civil se desintegraba, los obispos, asumiendo una forzosa función de suplencia, se vieron obligados a intervenir cada vez más en la vida de los pueblos. De modo particular correspondió a los obispos la protección de las personas socialmente débiles, incapaces de defenderse por sí mismas. En lo que se refiere al acceso al episcopado, el nuevo estado de cosas hizo cada vez más difícil la elección del obispo «por el clero y el pueblo», como había sido habitual mientras fuera el pastor de una pequeña comunidad urbana. Ahora, aunque las viejas fórmulas seguían repitiéndose en los textos canónicos, los nombramientos episcopales fueron incumbencia, en la práctica, del clero diocesano y los obispos comprovinciales, con frecuentes intromisiones de emperadores y príncipes. Personajes ilustres por sus cargos civiles o su origen familiar ocuparon a menudo las sedes episcopales en el período romano-cristiano y contribuyeron a realzar el prestigio social del obispo. Baste citar a título de ejemplo a san Ambrosio, que pasó de gobernador de la Alta Italia a obispo de Milán; a san Paulino de Nola, cónsul en su juventud; o a Sidonio Apolinar, gran señor del sur de las Galias y yerno del emperador Avito, que fue obispo de Clermont-Ferrand.
VIII.
LA FORMULACIÓN DOGMÁTICA DE LA FE CRISTIANA
En los siglos que siguieron a la conversión del mundo antiguo, fue definida con precisión la doctrina acerca de verdades muy fundamentales de la fe cristiana. Se formuló la doctrina dogmática sobre la Santísima Trinidad, el Misterio de Cristo y la cuestión de la Gracia.
El período romano-cristiano revistió extraordinaria importancia desde el punto de vista doctrinal. Liberada la Iglesia, llegó el momento histórico de formular con precisión la doctrina ortodoxa acerca de algunas cuestiones fundamentales de la fe cristiana: la Santísima Trinidad, el Misterio de Cristo y el problema de la Gracia. La definición del dogma católico se llevó a cabo en medio de recias batallas teológicas frente a herejías que produjeron escisiones en el seno de la Iglesia, algunas de las cuales todavía perduran.
La formulación del dogma trinitario fue la gran empresa teológica del siglo IV, y la ortodoxia católica tuvo al Arrianismo como adversario. El Arrianismo enlazaba con ciertas antiguas doctrinas que ponían el acento de modo exagerado y unilateral sobre la unidad de Dios, hasta el punto de destruir la distinción de Personas en la Santísima Trinidad —«Sabelianismo»— o de subordinar el Hijo al Padre, haciéndole inferior a Este —«Subordinacionismo»—. Un Subordinacionismo radical inspiraba las enseñanzas del presbítero alejandrino Arrio (256-336), que no solo hacía al Hijo inferior al Padre, sino que negaba incluso su naturaleza divina. La unidad absoluta de Dios proclamada por Arrio llevaba a considerar al Verbo tan solo como la más noble de las criaturas, no Hijo natural, sino adoptivo de Dios, al que de modo impropio era lícito llamar también Dios.
La doctrina arriana revelaba un claro influjo de la filosofía helenística, con su noción del Dios supremo —el Summus Deus— y un concepto del Verbo muy afín al Demiurgo platónico, ser intermedio entre Dios y el mundo, y artífice, a la vez, de la creación. La relación existente entre Arrianismo y filosofía griega explica su rápida difusión y la favorable acogida que encontró entre los intelectuales racionalistas impregnados de helenismo. Las consecuencias del Arrianismo para la fe cristiana eran gravísimas y afectaban al dogma de la Redención, que habría carecido de eficacia si el Verbo encarnado —Jesucristo— no fuera verdadero Dios. La Iglesia de Alejandría advirtió la trascendencia del problema y, tras intentar disuadir a Arrio de su error, procedió a condenarle en un sínodo de obispos de Egipto (318). Pero el Arrianismo se había convertido ya en un problema de dimensión universal que requirió la convocatoria del primer concilio ecuménico de la historia cristiana.
