target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_0a9d7cb8-ee83-5d68-8abc-480fe01e81dc">[23] El tesoro del tiempo, n. 43.
[24] La esperanza del cristiano, n. 205.
[25] La grandeza de la vida corriente, n. 22.
[26] La esperanza del cristiano, n. 208.
[27] Trabajo de Dios, n. 71.
[28] Hacia la santidad, n. 295.
[29] Vida de oración, n. 255.
[30] Ibidem, n. 251.
[31] La libertad, don de Dios, n. 33.
[32] Ibidem, n. 35.
[33] San Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 134).
[34] La grandeza de la vida corriente, n. 7.
[35] Hacia la santidad, n. 298.
[36] Humildad, n. 105.
[37] Hacia la santidad, n. 301.
[38] El trato con Dios, n. 143.
[39] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 174.
[40] Para que todos se salven, n. 260.
[41] Hacia la santidad, n. 294.
[42] Ibidem, n. 313.
[43] Lc XXIV, 29.
[44] Hacia la santidad, n. 314.
[45] Ibidem, n. 314.
[46] Ibidem, n. 310.
[47] Ibidem, n. 313.
[48] Mt XXV, 21.
[49] Virtudes humanas, n. 75.
[50] Ioh XV, 15.
[51] La libertad, don de Dios, n. 35.
[52] Vida de oración, n. 247.
[53] Hacia la santidad, n. 300.
[54] Responsorio de la segunda lectura, del oficio en la Dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
[55] Porque verán a Dios, n. 183.
[56] Para que todos se salven, n. 258.
[57] Vida de fe, n. 200.
[58] Hacia la santidad, n. 316.
LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE
[Homilía pronunciada el 11-III-1960]
1
Íbamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros.
Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos reunidos —y otros muchos en el mundo entero— para conversar Contigo, nos sabemos metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mí [1]. Tú nos conoces bien; te consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [2].
Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae[3], para que consideremos en todo momento que Él nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey[4]. Muy a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.
Dios nos quiere santos
2
Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad[5]. Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra[6], esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.
3
No se va de mi memoria una ocasión —ha transcurrido ya mucho tiempo— en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior,