Charles Dickens

David Copperfield


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para otro, comprendí que había sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.

      -Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido -gritó Peggotty.

      En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la posada, y me preguntó por mi salud como a un antiguo conocido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin embargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas redondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabellos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cordero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin piernas dentro. Sombrero, en realidad, no se podía decir que llevaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo embreado como un barco viejo.

      Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por delante de cordelerías, arsenales de construcción y de demolición, arsenales de calafateo, de herrerías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:

      -Esta es nuestra casa, señorito Davy.

      Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no conseguí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pudiera parecer una casa.

      -¿No será eso? -dije- ¿Eso que parece una barca?

      -Precisamente eso, señorito Davy -replicó Ham.

      Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravillas, creo que no me hubiera seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un lado, y tenía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consistía en que era un barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que no había sido hecho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera parecido pequeña o incómoda o demasiado aislada; pero no habiendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.

      Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que había pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las paredes había algunas láminas con marcos y cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables. Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de carpintería que yo consideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el mundo. En las vigas del techo había varios ganchos, cuyo uso no adiviné entonces; algunos baúles y cajones servían de asiento, aumentando así el número de sillas.

      Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un primer vistazo, de acuerdo con mi teoría de observación infantil. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el timón; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesilla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.

      Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sacaba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confié este descubrimiento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encontré gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en el que también se metían los pucheros y cacerolas.

      Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del mundo (así me lo pareció), con un collar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Después que hubimos comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su hermano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, señor de la casa.

      -Muy contento de verte -dijo míster Peggotty-; nos encontrará usted muy rudos, señorito, pero siempre dispuestos a servirle.

      Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que sería feliz en un sitio tan delicioso.

      -¿Y cómo está su mamá? —dijo míster Peggotty-. ¿La ha dejado usted en buena salud?

      Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.

      -Le aseguro que se lo agradezco mucho -dijo míster Peggotty-. Muy bien, señorito; si puede usted estarse quince días contento entre nosotros —dijo mirando a su hermana, a Ham y a la pequeña Emily-, nosotros, muy orgullosos de su compañía.

      Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.

      Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las noches eran frías y brumosas entonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento sobre el mar, saber que la niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pensar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.

      La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más bajo de los cajones, que era precisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía estar a propósito esperándonos en un rincón al lado del fuego.

      Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham había estado dándome una primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio