partir de las seis de la mañana, aunque llueva, delante de un semáforo con periódicos, montones enteros de valiosos e incomprensibles periódicos en la calzada. ¡No pueden mojarse ni ensuciarse! Desconocido, una carga, un peso. Comisión. Alleenring, Reuterweg, Schlossstraβe, Theodor-Heuss-Allee, Kennedyallee, Stresemannallee, Friedrich-Ebert-Anlage, Taunusanlage, Thaterplatz, Bockenheimer, Mainzer, Darmstädter, Mörfelder, Friedberger, Hanauer, Offenbacher Landstraβe, el centro, todas las carreteras de salida. Bild, Rundschau, Abendpost y el Allgemeine. Capucha e impermeable de plástico, el cambio por la ventanilla. Tráfico laboral. Siempre pendiente de la carretera, siempre pendiente de los semáforos. Con el viento a favor. ¡No confundirse con el cambio, y no dejarse atropellar! Si no llueve, chispea. Todos los días de seis a nueve. Y por la tarde, voceando las ediciones vespertinas por entre relucientes nubes de humo. Ruido, polvo y contraluz. Por las noches en las tabernas con flores muertas que nadie quiere. En una razzia que por supuesto no es una razzia, sino un control rutinario de personas y pasaportes, en una casa de la Schleusenstraβe dieciséis indios en un cuarto de diecinueve metros cuadrados. Indios e indios auxiliares. De Eritrea, Argelia, Rumania y Bangladesh. También hay indios ricos en Frankfurt.

      Con ella a la entrada. El alquiler, cuatrocientos ochenta más corretaje más calefacción, electricidad, agua, recogida de basuras, gastos accesorios, fianza. ¿Y quizá un aumento del alquiler? ¿Cinco por ciento? ¿Diez por ciento? Quizá su comisión, si ella trae un inquilino. Una administración de fincas con oficina de comisionistas. Ella espera estar fuera para el quince. Tiene casa en Langen para el 1 de diciembre. Es un tiempo. Y un plazo de preaviso, pero ¿y si ella trae un inquilino? Por desgracia no tienen que aceptarlo. Ya hay once en la lista. Conmigo doce. Saca lista y bolígrafo del bolsillo de la bata. Es delgada, tanto que se abraza con sus propios brazos, y empieza a tener frío. De Pakistán, y tan pálida. La pared como apoyo para escribir. Los bolígrafos no escriben cuesta arriba, ¡no pueden! Nombre, dirección, teléfono, ¿ese soy yo? El bolígrafo no acaba de ceder. En su lista ha olvidado nacionalidad, profesión, empresa, ingresos y cuenta bancaria. Está allí de pie y tiembla. ¿O soy yo el que tiembla de ese modo? ¿O tiembla la casa? Pasado mañana con la lista a administración. También sabe para cuándo estará lista la mudanza y la restauración. Hace ya años que es invierno. Me sostiene la puerta, de pie, y está helada. Y los ojos detrás de las gafas siguen igual de atónitos, ¿o sólo ahora, o es cosa de las gafas? Mucha suerte, ya tiene el número de teléfono. En la calle, enseguida, un rodeo. Las puertas de chapa, y cómo cualquier susurro, cualquier sonido, es enseguida un ruido. Un estrépito que resuena día y noche en mi cabeza y por todos los pisos. Sólo el interruptor de la luz de la escalera me arrancaría para siempre de cualquier sueño. ¡Una y otra vez, para siempre! Cuatrocientos ochenta más gastos es más de lo que pagábamos por el piso de la Jordanstraβe. Sólo faltan unos días para el quince. El nuevo cómputo del tiempo. La tarde, pesada y sombría. Me enfila. El próximo que venga se quedará con el número trece. Incluso si tuviera dinero, no me darían la habitación. ¿Quién ha ideado esa casa? ¿Cuándo y con qué motivo? ¿Qué era antes? De la Leipziger Straβe a la Hessenplatz y a empezar en la cabeza, de esto surge una historia para Sibylle y Carina. Están en la guardería o de camino a casa. Y no saben que yo estoy aquí.

      De Pakistán. De Pakistán y tan pálida. Es como si siempre la viera de pie a la entrada, helada. Delante del ascensor que no funciona. Delante de la pared de buzones quemados. Delante de la basura y la porquería