Con frecuencia detectamos un fenómeno, el de la separación de corazones, que en muchos casos puede llevar a la ruptura de la vida matrimonial.
El texto del Génesis que acabamos de leer nos da una primera clave para esta ruptura. Está en el “descubrieron que estaban desnudos”. ¿Qué quiere decir esto?
Al principio, el hombre y la mujer vivían en una desnudez revestida de la luminosidad del Creador; no era una desnudez impúdica porque les cubría la luz de la gracia, en la íntima relación con Dios. Esta relación se pierde por ese primer pecado y por ello experimentan la vergüenza de la desnudez en la que quedan al separarse de su Creador. En adelante, las relaciones hombre-mujer estarán afectadas por este acontecimiento.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se hace una descripción de este hecho y sus consecuencias:
“Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal”.9
El relato de Génesis 3,1-19 nos proporciona la clave de porqué se ha llegado a esta situación.
Sigamos leyendo lo que nos dice el Catecismo:
“Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia; la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan”.10
El problema de esta desarmonía tiene su raíz en el: “Se abrirán vuestros ojos y llegaréis a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5).
El árbol del que se les prohibió comer representa lo que la imagen vegetal es para la Biblia: signo de sabiduría. El término conocimiento en la cultura bíblica no es solo intelectualidad, sino un acto global de conciencia que implica la voluntad, el sentimiento y la acción. Por consiguiente, se refiere a una elección de vida. Finalmente, la expresión “del bien y del mal”, como es sabido, indican los ejes de la moral.
Se desprende de esto que la invitación del tentador a que coman del fruto prohibido es la de convertirse en árbitros del bien y del mal, de su vida moral. Esto es, hacerse como Dios.
Realizado este acto de soberbia, se produce la ruptura de la armonía originaria: la del hombre y la mujer con Dios, con la naturaleza y entre ellos mismos. Las dos señales principales de aquella armonía que vimos en los primeros capítulos del Génesis, amor y procreación, se convierten a causa de ese pecado de soberbia en relaciones sexuales oscuras y en dolor.
En cuanto a lo primero, el acto de amor en sí mismo, cuando se realizaba según la moralidad originaria, elevaba a la pareja a ser los dos una sola carne; era un amor sublime, alimentado por la ternura, la entrega y la pureza. Su desnudez, como hemos visto más arriba, estaba revestida de la luminosidad de la gracia del Creador, y era algo hermoso. Ahora, esta desnudez se convierte en impúdica y la atracción sexual, se torna en relaciones de dominio y de concupiscencia.
El término dominio que aparece en Gn 3,16, referido al varón respecto a la mujer, genera hacia ella el mismo tipo de relación que el hombre tenía respecto a los animales y el resto de la creación, muy lejos de aquella relación de igualdad que veíamos en el capítulo anterior (Gn 2,18.20).
Esto produce la “separación de corazones”, rompe el proyecto inicial del Creador de “serán los dos una sola carne”.
De ahí que nuestra vida conyugal diaria esté continuamente amenazada por la ruptura de esa armonía que tanto deseamos, y que nos hace tan felices cuando se da entre los esposos. La sombra de ese pecado original pesa sobre cada matrimonio. El ser un “yo” frente un “tú”, es una continua tentación contra la que hay que luchar. Sin embargo, por los méritos de la redención de Cristo, sabemos que la esperanza de ser un nosotros es una posibilidad en cada matrimonio que ha hecho la opción fundamental de dar la vida por el otro y ser los dos una sola carne.
Si sólo dependiera de las propias fuerzas humanas, todo matrimonio podría estar abocado al fracaso; el desorden personal, consecuencia, como hemos visto, del pecado, nos induciría al egoísmo y éste al enfrentamiento. La desarmonía se instalaría en nuestra vida conyugal que, finalmente acabaría en ruptura. Pero, todas las realidades naturales se deben comprender a la luz de la gracia. No podemos olvidar que el orden de la Redención ilumina y cumple el de la creación.
Por tanto, el matrimonio natural se comprende plenamente a la luz de su cumplimiento sacramental; sólo fijando la mirada en Cristo se conoce profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. […] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”11. En esta perspectiva, resulta particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica las propiedades naturales del matrimonio, que son ricas y múltiples.
La Iglesia es consciente, y así lo ha expresado insistentemente desde el Vaticano II, de la importancia del matrimonio y la familia en nuestra sociedad, no deja de apelar a la comunidad eclesial para que ayude a los matrimonios y las familias en todas sus circunstancias difíciles. Hacemos nuestras las palabras del Concilio: “La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia”.12
En este mismo sentido está orientada la Exhortación apostólica La alegría del amor del Papa Francisco: “El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales. Es sano prestar atención a la realidad concreta, porque las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia”, a través de los cuales “la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia”.13
3. La promesa de la restauración
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú acechas su calcañar” (Gn 3,15).
La mujer, vencerá a la serpiente y nos traerá al Salvador. La Virgen María, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado.14
Pongo hostilidades entre