Victoria Duarte

Secuestrados a medianoche


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bebé. Lo peor de la situación era que tanto los Sabaté como los Oliveira no pudieron encontrar, en toda aquella montaña de cosas, ningún calzado conveniente. Esto, en poco tiempo sería la causa de muchos problemas.

      Una vez que terminamos, nos retiramos a las chozas y tratamos de tener una meditación. Nos sentíamos deprimidos y nos preguntábamos por qué Dios había permitido que nos sucediera una cosa semejante.

      –No pudimos trabajar ni siquiera un día –se lamentaron los Oliveira.

      –Y nosotros hemos perdido todo aquello que tanto amábamos –dijimos los demás.

      –Quién sabe cómo irá a acabar esto –expresó tristemente Conchita–. En una situación semejante, con niños tan pequeños, vaya a saber todo lo que tendremos que afrontar todavía... Por eso yo no había querido tener hijos, los tiempos son muy difíciles.

      Tomé mi libro de reflexiones matinales y leí la meditación correspondiente al 10 de junio. Cuando terminé, mis ojos cayeron sobre la lectura del día anterior, el 9 de junio, y leí el texto que se encuentra en Deuteronomio 33:27: “El eterno Dios es tu refugio, Y acá abajo los brazos eternos; Él echó de delante de ti al enemigo”. Sentí que era un texto muy importante en ese momento. Lo releí mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. La meditación de ese día parecía escrita para nosotros. Entre otras cosas, citaba Éxodo 19:4: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí”.

      Las palabras de la meditación eran más que apropiadas para nuestra situación:

      El mismo Dios que en tiempos antiguos llevó a su pueblo, vela por ti y por mí. Así como un débil aguilucho, con recelo de caer, se apega a la fuerza y protección de su madre, también el hijo de Dios débil e indefenso en su propia fuerza confía en el poder y la protección de su Padre celestial. Él sabe que todo cuanto Dios permite para probarlo tiene como única finalidad conducirlo más cerca del cielo.

      El texto terminaba diciendo:

      Así como Dios condujo a su pueblo como en alas de águila, de vuelta a la Tierra Prometida, así también lo hará con nosotros.

      Esa última parte la tengo subrayada. Dios conocía nuestra situación y seguramente la había permitido, teniendo como única meta acercarnos más a él.

      Concluimos la reflexión leyendo el texto bíblico inicial y oramos pidiéndole al Señor que nos diera fuerzas y que no permitiera que nuestra fe fallara. Entretanto, eran las 14 y aún no habíamos probado bocado. El doctor Sabaté se acercó al Capitán y le dijo:

      –Sus huéspedes están listos para comer alguna cosa...

      –Sí, sí. Pronto recibirán algo.

      Ese tipo de respuesta comenzaba a generarme desconfianza, pero luego de algunos minutos aparecieron dos mujeres con platos y cubiertos limpios. En sus manos traían dos fuentes llenas de papas fritas, carne y puré. Nos quedamos asombrados de la calidad y lo bien preparado que estaba el alimento. Aquella fue la única comida realmente consistente durante nuestros tres meses de cautiverio.

      El Capitán vino a comer a nuestra choza. Yo me senté sobre la cama de paja, detrás de Rosmarie. Desde allí podía observarlo detenidamente sin ser vista. Serio y en silencio, sostenía su plato en la mano y comía sin levantar la vista. A diferencia de otros soldados, su uniforme se veía limpio y en orden. En su cabeza portaba un sombrero blanco con una insignia militar. Era un hombrecillo pequeño, de modales finos. En sus ojos fríos se reflejaba una mirada sombría e inquisidora. Evitaba mirarnos directamente a la cara, pero cuando lo hacía, uno no podía evitar esa extraña sensación de miedo e inseguridad.

      Cuando acabó de comer, se despidió cortésmente y salió.

      Restablecidas nuestras fuerzas, tratamos de acomodarnos para descansar un poco. Extendí un paño sobre la paja de la cama y nos recostamos. Los Oliveira estaban muy agotados debido al largo viaje desde su tierra natal y los terribles momentos vividos. En pocos minutos se encontraban durmiendo profundamente. Yo, por el contrario, no podía conciliar el sueño.

