Rubén Cortés

Cuba sin ti


Скачать книгу

para determinar cuál de ellos era el mejor segunda base del país.

      —Yo les decía a mis compañeros, “¿por qué no pueden hacer lo que hace Anglada?, que cuando sale al terreno se entrega y juega al 120 por ciento?”. Siempre jugaba por encima de sus posibilidades, no le importaba que los juegos fueran importantes o no, decisivos o no, ni el marcador, él hacía su juego y se ganaba la admiración del público, se entregaba con el corazón dentro del terreno de pelota y eso nosotros siempre, hasta los contrarios, lo admiramos.

      En diez series nacionales, Anglada bateó para .291 de promedio, con 192 bases robadas y 456 doble play. él inventó la jugada de, con hombre en primera base, dejar caer los elevados en el infield para hacer doble play: después de eso los árbitros se vieron obligados a cambiar las reglas y declarar automáticamente out por regla el infield fly. Era el único que tenía valor para tocar la bola con dos strikes… y se embasaba, o que hacía double play pivoteando a tercera en lugar de a la primera base. Se robaba a menudo, de un tirón, la segunda, la tercera y el home. Jugaba para el público, que por lo regular lo instaba a robarse las bases: “Se va, se va, se va”, arengaba la gente. Y él se iba.

      Su rivalidad con Alfonso Urquiola polarizó a la afición del país. Anglada resultaba mejor deportista, rápido, entusiasta, explosivo, temperamental, combativo, creativo, imaginativo. Urquiola, en cambio, trascendía como antojadizo, perezoso, voluble y caprichoso, pero bateaba mejor, sobre todo a la hora buena. Ya, los dos como directores, Anglada de la selección cubana y Urquiola de la de Panamá, éste se impuso 4-3 en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 2006 en Cartagena de Indias.

      En mayo de 1988, coincidí con Urquiola durante una gira por el norte de México. En un abismo de la carretera del poblado de Camargo, tuvimos un accidente de autobús y él se lesionó de manera seria. Nos hicimos muy amigos en aquel viaje. Como él también era de Pinar del Río, nos seguimos viendo y, a veces, en las tardes, nos juntábamos en casa para tomar un ron casero llamado chispa de tren. En agosto de 1998, siendo él mánager del equipo Cuba, lo entrevisté en Maracaibo, Venezuela, para la agencia alemana de prensa dpa, y le pregunté quién había sido mejor, si él o Anglada:

      —Para jugar todo un campeonato, él; para ganarlo, yo.

      Pero, en su retorno a los cuernos de la luna, como mánager de Industriales y de la selección nacional, Anglada se cuidó mucho de recordar que la vida no solía ser siempre un lecho de rosas. De modo que, en un sistema de ortodoxia política como el cubano, supo escoger la mejor protección en contra de la desgracia: el lenguaje público de la reafirmación ideológica.

      De ahí que sus entrevistas de prensa parecieran más las de un escolástico dirigente comunista que de las de un pelotero, como una que le dio a Luis Báez, un viejo periodista cercano al Ministerio del Interior, pero cuyo empleo formal estaba en Prensa Latina:

      —¿Cuál es su apreciación del resultado de la serie de béisbol que acaba de finalizar?

      —Fue un auténtico fenómeno sociopolítico, donde inclusive estadísticas no oficiales indican que más de seis millones de espectadores estaban representados, niños, mujeres, hombres y ancianos acudieron a nuestros parques deportivos.

      —¿Eres o no eres el mánager del equipo Cuba?

      —Esa pregunta no me corresponde a mí responderla. Estimo que la designación de un mánager del equipo Cuba es un proceso de análisis, de consulta de nuestros dirigentes. Soy un soldado de la Revolución y estoy a su servicio. A lo largo de estos años se han librado muchas batallas internacionalistas y los principales responsables en el teatro de operaciones no han sido siempre los mismos jefes. Y sin embargo, el resultado ha sido siempre la victoria.

      Ah, caramba. El ex presidiario, el ex proscrito considerado mal ejemplo para el hombre nuevo se había autoproclamado “soldado de la Revolución”. ¡Eso sí que era un blindaje, coño! Tanto que, en cuanto le quitaron los timones de los Industriales y el del equipo Cuba, lejos de volver a la orfandad del estadio de la Coca-Cola, al “soldado” se le cumplió el sueño de todo cubano decidido a vivir en la isla, que era ser mandado por el gobierno a “cumplir misión” en el extranjero, gracias a lo cual se podía conocer mundo, comer, beber, vestir bien y mantener a la familia: el siete de octubre de 2008, Anglada fue designado por el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación para cumplir un contrato de colaboración bilateral en la provincia panameña de Bocas del Toro.

