Rubén Cortés

Cuba sin ti


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asusté.

      —¿De qué te asustaste?

      —No sé. Me asusté.

      Durante dos horas de entrevista, Anglada había revelado una mezcla de enojo y tristeza por el trato que había recibido de las autoridades, antes y después de ser encarcelado. Porque, por encima de todo, se consideraba inocente:

      —Me niego a aceptar lo que no hice. Nunca aceptaré que vendí un juego de pelota. Yo era de los que, si perdía un partido, ni siquiera me comía la merienda. Y sabes por qué, por vergüenza, chico, por vergüenza. Para más injusticia, yo supe de mi sanción a través del televisor. Esa mañana había ido al estadio y nadie me dijo nada. Sólo hasta la noche me desayuné con la noticia por la televisión.

      —¿Qué sientes?

      —Que me arrancaron parte de mi cuerpo. Mira, si tú haces algo malo, tienes que pagar por eso, pero no era el caso mío. Me dolió mucho tener que abandonar lo que había sido mi vida, con sólo 29 años, cuando mejor estaba jugando. Es algo que no le deseo a nadie.

      Anglada también incubaba la sospecha de que las autorida- des lo habían inculpado en represalia por su amistad con otro buen jugador, su compañero en el infielder de los Industriales y amigo desde los Juegos Escolares, Bárbaro Garbey, quien abandonó Cuba por el puente marítimo de El Mariel en 1980, cuando el gobierno comunista permitió la emigración masiva de 125 mil personas, con especiales facilidades para presidiarios, elementos marginales, homosexuales, enfermos mentales, delincuentes y desafectos al sistema.

      —El día antes de su salida, Bárbaro vino a verme para decirme que se iba y le deseé todo lo bueno que se le podía desear a un amigo.

      Pero resultó quizá el beso del diablo, pues Anglada jamás volvió a integrar el equipo Cuba en los dos años que le quedaban como pelotero activo. En cambio, Garbey se contrató de 1984 a 1988 en las Grandes Ligas, primero con los Tigres de Detroit y luego con los Rangers de Texas. En 626 veces al bate produjo para .267 con 167 hits, 11 jonrones, 28 dobles y dos triples. Después jugó con notable éxito en las ligas profesionales de Venezuela y México. A su retiro, montó una empresa de venta de indumentaria beisbolera en Florida y viajaba a México con frecuencia por razones de negocios. En 1997 lo entrevisté en una suite del Hotel Lisboa, en la avenida Cuauhtémoc, en el Distrito Federal, y le pregunté si, en aquella despedida, había sonsacado a Anglada para que se quedara en un posterior viaje al extranjero. Garbey estaba sentado en la orilla de la cama de su habitación y jugueteaba con un bate de madera de la marca Louisville Slugger.

      —Nunca —contestó—. Si Rey se hubiera querido ir de Cuba lo habría hecho conmigo por El Mariel. Así no habría perdido tiempo. Vaya, esa idea de desertar ni le pasó por la cabeza.

      La pequeña historia que se aireó siempre en las calles de La Habana contaba con dos versiones. Una de ellas refería que Anglada, quien se había criado en Carraguao, una barriada habanera de alientos delincuenciales, sí vendía juegos y corría las apuestas con un tipo blanco al que apodaban El Negro y residía en la Calzada de El Cerro, propietario de un Chevrolet del 56; así como con Goyo El Uriapapa, quien vivía por El Canal, detrás de la antigua Quinta Covadonga, un hospital fundado por la comunidad asturiana de Cuba en 1886 y al que luego el sistema comunista le cambiaría el nombre por el de Salvador Allende. En esa época, cualquiera te decía: “¿Tú quieres saber cuánto van a perder hoy los Industriales? Párate en Infanta y Zequeira”. Se interpretaba que en esa intersección de calles funcionaba la correduría clandestina.

       La otra exégesis relataba que uno de los apostadores capturados señaló a la policía que había dado dinero al outfielder Jorge Beltrán Lafferté, al pitcher Leonardo Alemán Hernández y al tercera base Dagoberto Echemendía Pineda y que este último, apremiado en los interrogatorios, incriminó injustamente al resto de los 14 sancionados, incluido Anglada.

