Victoria Duarte

Secuestrados a medianoche


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estaban preparando una de estas dramáticas razias. Las cacerías solían ser durante los fines de semana, por lo cual temíamos que sucediese ese día, luego del culto.

      Repentinamente, en medio de la predicación, los jóvenes se levantaron y comenzaron a huir. Por la ventana podía verse, a lo lejos, un camión verde aproximándose. Los que no consiguieron salir a tiempo permanecieron en la capilla y esperaron en silencio. Mi tensión nerviosa llegó al extremo. El día anterior casi había sufrido un desequilibrio emocional debido a las malas noticias y ahora ni siquiera podíamos adorar a Dios en paz. Casi no hubo tiempo para más lamentos: los soldados habían llegado y se instalaron delante de la iglesia. Sin poder soportar por más tiempo la tensión reinante, me puse en pie y salí hacia el hospital. Al llegar, me crucé con dos valientes enfermeros de uno de los poblados vecinos; habían cruzado en moto la peligrosa “ruta de la muerte” para traer al pastor Felipe, quien, si bien tenía el brazo herido, había sobrevivido al ataque. Ellos nos contaron cómo habían sucedido las cosas. Nos sentimos muy agradecidos por su coraje de traer al herido hasta el hospital, donde quedaría para ser tratado.

      De todas formas, la noticia del secuestro del pastor Boaventura, sumada a las dificultades y peligros que vivíamos a diario, me habían afectado profundamente. Yo amaba a ese pastor, su amabilidad y espíritu tranquilo me habían impresionado desde el momento en que lo vi por primera vez. Me angustiaba sobremanera pensando en los sufrimientos que podría estar pasando en manos de esos guerrilleros.

      El miedo reinante me quitaba el sueño. Daba vueltas y vueltas en la cama, y si lograba dormirme me despertaba con el sonido de disparos y ruidos extraños en medio de la oscuridad. No faltaban ocasiones en que los soldados, ante mínimas sospechas, comenzaban tiroteos que semejaban batallas. Muchas veces dormí debajo de la cama por miedo a que una bala perdida entrase por la ventana. A solo veinte metros de mi casa había un camino que bajaba de las montañas donde estos guerrilleros tenían su escondite. De día, ese camino era usado por las fuerzas del Gobierno; de noche, por los rebeldes, que descendían de las montañas amparados por la oscuridad, para espiar y minar la ruta principal y los senderos. En el silencio de la noche podía escuchar pasos y voces que me llenaban de inquietud.

      Ya no me sentía segura en ningún lugar, así que, durante algún tiempo me acomodé en un cuarto de una casa vacía al lado de la vivienda de los Sabaté, donde iba a dormir en las noches. Llegó un momento en el cual sentí una enorme necesidad de abandonar ese lugar de muerte y sufrimiento y volver a mi país natal, donde podría vivir en paz, pero cuando miraba a esas multitudes sufrientes no tenía el coraje para abandonarlos.

      Durante el día, el trabajo absorbía mi angustia, pero al llegar la noche, el temor y la ansiedad me acechaban tenazmente. A lo largo de ese tiempo oré mucho pidiéndole a Dios que me diera fuerzas para continuar y que hiciera algo para liberarme de la apremiante presión psicológica.

      La respuesta a mis plegarias llegó, nuevamente, de la mano de instrumentos humanos. A comienzos de septiembre llegó de visita Erich Amelung, el tesorero de la División Euroafricana. Las cartas y un paquete que mi hermana Mary me había enviado desde Suiza me sorprendieron y animaron. Amelung se sintió cómodo de hablar alemán conmigo, y mientras caminábamos al lugar donde almorzaríamos con el personal nativo, le conté sobre nuestro trabajo, nuestros miedos y problemas: “Deseo continuar aquí”, le aseguré aquella tarde, “pero quisiera una colega, alguien con quien compartir las experiencias cotidianas”. Él me habló sobre los esfuerzos de la División por conseguir profesionales y me prometió su intervención. Después de conversar con él me sentí mucho mejor. A pesar de que la situación real no había cambiado, era como si me hubiera sacado un enorme peso de encima. Renové mis energías y con nuevo ánimo continué cumpliendo mis obligaciones.

