José Orlandis Rovira

Historia breve del cristianismo


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la última gran persecución. Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella postrer embestida persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso. Llegado como sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al cristianismo. El edicto otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «Existan de nuevo los cristianos —decía— y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».

      El edicto de Galerio, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino tan solo una cautelosa tolerancia. Mas, a pesar de ello, su importancia era grande. Por vez primera, el cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía. Esto representaba una conquista trascendental, no conseguida hasta entonces. La Iglesia había conocido durante el siglo III épocas de tranquilidad, y hubo incluso emperadores romanos, como Filipo el Árabe (244-249), de evidentes simpatías filocristianas. Mas estos intervalos de bonanza no aportaban seguridad jurídica a la Iglesia, siempre expuesta a nuevas oleadas persecutorias. El estatuto de tolerancia de Galerio encerraba por tanto singular valor.

      El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez y su autor principal fue el empe­rador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado Edicto de Milán, que, más que una norma legal concreta, parece haber sido una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos del Imperio, incluidos los cristianos. La legislación discriminatoria en contra de estos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.

      Dentro de ese estatuto legal de libertad religiosa, la actitud de Constantino fue decantándose gradualmente en favor del cristianismo. Resulta significativo que, antes incluso del llamado Edicto de Milán, cuando la suerte de la Urbe romana y del Imperio se dilucidaban por las armas entre aquel príncipe y su rival Majencio, el ejército constantiniano llevara en la batalla del Puente Milvio, como emblema propio, el lábaro con el monograma de Cristo. Constantino consideró siempre su victoria como una señal celestial, aunque su «conversión» definitiva —es decir, la recepción del bautismo— la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337). A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto. El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos, concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romano-cristiano.

      El avance del cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores —incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana— fueron resueltamente contrarios al paganismo. Graciano, al asumir en 375 el poder imperial, rechazó el tradicional título de Pontífice Máximo, que sus predecesores cristianos habían consentido conservar. Un enfrentamiento particularmente significativo entre cristianismo ascendente y paganismo en decadencia se produjo en el escenario más venerable de la Roma antigua: el Senado. El altar de la Victoria que presidía el aula, como símbolo de la tradición gentil, fue removido por voluntad de los senadores cristianos, que eran ya mayoría, frente al grupo de los viejos romanos, encabezados por el senador Símaco. La evolución religiosa se cerró antes de que terminara el siglo IV, por obra del emperador Teodosio. La constitución Cunctos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero de 380, ordenó a todos los pueblos la adhesión al cristianismo católico, a partir de ahora única religión del Imperio.

      Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. En virtud de lo que se ha llamado «principio de acomodación», la Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización. La circunscripción civil más clásica —la provincia— sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia. El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales: fue el «metropolitano», obispo de la metrópoli, y los demás, sus sufragáneos. En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia. Él debía, además, presidir el concilio provincial —asamblea de los obispos de esa demarcación— que, según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.

      La división del Imperio en dos «partes» —Oriente y Occidente—, consumada a finales del siglo IV y que terminaría por provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental —que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas— tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados, amplísimas circunscripciones eclesiásticas. El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma, «en razón —dijo— de que la ciudad es la nueva Roma». Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política —la capitalidad imperial—, se instituyó un nuevo Patriarcado —el de Constantinopla—, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.

      La libertad de la Iglesia permitió una más clara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio— se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio del Primado romano sobre las iglesias de Occidente fue muy intenso: los papas intervinieron en multitud de ocasiones mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios. En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.

      Bajo el Imperio romano-cristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales. Ocho sínodos ecuménicos tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes. Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue promovida por una iniciativa pontificia y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal,