Plato

Obras Completas de Platón


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a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.

      CRITÓN. —Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.

      SÓCRATES. —Prosigo pues, o más bien te pregunto: ¿un hombre que ha prometido una cosa justa, debe cumplirla o faltar a ella?

      CRITÓN. —Debe cumplirla.

      SÓCRATES. —Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o eludiremos el justo compromiso que hemos contraído?

      CRITÓN. —No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.

      SÓCRATES. —Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o si te agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de nosotros y nos dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas no tiende a trastornar, en cuanto de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué podríamos responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos podían dirigir? Porque ¿qué no diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que los fallos dados sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos nosotros, que la República nos ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que responderíamos?

      CRITÓN. —Sí, sin duda, se lo diríamos.

      SÓCRATES. —«¡Qué!, dirá la ley ateniense, Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te someterías al juicio de la república». Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este lenguaje, ella nos diría quizá: «no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes costumbre de proceder por preguntas y respuestas? Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú contra la república y contra mí cuando tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la que debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz? ¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio»? Yo la responderé sin dudar: nada. «¿Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a cuya sombra tú has sido educado, no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu padre que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del cuerpo?». Exactamente, diría yo. «Y siendo esto así, puesto que has nacido y has sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo mismo que tus padres? Y sí así es, ¿piensas tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea permitido devolver sufrimientos por sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? Este derecho, que jamás podrían tener contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera, tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o muertos, es preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o emplear para con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria». ¿Qué responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice verdad?

      CRITÓN. —Así me parece.

      SÓCRATES. —«Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he hecho, como a los demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me canso de decir públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber examinado las leyes y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde guste con todos sus bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos, quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a ello y puede libremente marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen, después de haber considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué policía hacemos observar en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque, estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera otro ciudadano». Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome, que yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. «Yo tengo, me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no hubieras permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos[2]; jamás has salido que no sea a expediciones militares; jamás emprendiste viajes, como es costumbre entre los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de conocer otras leyes; tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según nuestras máximas, que aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en ella. En fin, durante tu proceso podías condenarte a destierro, si hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro, ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin respeto a las leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo, tratando de salvarte contra las condiciones del tratado que te obliga a vivir según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano; ¿no decimos la verdad, cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con palabras, sino de hecho y a todas sus condiciones?». ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido podríamos tomar más que confesarlo?

      CRITÓN. —Sería preciso hacerlo, Sócrates.

      SÓCRATES. —La ley continuaría diciendo: «¿Y qué adelantarías, Sócrates, con violar este tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia,[3] ni a Creta, cuyas leyes han sido constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te lo suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo;