Plato

Obras Completas de Platón


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—Ya entiendo.

      SÓCRATES. —Porque cuando estamos persuadidos de que no lo sabemos, se deja el negocio a otros.

      ALCIBÍADES. —Eso sucede constantemente.

      SÓCRATES. —Así es, que los que están en esta última clase de ignorancia, jamás faltan; porque dejan a los demás el cuidado de las cosas que ellos no saben.

      ALCIBÍADES. —¡Estoy conforme!

      SÓCRATES. —¿Quiénes son, pues, los que cometen faltas? ¿No son los que saben las cosas?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —Puesto que no son ni los que saben las cosas, ni los que las ignoran, sabiendo que las ignoran, se sigue de aquí necesariamente, que son aquellos, que, sin saberlas, creen sin embargo saberlas; ¿hay otros?

      ALCIBÍADES. —No, no hay más que estos.

      SÓCRATES. —He aquí la más vergonzosa ignorancia; he aquí la que es causa de todos los males.

      ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —Y cuando esta ignorancia recae sobre cosas de grandísima trascendencia, ¿no es entonces vergonzosa y terrible en sus efectos?

      ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?

      SÓCRATES. —¿Puedes citarme cosa alguna que sea de mayor trascendencia que lo justo, lo honesto, lo bueno, lo útil?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Y no es sobre estas mismas cosas, sobre las que tú mismo dices que estás fluctuante e indeciso?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y esta incertidumbre no es una prueba, como ya lo hemos dicho, de que no solo ignoras las cosas más importantes, sino que, ignorándolas, crees saberlas?

      ALCIBÍADES. —Me temo que sea así.

      SÓCRATES. —¡Oh dios!, en qué estado tan miserable te hallas; no me atrevo a darle nombre. Sin embargo, puesto que estamos solos, es preciso decirlo. Mi querido Alcibíades, estás sumido en la peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras, y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí, por qué te has arrojado, como cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los negocios de la república; un pequeño número exceptúo, y quizá solo a Pericles, tu tutor.

      ALCIBÍADES. —También se dice, Sócrates, que no se ha hecho tan hábil por sí mismo, sino que ha vivido en estrecha relación con muchos hombres hábiles, como Pitóclides, Anaxágoras, y aun hoy día, en la edad en que ya está, pasa días enteros con Damón, para instruirse constantemente.

      SÓCRATES. —¿Has conocido a alguno, que, sabiendo perfectamente una cosa, no pueda enseñarla a otro? Tu maestro de lira te ha enseñado lo que sabía y lo ha enseñado a todos los que ha querido.

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y tú, que lo has aprendido de él, no podías enseñarlo a otro?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con un maestro de música y un maestro de gimnasia?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Porque la mejor prueba de que se sabe bien una cosa, es el estar en posición de enseñarla a otros.

      ALCIBÍADES. —Así es verdad.

      SÓCRATES. —¿Pero puedes nombrarme alguno a quien Pericles haya hecho hábil? Comencemos por sus propios hijos.

      ALCIBÍADES. —Pero, Sócrates, ¡si los hijos de Pericles son estólidos!

      SÓCRATES. —¿Y Clinias tu hermano?

      ALCIBÍADES. —Eso es hablarme de un loco.

      SÓCRATES. —Si Clinias es loco, y los hijos de Pericles mentecatos, ¿de dónde nace que Pericles se ha desentendido de material tan precioso como el tuyo?

      ALCIBÍADES. —Tengo yo la culpa, por no haberme aplicado a nada de lo que él me ha dicho.

      SÓCRATES. —Pero entre todos los atenienses y entre los extranjeros, libres o esclavos, ¿puedes nombrarme alguno a quien el trato con Pericles haya hecho más hábil, como puedo yo nombrarte un Pitodoro, hijo de Isóloco, y un Calias, hijo de Calíades, que se han hecho muy hábiles, a costa de cien minas, en la escuela de Zenón?[7]

      ALCIBÍADES. —No puedo nombrarte ni uno solo.

      SÓCRATES. —Enhorabuena; ¿pero qué pretendes hacer de ti, Alcibíades? ¿Quieres seguir como te encuentras, o, en fin, quieres mirar por ti?

      ALCIBÍADES. —Tratemos este asunto entre los dos, Sócrates. Comprendo todo lo que dices, y estoy conforme con ello; sí, todos los que se mezclan en los negocios de la república no son más que ignorantes, si se exceptúa un corto número.

      SÓCRATES. —¿Y después?

      ALCIBÍADES. —Si fueren personas instruidas, sería preciso que el que pretende igualarse con ellos o sobrepujarlos, trabajase y se ejercitase, y que después entrase en lid con atletas de reputación; pero, puesto que no dejan de mezclarse en el gobierno sin saber nada, ¿qué necesidad hay de tomarse el trabajo de prepararse y ejercitarse? Yo estoy bien seguro de que con el solo socorro de la naturaleza sobrepujaré a todos.

      SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Alcibíades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡Tu manifestación es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!

      ALCIBÍADES. —¿Cómo? Sócrates, explícate.

      SÓCRATES. —¡Ah!, estoy inconsolable por ti y por mí, si…

      ALCIBÍADES. —¿Qué significa ese si…?

      SÓCRATES. —Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.

      ALCIBÍADES. —¿A quién quieres entonces que trate de superar?

      SÓCRATES. —Aún eso me sorprende más; ¿es ésa la pregunta que debe hacer un hombre que cree tener un corazón grande?

      ALCIBÍADES. —¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?

      SÓCRATES. —Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como haces ahora, con los tuyos, por encima de los cuales debes sobresalir tanto, que no solo crean que no pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.

      ALCIBÍADES. —¡Ah!, ése es mi ídolo.

      SÓCRATES. —¡Vaya una ambición digna de Alcibíades, limitarse a ser el más bravo de nuestros soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta a los generales enemigos para superarlos, y por este medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?

      ALCIBÍADES. —¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?

      SÓCRATES. —¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con los lacedemonios o con el gran rey? Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para combatir a los reyes de Lacedemonia y al rey de Persia.

      ALCIBÍADES. —Quizá digas verdad.

      SÓCRATES. —¡Oh!, no, no, mi querido Alcibíades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices, y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de la república, descubriendo