Yo no podía por menos de pensar, mientras le oía todo aquello, que la desgracia se extendía a algunos otros miembros de la familia además de a ella. Pero a míster Peggotty no se le ocurrió hacer semejante observación, limitándose a contestarla con otro ruego para que tuviera valor.
-Yo misma no sé lo que desearía ser; pero sé lo que soy. Mis desgracias me han agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Desearía no sentir, pero siento. Quisiera poder ser dura de corazón; pero no puedo. Hago la casa insoportable, y no me sorprende. Hoy mismo he estado todo el día molestando a su hermana y al señorito Davy.
Al oír esto me sentí conmovido y grité con gran turbación:
-¡No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige!
-Comprendo que no debía decirlo; pero preferiría ir al asilo y morir allí. Soy una criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aquí fastidiando. Sí, las cosas van contra mí, y yo también voy contra todo. Déjenme que vaya a llevar la contraria en el asilo. Dan, lo mejor es que me vaya allí y le libre de esta pejiguera.
Mistress Gudmige se retiró con estas palabras y se metió en la cama. Cuando se hubo marchado, míster Peggotty, que sólo había demostrado un sentimiento de profunda simpatía, nos miró a todos, y moviendo la cabeza todavía con una marcada expresión del mismo sentimiento, dijo en un murmullo:
-Es que ha estado pensando en el «viejo» .
Yo no comprendía bien quién era el viejo en quien suponían que tenía puesto el pensamiento mistress Gudmige, hasta que Peggotty, al acostarme, me explicó que se trataba del difunto míster Gudmige, y que su hermano siempre la compadecía muy sinceramente en aquellas ocasiones y hasta se conmovía. Un rato después, cuando ya se había acostado en su hamaca, le oí repetirle a Ham: «Pobrecilla, ha estado pensando en el viejo». Y siempre que mistress Gudmige estuvo de aquel humor, durante nuestra estancia allí (lo que sucedía muy a menudo), él repetía la misma disculpa, siempre con igual conmiseración.
Así pasaron los quince días, sin más variación que las de las mareas, que alteraban las horas de ir y venir de míster Peggotty, y también las ocupaciones de Ham. Este último, cuando no tenía trabajo, se venía de paseo con nosotros y nos enseñaba los barcos y los buques, y una o dos veces nos embarcó con él. No sé por qué a veces una ligera impresión se asocia más particularmente con un sitio que otras, aunque creo que esto le sucede a la mayoría de la gente; sobre todo me refiero a las asociaciones de la infancia. Nunca he oído o leído el nombre de Yarmouth sin recordar al momento cierto domingo por la mañana en la playa: las campanas sonaban en la iglesia; la pequeña Emily se apoyaba en mi hombro; Ham lanzaba perezosamente piedras al agua; y el sol, a lo lejos, en el mar, salía de la niebla como su propio espectro.
Por último llegó el día de volver a casa. Tenía valor para separarme de míster Peggotty y de mistress Gudmige; pero la angustia de mi espíritu al dejar a la pequeña Emily era agudísima. Fuimos del brazo hasta la posada donde paraba el carretero. Yo, en el camino, le prometí escribirle (más adelante cumplí mi promesa con letras más grandes que las de los anuncios que se ponen en los pisos para alquilar). A1 partir, nuestra emoción fue enorme, y si alguna vez en mi vida he sentido hacerse el vacío en mi corazón, fue aquel día.
Durante el tiempo de mi visita me había despreocupado de mi casa, y había pensado poco o nada en ella. Pero tan pronto como estuve en camino, mi infantil conciencia parecía reprochármelo, señalándome la ruta con el dedo, y cuanto más abatido estaba mi espíritu, más sentía que aquél era mi refugio y mi madre la amiga que mas me consolaba.
Este sentimiento se apoderaba de mí cada vez con mayor fuerza a medida que avanzábamos y que las cosas familiares salían a nuestro encuentro, y me sentía cada vez más excitado por el deseo de encontrarme en sus brazos.
Peggotty, en lugar de unirse a mi alegría, trataba de calmarla (aunque muy tiernamente) y parecía confusa y descontenta.