      Ahora, en el silencio, comprendí que mis miedos se habían hecho realidad y que éramos prisioneros de la UNITA. Uno tras otro se agolpaban recuerdos del año y medio de vida pasados entre los nativos en el Bongo, y me llenaba de tristeza. Lamenté amargamente no poder volver nunca más a ver ese lugar amado, y comencé a llorar en silencio, tratando de que nadie se diera cuenta de mi debilidad.

      Así pasó la tarde, y pronto comenzó a anochecer. Los Oliveira se despertaron y juntos hicimos un fuego en la chocita. La familia Sabaté se unió para conversar y recoger impresiones. Ronaldo se interesó en saber más detalles sobre el grupo guerrillero y lo que perseguían al capturarnos. Les contamos sobre aquellos casos de personas que habían sido secuestradas y luego liberadas sin que nada les sucediera. Él se encontraba sumamente nervioso, porque por la mañana había sido llamado dos veces para responder a interrogatorios en los que los guerrilleros trataban de saber la postura de Brasil con respecto al Gobierno de Angola y de la UNITA. Ronaldo había tratado de responder de la manera más cuidadosa posible. De todas formas, en realidad, él realmente no conocía mucho al respecto.

      En voz baja seguimos conversando para ponernos de acuerdo sobre lo que habríamos de responder si fuéramos interrogados. Pero todas las precauciones no parecían suficientes. Decidimos insistir en el hecho de que, como misioneros, éramos políticamente neutrales y que nuestro único objetivo era servir a los demás.

      Nos dijeron que emprenderíamos la marcha al salir la luna. Debíamos tener nuestro equipaje preparado para el momento en que recibiéramos la orden de partir. Los Oliveira se durmieron nuevamente y Ferrán se retiró a su choza con su familia. Delante de la “vivienda” en la que estábamos, se instaló un grupo de hombres para montar guardia. Yo me acomodé en la silla de campaña que los guerrilleros habían traído de la casa de los Sabaté. El frío y la incómoda posición en la silla se mezclaron con mi tristeza, y no pude dormir. El miedo comenzó a cerrarme la garganta. Recordé que nos hallábamos no muy lejos de Longonjo, donde las tropas gubernamentales tenían una fuerte base militar. ¿Y si ellos venían a tratar de rescatarnos? Sin embargo, cuán fácilmente se podía originar un tiroteo... En medio de la noche, ¿cómo podrían saber en qué choza nos encontrábamos? Huir sería imposible.

      Las horas pasaban lentamente y con ello aumentaba mi miedo. De pronto, escuché cómo roncaban los soldados que custodiaban nuestra puerta. “¡Pero qué bien nos cuidan!”, pensé. Me levanté y salí al exterior con sigilo. Los soldados dormían profundamente, abrazados a sus armas. Estábamos en la cima de una montaña. Pude ver un camino que descendía, perdiéndose en el bosque, y supe que si seguía ese camino pronto llegaría a territorio familiar. Una idea fugaz de escape cruzó por mi mente, pero negué con la cabeza como para ahuyentar esos pensamientos. Mis colegas me necesitaban.

      Fui al baño, y al volver tuve que pasar por encima de uno de mis guardias, quien continuó durmiendo en completa paz.

      Luego de algunos momentos, oí pasos que iban y venían alrededor de la choza, acompañados de voces apagadas. Temerosa, me preguntaba qué se propondrían. Me di cuenta de que estaban encendiendo un fuego. Se sentaron y continuaron conversando. Percibí que el nombre del doctor Sabaté era mencionado con frecuencia. Agucé mis oídos para captar al máximo lo que decían. Entre risas bajas, se contaban cómo habían capturado al doctor y el susto que le habían propinado. Seguí escuchando hasta que alguien apareció y los reprendió por el ruido que estaban haciendo. En el silencio que siguió, se escuchaban solo los ronquidos de algunos y el toser de otros. Al poco rato, nuevamente susurros. Pero estos eran más inquietantes que los anteriores. Sentí que el temor amenazaba con ahogarme. Estaba realmente oscuro; si fuésemos atacados, no tendríamos escapatoria. Traté de orar, pero no lograba concentrarme.

      La luna llena apareció y comenzó a subir en el firmamento, iluminando la choza. Afuera se seguían escuchando pasos y susurros. A la medianoche fui nuevamente al baño.

      Los minutos corrían, sin que nada sucediera. Inquieta, me preguntaba qué hacían. Súbitamente, las nubes cubrieron