      “Las autoridades decidieron: llegó la hora de disfrutar el béisbol desde otra posición”, dijo a Prensa Latina.

      A la hora de recoger los bates, entrando a la tercera edad, a Anglada finalmente le había ido bien. En su vida, la Revolución ocupaba el lugar del mitológico dios Cronos, que se comió a sus hijos y luego los regurgitó.

      Otros vástagos, en cambio, no podían contar lo mismo: en medio siglo de intentos por crear un hombre nuevo, la Revolución no contaba con jóvenes en su primer círculo de poder, aun cuando había habido muchos en esa posición a lo largo de sus diferentes épocas. Siempre terminaba engulléndolos: Luis Orlando Domínguez, Robertico Robaina, Otto Rivero, Carlitos Lage Codorniú y su padre Carlos Lage, Hassan Pérez, Carlitos Valenciaga, Felipe Pérez Roque…

      Sin embargo, en la Cuba comunista las cosas eran como eran y no como habrían debido ser. En todo caso, la historia de Rey Vicente Anglada Ferrer resbalaba como cuchillo en mantequilla en una frase genial de Mao Tse-Tung: “La Revolución no es una cena de gala’’.

      Las tumbas olvidadas

      Pedro Junco le había escrito el bolero Nosotros a María Victoria Mora porque estaba tuberculoso y no quería correr el riesgo de contagiarla. Después se ahogó con un buche de sangre en una cama de hospital: pasaban en la radio su canción “Soy como soy”, en la voz de René Cabel, y se emocionó tanto al escucharla que el acordeón de sus pulmones rotos no pudo aguantar un último soplo de alegría en su corazón. Tenía 23 años.

      Su hermana María Antonia lo cuidaba esa noche en el sanatorio Damas de la Covadonga, de La Habana, y un locutor había anunciado “Soy como soy”, cantada por El Tenor del Caribe, uno de los más grandes boleristas cubanos de los años cincuenta. Pedro Junco se agitó y le sobrevino una racha de tos. María Antonia se apresuró a buscar un médico: cuando iba corriendo por los desiertos pasillos de la clínica, la música se acababa y, entre el resonar de sus tacones en el piso de mármol, alcanzó a escuchar todavía los últimos compases. Al regresar al cuarto, su hermano estaba muerto.

      Cabel, quien emigró a Puerto Rico el 3 de julio de 1961 y se instaló luego en Colombia como exitoso regente artístico del gran hotel Tequendama, en Bogotá, parecía portar un hado funesto, algún infortunio maldito, pues Miguelito Valdés, el famoso guarachero Babalú, murió en sus brazos, víctima de un paro cardiaco, el nueve de noviembre de 1978.

      “¡Perdón, señores!”, exclamó Miguelito Valdés en plena actuación en el salón Monserrate, del hotel Tequendama: soltó el micrófono, se llevó las manos al pecho para tratar de desabotonarse la camisa y cayó al suelo. Falleció abrazado a Cabel, quien esa noche dejó de cantar en público para siempre: temía que le sucediera algo similar.

      Más de 30 años después, Cabel solía sacar un perrito pekinés a mear en las frías y lluviosas mañanas de Bogotá. En una ocasión lo acompañé un par de cuadras por el barrio colonial de La Candelaria, que estaba acariciado por frondosos cerros azules, verdes, lilas, en los que se incrustaba la ciudad. Recordaba con cariño a Pedrito y aún no superaba la impresión de haber visto la agonía atroz de Miguelito Valdés.

      En algún momento del paseo, se detuvo bajo la llovizna, cargó al perrito y le pasó la mano derecha por la cabeza. Luego suspendió la mirada en los ripios de niebla matinal que se liaban en las ramas de los cedros. Sin que viniera a cuento, casi en un murmullo, dijo:

      —Pero lo que más lamento es haberme ido de Cuba.

      Ya era un hombre muy anciano, aunque parecía muy saludable y descendía de una familia longeva. Su madre murió a los 97 años.

      Cabel… sus brazos fueron