verre», en italiano «il grande vetro». No se trata de un cristal ni de una jarra misteriosa. Es, sencillamente, la posibilidad de sentir una inmensa emoción ante obras que han sabido hospedar en su seno una auténtica hemorragia de pronósticos ¿Cómo podemos transmitir a nuestro alumnado el extremo gozo que nos ha causado contemplar tales pinturas?
Fig. 2.3 La riqueza plástica de ciertos elementos periféricos, como los pasillos, las columnas o las señales de emergencia, también puede resultar atractiva para generar postulados educativos. Pinacoteca de Brera, Milán. Uno de los museos más conocidos del mundo.
El autor Ian Ground nos ayuda de nuevo ante nuestra duda sobre el interés y el encuentro estético. Según él «la mayor parte de las obras de arte nos encuentra a nosotros». Insiste en la conveniencia de generar el encuentro, porque «una vez hemos conseguido una orientación apropiada respecto al objeto, puede que estemos ya en disposición de ver ese cuadro particular en toda su especificidad», lo que no deja de ser una empresa básicamente perceptual, dado que el resto de fragmentos de conocimiento relevantes sobre la obra no debe entenderse como una manera de capacitarnos para construir teorías especiales sobre tipos de objetos, sino para ver, para oír, para sentir (Ground, 2008: 133), al contrario de lo que podría ocurrir cuando se pretende un trasfondo de competencia, lo que llevaría a la errónea conclusión de que «una obra de arte ha de ser concebida como una especie de teoría sobre la experiencia del objeto que uno ha tenido» (Ground, 2008: 132). Apoyándonos en la reflexión de Ground, llegamos a la conclusión (el ejemplo es suyo) de que a los turistas que visitan los museos se los trata prácticamente como si fuesen seres de otra galaxia. En el caso de la maestra con su grupo de alumnado escolar, la galaxia de la que proceden es la escuela. Han dejado el aula para transportarse en el tiempo y en el espacio a otro planeta, el planeta museo. Los lenguajes que usan la escuela y el museo respecto al arte suelen diferir en cuanto a criterio de percepción y apreciación. Y redundando en lo que habíamos advertido, si el lenguaje mediático del espectáculo acaba poseyendo al museo, la distancia respecto a los intereses de la escuela habrá llegado a cotas tan altas que ya no podremos volver a lo que nuestro autor propone, en el sentido de que «la experiencia que uno tiene de una obra de arte se parece bastante menos a un tipo especial de evento y bastante más a un tipo especial de relación» (Ground, 2008: 183).
El museo es un territorio, un lugar en el que vamos a encontrar y a provocar mudanzas. Mudará nuestra percepción y se acelerará la capacidad de generar encuentros con las obras y con las periferias, con todo aquello que envuelve el emocionante y mágico firmamento del arte. Esto puede ser transmitido a nuestros alumnos, si en verdad hemos adecuado nuestra condición de usuario, de público, a lo que se nos presenta como una experiencia personal y con relación al grupo, a lo vivido por todos los que se han acercado a dicha aventura siempre cómplice. Ground se rebela contra la presunción de ciertos personajes (recordemos al personaje Mary de Manhattan, o al grupo de especialistas del museo inglés en Bean), advirtiendo de que «la capacidad de reírse abiertamente de uno mismo por nuestra pedantería o presunción es algo inimaginable en un ser que no sea capaz de disfrutar tipos complejos de orden. Lo divertido es un modo categorialmente estético de aprehensión del mundo» (Ground, 2008: 110), para posteriormente recordarnos que «las preferencias y los gustos no son simplemente sombras proyectadas por los deseos, estirándose y encogiéndose sin ninguna consecuencia. Son en sí mismas fuentes de iluminación».
De nuevo el cine, como detonante de mitos durante más de un siglo, nos puede ayudar en la tarea de implicar a nuestro alumnado en el entramado del arte. La película Titanic, el espectáculo visual que nos regaló James Cameron en 1997, narra en realidad las peripecias de un aspirante a artista visual, interpretado por el actor Leonardo di Caprio, que andaba buscado fortuna en la Europa de las primeras vanguardias artísticas, pero que vuelve desolado a su país, Estados Unidos, tras un período de formación en París. No podemos olvidar aquí otra joya del cine que también narra las andanzas de un joven artista norteamericano, en este caso buscando fortuna en la Europa de la posguerra. Nos referimos al musical de 1951 Un americano en París de Vincente Minelli –interpretado por Gene Kelly y Leslie Caron, y con partitura de George Gershwin–, en el que también se narra la ilusionante aventura de un joven con más ambición que talento. Ambas historias nos aportan suficiente material con el que elaborar propuestas educativas, en la línea que proponen Ambrós y Breu (2007: 10) cuando proclaman que la integración del cine en el aula es una necesidad, un encuentro plagado de ocasiones que carece todavía de suficientes propuestas didácticas, una opción con inmensas posibilidades para el profesorado.
Fig. 2.4 La propia llegada al museo nos prepara como usuarios para una visita singular. Podemos involucrar a nuestro alumnado en el atractivo espacio de descubrimiento que generan las expectativas. El Museo Artequín de Santiago de Chile se encuentra ubicado en el edificio que fue pabellón nacional durante la Exposición Universal de París.
De la película Titanic queremos destacar la escena en la que la protagonista, Rose (Kate Winslet), se encuentra ordenando su lujoso camarote, una inmensa habitación plagada de objetos y con una recargada decoración muy propia de los inicios del siglo XX. Ella pertenece a una familia americana con más pedigrí que caudal económico. Madre e hija han viajado a Europa como muestra de su aparente posición, ya que pertenecen a un estamento social con presumible poder adquisitivo. Mientras Rose revisa los cuadros que ha comprado en París, su prometido le recrimina: «Otra vez esos cuadros pintados con el dedo. ¡Menuda forma de tirar el dinero!». Por su parte, ella, embelesada con las pinturas, responde: «Son fascinantes. Es como estar en un sueño. Hay una verdad, pero no lógica»; la criada, interesándose, pregunta: «¿Cómo se llama el artista?», a lo que Rose contesta: «Algo como... Picasso», para que su novio, socarronamente, sentencie: «Algo como Picasso. Nunca será nadie. Nunca, créeme». Vista la escena con nuestra perspectiva histórica, nos resulta cómica, y por otra parte nos habla de la capacidad de vaticinio que demuestra Rose, a quien desde ese momento ya tenemos en mayor consideración, en contra de lo que opinamos de su pretendiente oficial, que culmina la escena con una frase irónicamente decisiva: «Al menos han resultado baratos» (se supone que es él quien ha pagado los cuadros-regalo que deseaba Rose).
La escena del camarote de Rose en Titanic es corta pero intensa. Nos presenta al personaje en su primera intervención de la película. Rose pulula por el camarote con pinturas en las que reconocemos a pintores como Degas, Braque, Monet y, evidentemente, Picasso. Con sus calculados elementos podría servirnos para lanzar un compendio de ideas sobre arte, artistas, mercado, marchantes, mecenazgo y tantas otras cuestiones vinculadas a la promoción de las obras y los artistas en todas las épocas de la historia. Rose mira un cuadro que tiene en sus manos. Cuando la cámara nos presenta la obra vemos Las señoritas de Aviñón pintadas en aquel lienzo. Se trata de una recreación, ya que ni las medidas ni las proporciones coinciden con el original de Picasso. En realidad, esta obra (el original) pertenece al MOMA, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y evidentemente no viajó a América en el Titanic, sin embargo, la libertad que se toma el guionista al introducir este cuadro en la película se precipita de lleno en los tentáculos del aura artística. Como en tantas otras cuestiones, el mecenazgo es una hábil estrategia que los norteamericanos utilizan para difundir y promocionar a las familias que realizan donaciones a las instituciones públicas y/o privadas. Un buen ejemplo lo tenemos en la proyección internacional de la colección Guggenheim. Aunque el resultado más ejemplar en este sentido es la flema británica, con el estandarte «Tate».
El Tate Modern (inaugurado en el año 2000) es en la actualidad uno de los museos más visitados del mundo. Ubicado en Londres, ocupa un inmenso edificio a las orillas del río Támesis, frente a la catedral de Saint Paul. Tate se ha convertido en la marca estrella de la museología británica. Los inicios del imperio Tate están emparentados con el sabor dulce del azúcar. Henry Tate, dueño de una cadena de tiendas de ultramarinos, se asoció con John Wright & Co. en 1859. En 1869 rebautizó esta compañía como Henry Tate & Sons, de la que Lancen obtuvo la patente para fabricar terrones de azúcar. Poco después abrió una nueva