El Concilio I de Nicea (325) significó un triunfo rotundo para los defensores de la ortodoxia, entre los cuales destacaban el obispo español Osio de Córdoba y el diácono —luego obispo— de Alejandría, Atanasio. El concilio definió la divinidad del Verbo, empleando un término que expresaba de modo inequívoco su relación con el Padre: homoousios, «consustancial». El «Símbolo» niceno proclamaba que el Hijo, Jesucristo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» es consustancial al Padre. La victoria de la ortodoxia en Nicea fue seguida, sin embargo, por un posconcilio de signo radicalmente opuesto, que constituye uno de los episodios más sorprendentes de la historia cristiana. El partido filoarriano, dirigido por el obispo Eusebio de Nicomedia, logró alcanzar una influencia decisiva en la Corte imperial, y en los años finales de Constantino, y durante los reinados de varios de sus sucesores, pareció que el Arrianismo iba a prevalecen los obispos nicenos más ilustres fueron desterrados y —según la gráfica frase de san Jerónimo— «la tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana».
Desde mediados del siglo IV, el Arrianismo se dividió en tres facciones: los radicales «anomeos», que hacían hincapié en la desemejanza del Hijo con respecto al Padre; los «homeos», que consideraban al Hijo homoios —es decir, semejante— al Padre; y los llamados semiarrianos —los más próximos a la ortodoxia—, para los cuales el Hijo era «sustancialmente semejante» al Padre. La obra teológica de los llamados «Padres capadocios» desarrolló la doctrina nicena y atrajo a muchos seguidores de las tendencias más moderadas del Arrianismo, que en breve tiempo desapareció del horizonte de la Iglesia universal, para sobrevivir tan solo como la forma de cristianismo profesada por la mayoría de los pueblos germánicos invasores del Imperio. La teología trinitaria fue completada en el Concilio I de Constantinopla con la definición de la divinidad del Espíritu Santo, frente a la herejía que la negaba: el Macedonianismo. De este modo, antes de finalizar el siglo IV, la doctrina católica de la Santísima Trinidad quedó fijada en su conjunto en el «Símbolo niceno-constantinopolitano». Había, sin embargo, un aspecto de la teología trinitaria no declarado expresamente en el Símbolo: las relaciones del Espíritu Santo con el Hijo. Este punto daría lugar más tarde a la célebre cuestión del Filio que, destinado a convertirse en manzana de discordia entre el Oriente y el Occidente cristianos.
Definida ya la doctrina de la Santísima Trinidad, la teología hubo de plantearse de modo inmediato el Misterio de Cristo, no en relación con las otras Personas divinas, sino en sí mismo. La cuestión fundamental era, en sustancia, esta: Cristo es «perfecto Dios y perfecto hombre»; pero ¿cómo se conjugaron en Él la divinidad y la humanidad? Frente a esa pregunta, las dos grandes escuelas teológicas de Oriente adoptaron posiciones contrapuestas. La escuela de Alejandría hizo hincapié en la perfecta divinidad de Jesucristo: la naturaleza divina penetraría de tal modo a la humanidad —como el fuego al hierro candente— que se daría una unión interna, una «mezcla» de naturalezas. La escuela de Antioquía insistía, por el contrario, en la perfecta humanidad de Cristo. La unión de las dos naturalezas en Él sería tan solo externa o moral: por ello, más que de encarnación habría que hablar de inhabitación del Verbo, que habitaría en el hombre Jesús como en una túnica o en una tienda.
La cuestión cristológica se planteó abiertamente cuando el obispo Nestorio de Constantinopla, de la escuela antioquena, predicó públicamente contra la Maternidad divina de María, a la que negó el título de Theotokos —Madre de Dios—, atribuyéndole tan solo el de Christotokos —Madre de Cristo—. Se produjeron tumultos populares y el patriarca de Alejandría, san Cirilo, denunció a Roma la doctrina nestoriana. El papa Celestino I pidió a Nestorio una retractación, que este rehusó prestar. El Concilio de Éfeso (431), reunido entonces por el emperador Teodosio II, tuvo un desarrollo muy accidentado, por la rivalidad entre obispos alejandrinos y antioquenos. Mas al final hubo acuerdo y se compuso una profesión de fe en la que se formulaba la doctrina de la «unión hipostática» de las dos naturalezas en Cristo y se llamaba a María con el título de Madre de Dios. Nestorio fue depuesto y desterrado; grupos de partidarios suyos subsistieron, sin embargo, en el Cercano Oriente y constituyeron una Iglesia nestoriana que, durante muchos siglos, desarrolló una importante obra misional por tierras de Asia.
El Patriarcado de Alejandría había alcanzado creciente poder en la primera mitad del siglo V y varios de sus obispos intervinieron activamente en asuntos internos de la propia iglesia de Constantinopla. Ocurrió, además, que tras la muerte de san Cirilo, las tendencias extremistas se impusieron en Alejandría. La doctrina de Éfeso de las