A pesar suyo, Blooderstone Rookery saldría a nuestro encuentro en cuanto quisiera el caballo del carretero. Y ¡qué bien recuerdo cómo lo vi en aquella tarde fría y gris, con el cielo nublado amenazando lluvia!
La puerta se abrió y yo miré, mitad riendo, mitad llorando, con la agitación de mi alegría. Pero ¡no era mamá!; era una criada extraña.
-¡Cómo, Peggotty! -dije tristemente-. ¿Será que mamá no ha vuelto todavía a casa?
-Sí, sí, Davy -dijo Peggotty-; ha vuelto. Espera un momento y te… diré una cosa.
Entre su nerviosismo y su natural torpeza al bajarse del carro, Peggotty estaba haciendo las contorsiones más extravagantes; pero yo estaba demasiado desconcertado para decirle nada. Cuando bajó me cogió de la mano y, con gran sorpresa para mí, me metió en la cocina y cerró la puerta.
-¡Peggotty! -dije completamente asustado—. ¿Qué sucede?
-No ocurre nada. ¡Dios lo bendiga, mi querido Davy! -contestó fingiendo alegría.
-Ha ocurrido algo, estoy seguro. ¿Dónde está mamá?
-¿Dónde está mamá, señorito Davy? -me imitó Peggotty.
-Sí. ¿Por qué no estaba en la puerta? ¿Por qué hemos entrado aquí? ¡Oh Peggotty!
Se me llenaban los ojos de lágrimas, y sentí como si fuera a caerme.
-¡Dios te bendiga, niño querido! —exclamó Peggotty sosteniéndome-. Pero ¿qué te pasa? ¡Habla, pequeño!
-¿Se ha muerto también? ¡Oh! ¿Se ha muerto, Peggotty?
-No -gritó Peggotty con una energía de voz atronadora.
Y se sentó y empezó a jadear, diciendo que aquello había sido un golpe tremendo.
Le di un abrazo para disminuir el golpe, o para darle otro más directo, y después permanecí en pie ante ella, mirándola ansiosamente.
-¿Sabes, querido? Debía habértelo dicho antes -dijo Peggotty-; pero no he encontrado oportunidad. Debía haberlo hecho; pero no podía decidirme.
Estas fueron, exactamente, las palabras de Peggotty.
-Sigue, Peggotty -dije, todavía más asustado que antes.
-Señorito Davy -dijo Peggotty desanudando su cofia de un manotazo y hablando de una manera entrecortada-. Pero ¿qué te pasa? Es sencillamente que tienes de nuevo un papá.
Temblé y me puse pálido. Algo (no sé qué ni cómo) unido con la tumba del cementerio y la resurrección de los muertos pareció rozarme como un viento mortal.
-Otro nuevo -añadió Peggotty.
-¿Otro nuevo? -repetí yo.
Peggotty tosió un poco, como si se hubiera tragado algo demasiado duro, y agarrándome de la manga dijo:
-Ven a verle.
-No lo quiero ver.
-Y a tu mamá -dijo Peggotty.
Ya no retrocedí, y fuimos directamente al salón, donde ella me dejó.
A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro, míster Murdstone. Mi madre dejó caer su labor y se levantó precipitadamente; pero me pareció que con timidez.
-Ahora, mi querida Clara -dijo míster Murdstone-, ¡acuérdate! ¡Hay que dominarse siempre! ¡Dominarse! ¡Hola, muchacho! ¿Cómo estás?
Le di la mano. Después de un momento de duda fui y besé a mi madre; ella me besó y me acarició dulcemente en el hombro. Después se volvió a sentar con su labor. Yo no podía mirarla; tampoco podía mirarle a él. Estaba convencido de que nos observaba, y me volví hacia la ventana y miré los arbustos, mojados en el frío. Tan pronto como pude escapar me subí al piso de arriba. Mi antigua y querida alcoba no existía; tenía que habitar mucho más lejos. Volví a bajar las escaleras, con la esperanza de encontrar algo que no hubiera cambiado. Todo estaba distinto. Entré en el patio; pero