Charles Dickens

David Copperfield


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veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tenía guardados, ni que fuera tan a menudo a casa de la misma vecina; pero no lograba comprender por qué.

      Poco a poco llegué a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin gustarme más que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin más razón para ello que una instintiva antipatía de niño y un vago sentimiento de que Peggotty y yo debíamos bastar a mi madre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de haber sido mayor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Podía observar pequeñas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por encima de mis fuerzas.

      Una mañana de otoño estaba yo con mi madre en el jardín, cuando míster Murdstone (entonces ya sabía su nombre) pasó por allí a caballo. Se detuvo un momento a saludar a mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tenía unos amigos, dueños de un yate, y me propuso muy alegremente llevarme con él montado en la silla si me gustaba el paseo.

      Era un día tan claro y alegre, y el caballo, mientras piafaba y relinchaba a la puerta del jardín, parecía tan gozoso al pensar en el paseo, que sentí grandes deseos de acompañarlos.

      Subí corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, míster Murdstone desmontó, y con las bridas del caballo debajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado del seto, mientras mi madre le acompañaba, paseando también lentamente, por dentro del jardín. Me reuní con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecían examinar el seto que había entre ellos mientras andaban; y también que Peggotty, que estaba de muy buen humor, pasó en un momento a todo lo contrario, y comenzó a peinarme de un modo violento.

      Pronto estuvimos míster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado del camino. Me sostenía cómodamente con un brazo; pero yo no podía estarme tan quieto como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para mirarle. Míster Murdstone tenía una clase de ojos negros «vacíos». No encuentro otra palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran por un momento como una máscara. Varias de las veces que le miré le encontré con aquella expresión, y me preguntaba a mí mismo, con una especie de terror, en qué estaría pensando tan abstraído.

      Vistos así de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron más negros y más abundantes;.nunca hubiera creído que fueran así. La parte inferior de su rostro era cuadrada; esto y la sombra de su barba, muy negra, que se afeitaba cuidadosamente todos los días, me recordaba una figura de cera que habían recibido haría unos seis meses en nuestra vecindad. Sus cejas, muy bien dibujadas, y el brillante colorido de su cutis (al diablo su cutis y al diablo su memoria), me hacían pensar, a pesar de mis sentimientos, que era un hombre muy guapo. No me extraña que mi pobre y querida madre pensara lo mismo.

      Llegamos a un hotel a orilla del mar, donde encontramos a dos caballeros fumando en una habitación. Cada uno estaba tumbado lo menos en cuatro sillas, y tenían puestas unas chaquetas muy amplias. En un rincón había un montón de abrigos, capas para embarcarse y una bandera, todo empaquetado junto.

      Cuando entramos, los dos se levantaron perezosamente y dijeron:

      -¡Hola, Murdstone! ¡Creíamos que te habías muerto!

      -Todavía no —dijo Murdstone.

      -¿Y quién es este chico? -dijo, cogiéndome, uno de los caballeros.

      -Es Davy —contestó Murdstone.

      -Davy, ¿qué? —dijo el caballero-. ¿Jones?

      -Copperfield -dijo Murdstone.

      -¡Ah, vamos! ¡El estorbo de la seductora mistress Copperfield, la viudita bonita! -exclamó el caballero.

      -Quinion -dijo Murdstone-, tenga usted cuidado. Hay gente muy avispada.

      -¿Quién? -preguntó el otro, riéndose.

      Yo miré enseguida hacia arriba; tenía mucha curiosidad por saber de quién hablaban.

      -Hablo de Brooks de Shefield -dijo míster Murdstone.

      Me tranquilicé al saber que sólo se trataba de Brooks de Shefield, porque en el primer momento había creído que hablaban de mí.

