Charles Dickens

David Copperfield


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voy a una tienda de quesos y compro cinco mil quesos de Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno … ». Entre tanto yo veo la secreta alegría de miss Murdstone y medito sobre los quesos sin el menor resultado, sin el menor rayo de luz hasta la hora de almorzar, en que ya estoy como un mulato a fuerza de restregar en la pizarra. Entonces miss Murdstone me da un pedazo de pan seco para ayudarme a resolver el problema, y se me considera castigado para toda la tarde.

      Desde la distancia que da el tiempo, me parece que mis lecciones terminaban por lo general de esta manera… Y yo habría sabido hacerlo si no hubieran estado ellos delante; pero su influencia sobre mí era como la fascinación de dos serpientes sobre un pajarillo. Y aun cuando pasara la mañana con un crédito tolerable, sólo ganaba con ello la comida; pues miss Murdstone no podía soportar el verme sin tarea y, en cuanto se percataba de que no hacía nada, llamaba la atención de su hermano sobre mí diciendo: «Clara, querida mía, no hay nada como el trabajo; pon algún ejercicio a tu hijo», lo que me proporcionaba nueva tarea. En cuanto a jugar y divertirme como los demás niños, no me lo consentían; su sombrío carácter les hacía ver a todos los chiquillos como una raza de pequeñas víboras (a pesar de que había habido un niño entre los discípulos) y decían que se corrompían unos a otros.

      El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue el de hacerme gruñón, sombrío y taciturno. Mucho influía en ello el que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me hubiera embrutecido por completo de no ser por una circunstancia.

      Voy a contarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, había dejado mi padre una pequeña colección de libros de los que nadie se había preocupado. De aquella bendita habitación salieron, como gloriosa hueste, a hacerme compañía, Roderich Ramdom, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza en algo mejor que aquella vida mía. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no lo comprendía. Ahora me sorprende cómo encontraba tiempo, en medio de mis sombrías preocupaciones, para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de ellas y al poner a míster Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

      Lo menos durante una semana fui Tom Jones, un infantil Tom Jones inocente o ingenuo. Durante un mes y pico estuve convencido de que era Roderich Ramdom; lo creía, por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella biblioteca, y durante días y días recuerdo haber recorrido mis regiones armado con un trozo de horma de zapatos y creyéndome la más perfecta encarnación del capitán Fulano, de la marina real inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad aunque recibiera bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas y de todas las lenguas, fueran muertas o vivas.

      Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello veo siempre ante mi espíritu una tarde de verano: los chicos jugaban en el cementerio, y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio, en mi espíritu se asociaban con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con míster Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

      El lector sabe ahora tan bien como yo todo lo que era al llegar a este punto de mi infantil historia. Voy a reanudarla.

      Aquella mañana, cuando llegué al gabinete con mis libros, encontré a mi madre con rostro preocupado, a miss Murdstone con su aire de firmeza y a su hermano trenzando algo alrededor de la contera de su bastón, un bastón flexible de junco, que cuando yo entré empezó a cimbrear en el aire.

      -Cuando te digo, Clara, que a mí me han azotado muchas veces.

      -Es la pura verdad —dijo miss Murdstone.

      -Ciertamente, mi querida Jane -balbució con timidez mi madre-; pero ¿crees que eso le ha hecho a Edward mucho bien?

      -¿Y tú crees que le ha hecho a Edward mucho mal, Clara? -preguntó míster Murdstone gravemente.

      -Esa es la cuestión —dijo su hermana.

      A esto mi madre contestó: «Ciertamente, mi querida Jane», y no dijo más.

      Sentí que estaba interesado personalmente en aquel diálogo, y traté de indagar en los ojos de míster Murdstone, en el momento en que se fijaban en los míos.

      -Ahora, Davy -me dijo, y vi de nuevo su mirada hipócrita-, tienes que prestar más atención que nunca.

      Hizo de nuevo vibrar el junco, y después, habiendo terminado sus preparativos, lo colocó a su lado con una expresiva mirada y cogió un libro.

      Era una buena manera de darme presencia de ánimo para empezar. Sentí que las palabras de mi lección huían, no una por una, como otras veces, ni línea por línea, sino por páginas enteras. Traté de atraparlas; pero parecía, si puedo expresarlo así, que se habían puesto patines y se deslizaban a una velocidad vertiginosa.

      Empezamos mal y seguimos peor. Aquel día había llegado casi con la seguridad de que iba a destacar convencido de que estaba muy bien preparado; pero resultó que era una equivocación mía. Libro tras libro fueron desfilando todos hacia el contingente de los que había que volver a estudiar. Miss Murdstone no nos quitaba ojo, y cuando, por fin, llegamos a los cinco mil quesos (recuerdo que aquel día me hicieron contar a golpes), mi madre se echó a llorar.

      -¡Clara! —dijo miss Murdstone con su voz de reproche.

      -Creo que no me encuentro bien, querida Jane -dijo mi madre.

      Le vi mirar solemnemente a su hermana, mientras se levantaba y decía cogiendo su bastón:

      -Es imposible, Jane, pedir a Clara que soporte con perfecta firmeza la pena y el tormento que Davy le ha ocasionado hoy. Eso sería ya estoicismo. Clara va siendo cada vez más fuerte; pero eso sería pedirle demasiado. David, vamos arriba juntos.

      Cuando ya estábamos fuera de la habitación mi madre corrió tras de nosotros. Miss Murdstone, dijo: «¡Clara! ¿Te has vuelto loca?», y la detuvo. Yo la vi detenerse tapándose los oídos y escuché sus sollozos.

      Murdstone me acompañó a mi habitación despacio y gravemente (estoy seguro de que le deleitaba toda aquella formalidad de justicia ejecutiva), y cuando llegamos cogió de pronto mi cabeza debajo de su brazo.

      -¡Míster Murdstone, Dios mío! -le grité-. Se lo suplico, ¡no me pegue! Le aseguro que hago lo posible por aprender; pero con usted y su hermana delante no puedo recitar. ¡Verdaderamente es que no puedo!

      -¿Verdaderamente no puedes, David? Bien, ¡lo veremos!

      Tenía mi cabeza sujeta como en un tubo; pero yo me retorcía a su alrededor rogándole que no me pegase. Se detuvo un momento, pero sólo un momento, pues un instante después me pegaba del modo más odioso. En el momento en que empezó a azotarme yo acerqué la boca a la mano que me sujetaba y la mordí con fuerza. Todavía siento rechinar mis dientes al pensarlo.

      Entonces él me pegó como si hubiera querido matarme a golpes. A pesar del ruido que hacíamos, oí correr en las escaleras y llorar. Sí; oí llorar a mamá y a Peggotty. Después se marchó, cerrándome la puerta por fuera y dejándome tirado en el suelo, ardiendo de fiebre, desgarrado y furioso.

      ¡Qué bien recuerdo, cuando empecé a tranquilizarme, la extraña quietud que parecía reinar en la casa! ¡Qué bien recuerdo lo malo que empezaba a sentirme cuando la cólera y el dolor fueron pasando!

      Estuve escuchando largo rato;