Charles Dickens

David Copperfield


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puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?

      Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:

      -Yo nunca le he puesto ningún nombre.

      -¿Quién se lo ha puesto entonces? -dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.

      -Su padre fue quien se lo puso -me contestó.

      -¡Yo creía que era usted su padre!

      -Mi hermano Joe era su padre —dijo.

      -¿Y ha muerto, míster Peggotty? -insinué, después de una pausa respetuosa.

      -Ahogado -dijo míster Peggotty.

      Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé a temer si no estaría también equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Tenía tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir preguntando:

      -Pero la pequeña Emily -dije mirándola-, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?

      -No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.

      No pude resistirlo a insinué, después de otro silencio respetuoso:

      -¿Ha muerto, míster Peggotty?

      -Ahogado —dijo mister Peggotty.

      Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:

      -Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?

      -No, señorito -me contestó con una risa corta—, soy soltero.

      -¡Soltero! -exclamé atónito- Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? -dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media.

      -Esa es mistress Gudmige —dijo míster Peggotty.

      -¿Gudmige, míster Peggotty?

      Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peggotty particular) empezó a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y Emily eran un sobrino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que había muerto muy pobre.

      -Él tampoco es más que un pobre hombre -dijo Peggotty-, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.

      Estos eran sus símiles.

      Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicación gramatical sobre aquella terrible frase «tomar el portante», que todos ellos consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.

      Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham colgando dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que había visto en el techo; y en el más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sentí un cobarde temor de la gran oscuridad creciente de la noche. Pero me convencí a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hombre como míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.

      Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña Emily a coger caracoles en la playa.

      -¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? -dije a Emily.

      No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos claros, se me ocurrió aquello.

      -No —dijo Emily, sacudiendo su cabecita—, me da mucho miedo el mar.

      -¡Miedo! -dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso- A mí no me da miedo.

      -¡Ah!, pero es tan malo a veces -dijo Emily-. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.

      -Espero que no fuera el barco en que…

      -¿En el que mi padre murió ahogado? —dijo Emily. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.

      -¿Ni tampoco a él? -le pregunté.

      Emily sacudió la cabecita.

      -Que yo recuerde, no.

      ¡Qué coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cómo yo tampoco había visto nunca a mi padre, y cómo mamá y yo habíamos vivido siempre solos en el estado de mayor felicidad imaginable, y así vivíamos todavía, y así viviríamos siempre. También le conté que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la sombra de un árbol, y que yo iba allí a pasearme muchas mañanas para oír cantar a los pájaros. Sin embargo, parece ser que había algunas diferencias entre la orfandad de Emily y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba la tumba de este último, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las profundidades del mar.

      -Y además —dijo Emily mientras buscaba conchas y piedras- tu padre era un caballero y tu madre una señora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi tío Dan también es pescador.

      -¿Dan es míster Peggotty? —dije yo.

      -El tío Dan -contestó Emily, señalando el barco-casa.

      -Sí, a él me refiero. ¿,Debe de ser muy bueno, verdad?

      -¿Bueno? -dijo Emily-. Si yo fuera señora, le daría una chaqueta azul cielo con botones de diamantes, un pantalón con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero.

      Yo no dudaba de que míster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo confesar que me costaba trabajo imaginármelo cómodo en la indumentaria propuesta por su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que más dudaba era de la utilidad del sombrero de tres picos. Sin embargo, guardé aquellos pensamientos para mí.

      La pequeña Emily, mientras enumeraba aquellas maravillas, se había parado y miraba al cielo como si le pareciera una visión gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar guijarros y conchas.

      -¿Te gustaría ser una dama? -le dije.

      Emily me miró y se echó a reír, diciéndome que sí.

      -Me gustaría mucho, porque entonces todos seríamos damas y caballeros: yo, mi tío, Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparíamos cuando hubiese tormenta. Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparíamos mucho por los pobres pescadores y los ayudaríamos con dinero cuando les sucediera algún percance.

      Este cuadro me pareció tan hermoso, que lo encontré bastante probable, y expresé la alegría que me causaba pensar en ello. La pequeña Emily tuvo entonces el valor de decirme, tímidamente:

      -Y ahora ¿no crees que te da miedo el mar?

      En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia mí hubiese huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos parientes ahogados. Sin embargo, le contesté: «No», y añadí: «Y