      Finalmente, a todos les fue aplicada la Ley de Peligrosidad, una prescripción coercitiva que tenía origen en los tiempos de la dictadura del general Francisco Franco, en España, y que planteaba que quien tuviera relaciones con personas potencialmente peligrosas para el orden social, económico y político del Estado sería objeto de penas de uno a cuatro años de cárcel, en prevención de que incurriera en actividades socialmente peligrosas o delictivas.

      Días después de haber conversado con Anglada en el estadio de la Coca-Cola, fui a una conferencia de prensa que daba el todopoderoso político Carlos Aldana y, al final, en un aparte, le comenté que tenía una entrevista con el ex pelotero.

      Aldana era entonces el tercer hombre del gobierno cubano, sólo por detrás de Fidel y Raúl Castro. La prensa occidental llegó a llamarlo el Gorbachov del Trópico, por su apariencia de político renovador y su buen manejo de medios internacionales, lo cual fue su fatalidad porque en 1992 fue sometido a una de las recurrentes purgas de corte estalinista: acusado de malversador, fue convertido en una no persona.

      Después de su caída, lo volví a ver: yo iba caminando una mañana por el barrio residencial de Nuevo Vedado con el periodista Mayito Rodríguez, hijo de Mario Rodríguez Romay, ex presidente del Banco Nacional de Cuba y exembajador en Italia, y Aldana estaba arrodillado en el borde de la acera, sujetando una bicicleta, con las manos y las rodillas manchadas de grasa, porque se le había zafado la cadena de una Forever china en la que se veía obligado a transportarse tras su derrumbe político.

      Pero antes, cuando le informé de mi entrevista con Anglada, el hombre estaba en el pináculo de su poder y controlaba con puño de acero y guante de seda las relaciones internacionales del Buró Político y la orientación revolucionaria del Comité Central, lo cual significaba decidir qué, cómo, dónde, cuándo y por qué se publicaba toda la información en el país.

      Aldana me escuchó y se quedó un rato mirándome fijamente, con unos ojos color gris acero que sugerían una astucia glacial.

      —¿Y qué te dice Anglada? —indagó.

      —Que es inocente —respondí.

      El Gorbachov del Trópico fijó un poco más todavía su mirada de florete en mis ojos, y volvió a preguntar.

      —¿Y tú le crees?

      Pero ya yo estaba medio muerto de miedo y sólo atiné a balbucear un tímido “sí”.

      —Oká. Entonces mándame la entrevista —me ordenó, pero no me dijo para qué la quería.

      Jamás se la mandé. Yo estaba a punto de entrar a trabajar en la agencia oficial Prensa Latina, que era las grandes ligas de la prensa cubana, pues representaba la puerta del ancho mundo: allí había la posibilidad de leer la prensa extranjera, de ver los canales internacionales de televisión y de viajar al exterior. Así que no quería nubarrones en el horizonte. No fuera a ser que una entrevista a un apestado de la sociedad me cerrara el paso de las amplias alamedas.

      No sé. Me asusté.

      * * *

      El 18 de noviembre de 1999 la suerte cambió para Rey Vicente Anglada Ferrer: Fidel Castro lo invitó a jugar la segunda base en un partido de fiesta que dirigió en el Latinoamericano contra una novena que había armado el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Fidel Castro disfrazó de ancianos a los jugadores de su equipo, con luengas barbas y pelos saliéndoles por las orejas, y ganó cinco carreras por cuatro.

      Pero el verdadero triunfador fue Anglada: el mulato había vuelto, su honra estaba lavada, su inocencia era cierta… o lo habían perdonado.

      El dos de enero de 2002 empezó a dirigir a los Industriales y tuvo un gesto hermoso: llamó como auxiliar a Eddy Herrera, un velocísimo bateador, quien había estado con él en la cárcel, también acusado de vender juegos. En poco tiempo, Anglada se convirtió en el mejor mánager de Cuba. Se llevó tres campeonatos (como jugador también había ganado tres) y no paró hasta que lo designaron mánager de la selección nacional. Con su histórico número 36 a la espalda, sublimaba desde el dugout el temperamento y la gracia que lo habían caracterizado como jugador.

      Uno de los mejores lanzadores de la pelota