como si fuera un pecado, pero con mucha ternura, y después, dejando colgar un brazo, conservó en su mano la mía hasta que llegamos cerca de donde él estaba esperando. Allí mamá soltó mi mano y se agarró a su brazo.
Miss Murdstone había llegado. Era una señora de aspecto sombrío, morena como su hermano, a quien se parecía mucho, tanto en el rostro como en la voz; con las cejas muy espesas y casi juntas sobre una gran nariz, como si, al serle imposible a su sexo el llevar patillas a los lados, se las hubiera cambiado de lugar. Traía consigo dos baúles negros y duros como ella, con sus iniciales dibujadas en la tapa por medio de clavos de cobre. Cuando pagó al cochero sacó el dinero de un portamonedas de acero, que luego metió en un saco que era una verdadera prisión, que colgaba de su brazo con una cadena, y chasqueaba al cerrarse. En mi vida he visto una persona tan metálica como miss Murdstone.
La llevaron al salón con muchos aspavientos de bienvenida, y ella, solemnemente, saludó a mi madre como a una nueva y cercana parienta. Después, mirándome, dijo:
-¿Es este su hijo, cuñada mía?
Mi madre me presentó.
-Por lo general, no me gustan los niños -dijo miss Murdstone-. ¿Cómo estás, muchacho?
Bajo aquellas palabras acogedoras, le contesté que estaba muy bien, y que esperaba que a ella le sucediera igual; pero con tal indiferencia y poca gracia, que miss Murdstone me juzgó en tres palabras:
-¡Qué mal educado!
Después de decir esto con mucha claridad, pidió que hicieran el favor de enseñarle su cuarto, que se convirtió desde entonces para mí en lugar de temor y de odio, donde nunca se veían abiertos los dos baúles negros, ni a medio cerrar (pues asomé la cabeza una o dos veces cuando ella no estaba) y donde una serie de cadenas con cuentas de acero, con las que miss Murdstone se embellecía, estaban por lo general colgadas alrededor del espejo con mucho esmero.
Según pude observar, había venido para siempre y no tenía la menor intención de marcharse.
A la mañana siguiente empezó a «ayudar» a mi madre y se pasó todo el día poniendo las cosas en «orden» y cambiando todas las antiguas costumbres. La primera cosa rara que observé en ella fue que estaba constantemente preocupada con la sospecha de que las criadas tenían escondido un hombre en la casa. Bajo la influencia de aquella convicción inspeccionaba la carbonera a las horas más intempestivas, y casi nunca abría la puerta de un ropero o de una alacena oscura sin volverla a cerrar precipitadamente, en la creencia de que le había encontrado.
Aunque miss Murdstone no tenía nada de aéreo, era una verdadera alondra tratándose de madrugar. Se levantaba (y yo creo que desde esa hora ya buscaba al hombre) antes que nadie hubiese dado señales de vida en la casa. Peggotty opinaba que debía de dormir con un ojo abierto; pero yo no lo creía, pues había intentado hacerlo y me convencí de que era imposible.
La primera mañana después de su llegada llamó antes de que cantara el gallo, y cuando mi madre bajó para el desayuno y se puso a hacer el té, miss Murdstone, dándole un cariñoso picotazo en la mejilla (era su manera de besar), le dijo:
-Ahora, Clara, querida mía, yo he venido aquí, como sabes, para evitarte todas las preocupaciones que pueda. Tú eres demasiado bonita y demasiado niña (mi madre enrojeció, sonriendo, y no parecieron disgustarle aquellos adjetivos) para tener sobre ti tantos deberes penosos que puedo resolver yo. Por lo tanto, si te parece bien, dame las llaves, querida mía, y en lo sucesivo yo me ocuparé de todas esas cosas.
Desde aquel momento miss Murdstone no se separó de las llaves; durante el día las llevaba en su saquito de acero, y por la noche las metía debajo de la almohada, y mi madre no tuvo que volver a ocuparse de ellas más que yo lo hacia.
Sin embargo, no abandonó su autoridad sin una sombra de protesta. Una noche en que miss Murdstone había estado explicando ciertos proyectos domésticos a su hermano, que los aprobaba, mi madre, de pronto, empezó a llorar y dijo que por lo menos podían haberle consultado.
-¡Clara! -dijo míster Murdstone severamente- ¡Clara! ¡Me sorprendes!