      Al poco tiempo, nos enteramos de que Conchita de Sabaté –la esposa del doctor Ferrán– esperaba un bebé para fines de marzo. Se suponía que por aquella fecha yo debía estar de vacaciones. Pero, para ayudarla en el parto y para acompañar al doctor en las tareas del hospital en ese momento, decidí adelantar mi período de descanso y viajé a Suiza. Los días de reposo y desconexión obraron en mí el efecto reparador que tanto necesitaba.

      Regresé al Bongo alegre, cargada no solo de energía y entusiasmo, sino también de medicamentos y materiales que había comprado en Europa. Reinicié las actividades con coraje, aunque todos sentíamos que la situación política era más seria que antes: se decía que la UNITA había avanzado y se escuchaban noticias de ataques, capturas y muertes.

      En la Misión, sin embargo, el ambiente era de una extraña calma. Las tropas gubernamentales que tenían su caserna junto a nuestras instalaciones habían partido dos meses antes, y desde entonces las cosas parecían retornar a un cauce más sereno.

      En los primeros meses del año 1982, los padres del doctor Sabaté decidieron viajar a Angola para estar presentes en el nacimiento de su nieto. La señora Sabaté, la madre del médico de la Misión, era una partera experimentada y colaboró en las tareas del hospital, por lo que yo me sentía muy contenta con su compañía.

      El 19 de marzo nació –luego de un parto complicado– el pequeño Ferrán. Dos meses después, la familia Sabaté viajó a Luanda para acompañar a los abuelos que tomarían el avión de regreso a España.

      Estando sola en el hospital, me tocó atender a un niño mestizo de dos años que había recibido disparos de bala en ambas piernas y se encontraba con una infección general. Mientras lo examinaba, su abuela me contó qué le había ocurrido. En las cercanías de Huambo, un camión había caído en una emboscada y todos habían muerto, inclusive la madre del pequeño. Al niño lo encontraron dos días más tarde entre las hierbas, a orillas del camino. “En el mismo lugar –continuó– ayer cayó en manos de los guerrilleros un convoy de la Cruz Roja, y una enfermera suiza llamada Marie–José fue capturada”.

      Mientras la escuchaba, pensaba: “Si la UNITA no respeta ni siquiera a la Cruz Roja, tampoco me perdonará a mí”. Nosotros éramos perfectamente conscientes de que si aún estábamos en la Misión era por la voluntad de Dios, que extendía su mano todopoderosa sobre nosotros. Solo en él residía nuestra confianza.

      “La próxima seré yo”, le dije, presa del temor, al enfermero angoleño que me ayudaba.

      La abuela del pequeño había sido prisionera de la UNITA, pero logró escapar. Con gusto me hubiera contado todos los detalles de su experiencia, pero preferí no escucharla; la vida ya era suficientemente dura.

      Tratamos al niño lo mejor que pudimos. Los antibióticos dieron el resultado esperado, aunque sus piernitas quedaron algo debilitadas. Dos semanas más tarde regresaba a su casa.

      Todas estas cosas habían sucedido apenas unas pocas semanas atrás, pero ahora éramos nosotros los que estábamos en la lista.

      “Póngase un buen calzado”

      La voz de Henda, el jefe del grupo, me arrancó de mis pensamientos: “Póngase un buen calzado. ¿Dónde están sus zapatos?”

      Horas atrás los había dejado en la sala para limpiarlos al día siguiente. Los busqué, se los entregué al jefe, quien los metió en una valija y me calcé un par de zuecos que encontré a mano. En medio de aquel estrés, pensé que ese calzado sería suficientemente cómodo para el viaje que estábamos a punto de emprender.

      Los guerrilleros gritaban: “¡Vamos, vamos!”, y me presionaban a partir cuanto antes. Temía que aparecieran soldados gubernamentales y se originase un tiroteo.

      Frente a la puerta, Henda se detuvo. Me miró y preguntó: “Menina” (una deformación de la expresión portuguesa para ‘señorita’), “¿quiere llevar alguna cosa más?”. Di media vuelta y tomé rápidamente mi libro de reflexiones matinales y el himnario. Justo antes de salir exclamé: “¡Esperen! Mi álbum, ¡quiero mi álbum!”, y me abrí paso corriendo. Lo tomé y se lo puse entre las manos a uno de los soldados, quien me miró sorprendido. De pronto, se me ocurrió que una lata de crema para las manos que tenía sobre el armario podría ser útil.