de todo lo malo que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablaros. Sin embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a nada se ha opuesto, haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.
Profundicemos un tanto la cuestión, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que la muerte es un bien.
Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un absoluto anonadamiento y una privación de todo sentimiento, o, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar a otro. Si es la privación de todo sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningún sueño, ¿qué mayor ventaja puede presentar la muerte? Porque si alguno, después de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna inquietud, sin ninguna turbación, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás días y con todas las demás noches de su vida, y se le obligase a decir en conciencia cuántos días y noches había pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no solo un simple particular, sino el mismo gran rey, encontraría bien pocos, y le sería muy fácil contarlos. Si la muerte es una cosa semejante, la llamo con razón un bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más que una larga noche.
Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Minos, Radamanto, Éaco, Triptólemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida. ¿No es éste el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con Áyax, hijo de Telamón, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aún sería un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son. ¿Hay alguno, jueces míos, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo un numeroso ejército contra Troya o Odiseo o Sísifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya conversación y examen serían una felicidad inexplicable? Éstos no harían morir a nadie por este examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.
Ésta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aun después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por qué la voz divina nada me ha dicho en este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero solo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico que los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.
Argumento[1] del Critón por Patricio de Azcárate
Sócrates, que en la Apología sólo pudo mantenerse filósofo a condición de divorciarse de la Constitución religiosa de Atenas, se rehace y convierte en este diálogo, por una especie de compensación, en un ciudadano inflexible en la obediencia a las leyes de la república. Someterse a las leyes es una obligación absoluta; es el deber. Tal es el objeto de este diálogo.
Los amigos de Sócrates, después de haber ganado al alcaide de la cárcel donde esperaba el día de su muerte, le enviaron uno de ellos, Critón, para que le suplicara encarecidamente que salvara su vida por la fuga.
Todas las razones que puede inspirar una ardiente amistad para ahogar los escrúpulos de un alma recta. Critón las hizo valer con la más afectuosa insistencia. Pero la tierna solicitud que resalta en su lenguaje, disfraza, sin atenuarla, la debilidad de los motivos de que se inspira comúnmente, en de circunstancias críticas, la acomodaticia probidad del vulgo. Así lo entendió Sócrates. A los lamentos de Critón, en razón del deshonor y de desesperación que amargaban a sus amigos, la suerte que estaba reservada a sus hijos condenados a la orfandad, él opuso esta inevitable alternativa: ¿la fuga es justa o injusta? Porque es preciso resolverse en todos los casos, no por razones de amistad, de interés, de opinión; sino por razones de justicia. Pero la justicia le prohíbe fugarse, porque sería desobedecer las leyes, acto injusto en sí mismo, ejemplo funesto al buen orden público, ingratitud, en fin, para con estas leyes que han presidido como madres y nodrizas a su nacimiento, a su juventud y a su educación. Existe un compromiso tácito entre el ciudadano y las leyes; éstas, protegiéndole, tienen derecho a su respeto. Nadie ignora este pacto; ninguno puede sustraerse a él; ninguno se libra, violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado para engañarse a sí mismo.
Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio de la moral de Critón, que es la moral del pueblo, prefiere a su salud el cumplimiento riguroso de su deber. ¿Podría ser de otra manera? ¡Qué contradicción resultaría si el mismo hombre que antes, en la plaza pública, a presencia de sus jueces, se había regocijado de su muerte como del mayor bien que podía sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del día de su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiría en un cobarde y mal ciudadano. Critón mismo se vio reducido al silencio por la firme razón de su maestro, quien le despide con estas admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque es su origen: realizar su deber es inspirarse en Dios».
Critón o del deber
SÓCRATES — CRITÓN
SÓCRATES: —¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
CRITÓN: —Es cierto.
SÓCRATES: —¿Qué hora puede ser?
CRITÓN: —Acaba de romper el día.
SÓCRATES. —Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
CRITÓN. —Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe algunas atenciones.
SÓCRATES. —¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
CRITÓN. —Ya hace algún tiempo.
SÓCRATES. —¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el acto que llegaste?
CRITÓN. —¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento