tan pronto a la casa del Cielo ese sacerdote santo, a quien millares de hombres y mujeres de todo el mundo —hijos de su oración, de su sacrificio y de su generoso abandono a la Voluntad de Dios— aplicamos con inmenso agradecimiento la misma conmovedora alabanza que San Agustín cantó de nuestro Padre y Señor San José: «Mejor cumplió él la paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne»[1]. Se fue el jueves 26 de junio de 1975, al mediodía, en esta Roma a la que amaba porque es la sede de Pedro, centro de la cristiandad, cabeza de la caridad universal de la Iglesia santa. Y mientras nosotros oíamos aún el eco de las campanas del Ángelus, el Fundador del Opus Dei escuchaba con una fuerza ya siempre viva: amice, ascende superius [2], amigo, ven a gozar del Cielo.
En un día corriente de su trabajo sacerdotal, dejó esta tierra, metido en un trato pleno con El que es la Vida y, por eso, no ha muerto: está a Su lado. Mientras atendía su tarea de almas, le llegó ese dulce sobresalto —así se expresa en la homilía Hacia la santidad [3]— de encontrarse cara a cara con Cristo, de contemplar finalmente el Rostro hermoso por el que tanto suspiraba: Vultum tuum, Domine, requiram! [4].
Desde el mismo instante de su nacimiento a la patria del Cielo, empezaron a llegarme testimonios de un número incalculable de personas, que conocían su vida de santidad. Han sido y son palabras que pueden ya desbordarse: antes, callaban por respeto a la humildad del que se consideraba un pecador que ama con locura a Jesucristo. Tuve el consuelo de escuchar directamente de labios del Santo Padre uno de sus muchos encendidos elogios al Fundador del Opus Dei. En periódicos y revistas de todo el mundo se pueden leer innumerables artículos de reconocimiento, surgidos del pueblo cristiano y de personas que todavía no confiesan a Cristo, pero que comenzaron a descubrirle a través de la palabra y de las obras de Mons. Escrivá de Balaguer.
«Mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca»[5]. Ese fue su único oficio: rezar y animar a rezar. Por eso suscitó en medio del mundo una prodigiosa movilización de personas —como le gustaba decir— dispuestas a tomarse en serio la vida cristiana, mediante un trato filial con el Señor. Somos muchos los que hemos aprendido de este sacerdote cien por cien «el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios»[6].
En este segundo volumen de homilías recogemos algunos textos que se editaron mientras Mons. Escrivá de Balaguer se encontraba aún a nuestro lado, aquí en la tierra, y otros de los muchos que dejó para publicar más adelante, porque trabajaba sin prisa y sin pausa. No pretendió jamás ser un autor, a pesar de que figura entre los maestros de la espiritualidad cristiana. Su doctrina, amable y esforzada, es para vivirla en medio del trabajo, en el hogar, en las relaciones humanas, en todas partes. Tenía el arte, también humano, de dar liebre por gato. ¡Qué bien se le lee! Lo directo de las expresiones, la viveza de las imágenes, llegan a todos, por encima de las diferencias de mentalidad y cultura. Aprendió en la escuela del Evangelio: de ahí su claridad, ese herir en lo hondo del alma; el talante para no pasar de moda, por no estar en la moda.
Estas dieciocho homilías trazan un panorama de las virtudes humanas y cristianas básicas, para el que quiera seguir de cerca los pasos del Maestro. No son ni un tratado teórico, ni un prontuario de buenas maneras del espíritu. Contienen doctrina vivida, donde la hondura del teólogo va unida a la transparencia evangélica del buen pastor de almas. Con Mons. Escrivá de Balaguer, la palabra se hace coloquio con Dios —oración—, sin dejar de ser una entrañable conversación en sintonía con las inquietudes y esperanzas de quienes le escuchan. Son, pues, estas homilías una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios, se habla con Dios: quizá sea este el secreto de su gran fuerza comunicativa, porque siempre se refiere al Amor, «en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio»[7].
Ya en el primer texto se recuerda lo que ha sido pauta constante de la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer: que Dios llama a todos los hombres a la santidad. Haciéndose eco de las palabras del Apóstol —esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación[8]— advierte: «Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro»[9]. Y más adelante precisa: «La santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas»[10].
¿Dónde se apoya, con qué títulos cuenta el cristiano para fomentar en su vida tan asombrosas aspiraciones? La respuesta es como un estribillo, que vuelve una y otra vez, a lo largo de estas homilías: la humilde audacia «del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios»[11].
Para Mons. Escrivá de Balaguer es patente la gran alternativa que caracteriza a la humana existencia: «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia»[12]. Ayudado por el ejemplo santo de la entrega fiel y heroica del Fundador del Opus Dei, lo he considerado aún con más insistencia en mi oración, desde que el Señor se llevó a su lado a quien yo más quería: sin la humildad y la sencillez del niño no podemos dar un paso por el camino del servicio a Dios. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»[13].
Preciso es que Él crezca y que yo mengüe[14], fue la enseñanza del Bautista, del Precursor. Y Cristo dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[15]. Humildad no es apocamiento humano; la humildad que late en la predicación del Fundador del Opus Dei es algo vivo y profundamente sentido, porque «significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo»[16]. Mons. Escrivá de Balaguer da con una expresión que quizá no tiene precedentes: vibración de humildad [17]; porque la pequeñez del niño, asistido por la protección omnipotente de su Padre Dios, vibra en obras de fe, de esperanza y de amor, y de todas las demás virtudes que el Espíritu Santo infunde en su alma.
En ningún momento se aparta del ámbito de la primera homilía: la vida corriente, lo habitual, lo de cada día. Mons. Escrivá de Balaguer trata de todas las virtudes con referencias continuas a la vida del cristiano que está en medio del mundo porque ese es su sitio, el lugar donde Dios ha querido colocarlo. Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad, «que es como un generoso desorbitarse de la justicia»[18]. Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio.
Como para los que andan en negocios de almas, el tiempo es más que oro, es ¡gloria! [19], el cristiano ha de aprender a emplearlo con diligencia, para manifestar su amor a Dios y su amor a los demás hombres, santificando el trabajo, santificándose en el trabajo, santificando a los demás con el trabajo: con un solícito cuidado por las cosas pequeñas, es decir, sin ensueños estériles, con el heroísmo callado, natural y sobrenatural, del que vive con Cristo la realidad cotidiana. «En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez (...). Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!»[20].
Estas palabras del Fundador del Opus Dei nos llegan así: con el frescor de rosas nuevas, fruto de una vida entera de trato con Dios y de un apostolado inmenso, como un mar sin orillas. Junto a la sencillez, resalta en estos escritos un constante contrapunto de amor apasionado, desbordante. Es una «fuerte sacudida en el corazón»[21], un «tened prisa en amar»[22], porque «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»[23].
Así