      Debía de haber algo muy cómico en la fama de míster Brooks de Shefield, pues los otros dos caballeros se echaron a reír al oírle nombrar, y a míster Murdstone también pareció divertirle mucho. Después que hubieron reído un rato, el caballero a quien habían llamado Quinion dijo:

      -¿Y cuál es la opinión de Brooks de Shefield en lo que se refiere al asunto?

      -No creo que Brooks entienda todavía mucho de ello -replicó míster Murdstone-; pero en general no me parece favorable.

      De nuevo hubo más risas, y míster Quinion dijo que iba a mandar traer una botella de sherry para brindar por Brooks. Cuando trajeron el vino me dio también a mí un poco con un bizcocho, y antes de que me lo bebiera, levantándome el vaso, dijo:

      -¡A la confusión de Brooks de Shefield!

      El brindis fue recibido con aplausos y grandes risas, lo que me hizo reír a mí también. Entonces ellos rieron todavía más. En resumen, nos divertimos mucho.

      Luego estuvimos paseando; después nos fuimos a sentar en la hierba, y más tarde lo estuvimos mirando todo a través de un telescopio. Yo no podía ver nada cuando lo ponían ante mis ojos, pero decía que veía muy bien. Después volvimos al hotel para almorzar. Todo el tiempo que estuvimos en la calle los amigos de míster Murdstone fumaron sin cesar, lo que, a juzgar por el olor de su ropa, debían de estar haciendo desde que habían salido los trajes de casa del sastre. No debo olvidar que fuimos a visitar el yate. Allí ellos tres bajaron a una cabina donde estuvieron mirando unos papeles. Yo los veía completamente entregados a su trabajo cuando se me ocurría mirar por la claraboya entreabierta. Durante aquel tiempo me dejaron con un hombre encantador, con abundantes cabellos rojos y un sombrero pequeño y barnizado encima. También llevaba una camisa o un jersey rayado, sobre la que se veía escrito en letras mayúsculas Alondra. Yo pensé que sería su nombre, y que, como vivía en un barco y no tenía puerta donde ponerlo, se lo ponía encima; pero cuando le llamé míster Alondra me dijo que aquel no era su nombre, sino el del barco.

      Durante todo el día pude observar que míster Murdstone estaba más serio y silencioso que los otros dos caballeros, los cuales parecían muy alegres y despreocupados, bromeando de continuo entre ellos, pero muy rara vez con él. También me pareció que era más inteligente y más frío y que lo miraban con algo del mismo sentimiento que yo experimentaba. Pude observar que una o dos veces, cuando míster Quinion hablaba, miraba de reojo a míster Murdstone, como para cerciorarse de que no le estaba desagradando; y en otra ocasión, cuando míster Pannidge (el otro caballero) estaba más entusiasmado, Quinion le dio con el pie y le hizo señas con los ojos para que mirase a míster Murdstone, que estaba sentado aparte y silencioso. No recuerdo que míster Murdstone se riera en todo el día, excepto en el momento del brindis por Shefeld, y eso porque había sido cosa suya.

      Volvimos temprano a casa. Hacía una noche muy hermosa, y mi madre y él se pasearon de nuevo a lo largo del seto, mientras yo iba a tomar el té. Cuando míster Murdstone se marchó, mi madre me estuvo preguntando qué había hecho durante el día y lo que habían dicho y hecho ellos. Yo le conté lo que habían comentado de ella, y ella, riendo, me dijo que eran unos impertinentes y que decían tonterías; pero yo sabía que le gustaba. Lo sabía con la misma certeza que lo sé ahora. Aproveché la ocasión para preguntarle si conocía a míster Brooks de Shefield; pero me contestó que no, y que suponía que se trataría de algún fabricante de cuchillos.

      ¿Cómo decir que su rostro (aun sabiendo que ha cambiado y que no existe) ha desaparecido para siempre, cuando todavía en este momento le estoy viendo ante mí tan claro como el de una persona a quien se reconocería en medio de la multitud? ¿Cómo decir que su inocencia y de su belleza infantil, han desaparecido, cuando todavía siento su aliento