-¡Oh! Es muy cómodo decir que te sorprende, Edward —exclamó mi madre-, y está muy bien hablar de firmeza; pero a ti tampoco te hubiera gustado.
«Firmeza», según pude observar, era la gran cualidad de que los hermanos Murdstone presumían. No sé si en aquella época habría sabido expresar qué entendía yo si me hubieran obligado a hacerlo; pero desde luego comprendía claramente que aquella palabra quería decir tiranía, y expresaba el terco, arrogante y diabólico carácter de los dos. Su credo, como puedo establecerlo ahora, era este: míster Murdstone tenía gran firmeza; nadie a su alrededor era tan fume como míster Murdstone; nadie de los que le rodeaban debía ser firme en absoluto, pues todos debían doblegarse ante su firmeza. Miss Murdstone era una excepción; podía ser firme, pero sólo relativamente y en un grado inferior y tributario. Mi madre era otra excepción; podía ser firme y debía serlo, pero solamente sometiéndose a su firmeza y creyendo firmemente que no había otra firmeza sobre la tierra.
-Es muy duro -decía mi madre- que en mi propia casa…
-¿Mi propia casa? -repitió míster Murdstone-. ¡Clara!
-Nuestra propia casa quiero decir -balbució mi madre con miedo evidente-. Espero que sepas lo que quiero decir, Edward. Es muy duro que en tu propia casa yo no pueda decir una palabra sobre los asuntos domésticos. Y antes de casarme lo hacía bien, estoy segura. Hay quien puede atestiguarlo -dijo mi madre sollozando-. Pregúntale a Peggotty si no lo hacía bien cuando nadie se metía en ello.
-Edward -dijo miss Murdstone-, déjame poner fin a esto. Me marcho mañana.
-Jane —dijo su hermano-, cállate. ¿Es que no conoces mi carácter mejor de lo que tus palabras indican?
-Puedes estar segura -dijo mi madre, que perdía terreno, deshecha en lágrimas- que no quiero que se marche nadie. Sería muy desgraciada si te fueses. No pido mucho. Soy bastante razonable. Sólo quiero que se me consulte de vez en cuando. Estoy muy agradecida a todos los que me ayudan, y sólo deseo que se me consulte, aunque no sea más que por cortesía, de vez en cuando. Yo antes creía que me querías precisamente por ser una chiquilla sin experiencia, Edward, me lo asegurabas; pero ahora parece que me odias por ello. ¡Eres tan severo!
-Edward -dijo miss Murdstone de nuevo-, te pido que me dejes poner fin a todo esto. Me voy mañana.
-Jane -tronó su hermano—, ¿te quieres callar? ¿Cómo te atreves?
Miss Murdstone sacó de su prisión de acero el pañuelo y lo puso delante de sus ojos.
-¡Clara! -continuo él mirando a mamá-. Me sorprendes, me dejas atónito. En efecto; para mí era una satisfacción el pensar que me casaba con una persona sencilla y sin experiencia, y que yo formaría su carácter infundiéndole algo de esa firmeza y decisión de la cual estaba tan necesitada. Pero cuando a Jane, que ha sido tan buena que por cariño a mí quiere ayudarme en esta empresa y para ello está casi haciendo el oficio de un ama de llaves; cuando veo que, en lugar de agradecérselo, le correspondes de una manera tan baja…
-Edward, te lo ruego, te lo suplico -exclamó mi madre-; no me acuses de ingrata. Estoy segura de que no lo soy. Nadie ha dicho nunca que lo fuera. Tengo muchos defectos, pero ese no. ¡Oh, no! Te lo aseguro, querido.
-Cuando Jane encuentra, como digo -prosiguió cuando mi madre dejó de hablar-, una recompensa tan baja, aquellos sentimientos míos se entibian y alteran.
-¡No digas eso, amor mío! -imploró mi madre-. ¡Oh, no, Edward! No puedo soportar el oírtelo. A pesar de todo, soy cariñosa, sé que soy cariñosa. Si no estuviera segura de que lo soy, no lo diría. Pregúntale a Peggotty. Estoy segura que te dirá que soy muy cariñosa.
-No hay ninguna debilidad, Clara —dijo míster Murdstone a modo de réplica—, por grande que sea, que resulte importante para mí. Tranquilízate.
-Te lo ruego, seamos amigos -dijo mi madre- Yo no podría vivir entre la frialdad o la dureza. ¡Estoy tan triste! Tengo muchos