Aurora Astor Guardiola

Proceso a la leyenda de las Brontë


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por naturaleza, es decir, en ese mundo externo formado por los cielos que con su luz u oscuridad nos acogen cada día, en las montañas cuyos nombres aprendimos a reconocer sobre un atlas escolar, en los espacios verdes o desérticos, amados u olvidados dependiendo de cuál ha sido nuestra relación con ellos. Pero el paisaje de las personas, el verdadero paisaje humano, va más allá de esta naturaleza sin la que no podría existir. Aunque pertenecen a la tierra y forman parte de ella, su paisaje no sólo consta de lo que el término naturaleza abarca: montañas, árboles, ríos, lluvia, desiertos o praderas. Biológicamente, el ser humano es naturaleza, pero su paisaje también viene conformado por elementos muy diversos relacionados con su devenir: su propia historia como hombre, que es lo que, precisamente, establece la diferencia entre él y el resto de seres vivos que habitan la tierra. Por eso, al hablar del ser humano, hemos de considerar no sólo la naturaleza que le rodea sino también el entorno artificial creado por él mismo a través de su voluntad y su intervención. Esta combinación de espacios que lo envuelven es lo que, genéricamente, se conoce como entorno, término al que me referiré frecuentemente y con más atención al hablar de los lugares físicos que rodearon a Charlotte y Emily Brontë y de las relaciones que con ellos establecieron.

      Tanto las hermanas Brontë como su obra han sido abordadas por la crítica desde todas las perspectivas posibles y en momentos históricos muy diferentes. Ante semejante legado parece difícil, y hasta temerario, intentar aportar nada nuevo al inmenso caudal de información que sobre ellas existe. Sin embargo, quizá se ha hablado demasiado, aunque sin profundizar realmente, acerca de los espacios físicos anteriormente mencionados. A pesar de la abundancia de referencias a estos lugares, llama la atención la falta de aproximaciones específicas que los recojan como un todo, incluyendo, por ejemplo, las características geológicas de la región o las técnicas constructivas de su arquitectura, pues sólo ellas pueden dar cuenta de la escasez de masa boscosa de los páramos o del gris acerado de la piedra del Parsonage, características en las que tanto se han explayado la leyenda y la crítica, casi siempre peyorativamente y sin aportar nada nuevo. De aquí que haya sido la leyenda, antes que las circunstancias geográficas o históricas, el factor determinante de tópicos tan manidos como, por ejemplo: «las Brontë se criaron en una horrible casa gris, murieron jóvenes debido a la proximidad de un cementerio que infectaba el agua que bebían o, creciendo en semejante entorno, ¿cómo hubiera podido escribir Emily algo distinto a la macabra novela Wuthering Heights?». A pesar de la incuestionable seducción de la leyenda, cuando se respeta la breve estancia en la tierra de las Brontë, que fructificó en una producción literaria ya clásica, y cuando se ha aprendido a apreciar e interpretar la arquitectura y los paisajes, resulta inevitable no cuestionar la leyenda o analizar sus efectos. Y es que, desde sus inicios, la leyenda de las Brontë ha penetrado, subrepticia y sutilmente, buena parte de las investigaciones en torno a sus circunstancias personales, al tomar como datos fiables afirmaciones que no siempre corresponden a la realidad y que, a lo largo de los siglos, han ido saltando de unos textos a otros de forma inexplicable, quedando atrapadas para siempre en el inconsciente colectivo. Pero quizá lo más inquietante es que la obra literaria ha recibido también el impacto de una leyenda que se originó en torno a la familia Brontë, confundiéndose con ello a las personas reales con los personajes de ficción. Tampoco los entornos físicos se han librado de los efectos negativos de este entramado: desde la publicación en 1857 de la biografía de Mrs. Gaskell, The Life of Charlotte Brontë, indudable impulsora original de la leyenda, la pequeña población de Haworth, la casa parroquial y los páramos se han convertido en lugares de peregrinación, tanto para el visitante interesado por la literatura como para el turista convencional. Los efectos de semejante fenómeno son difíciles de evaluar, sobre todo cuando tantos otros lugares han sido objeto de la misma explotación interesada.

      Dado el alcance de los efectos de la leyenda sobre los entornos físicos, a lo largo de las páginas de este estudio se hace un seguimiento de su dispersión, observando su inercia a lo largo del tiempo, tanto en el tratamiento de la crítica literaria más académica como en la percepción de observadores más casuales o fortuitos. De la superposición, contraste y análisis de los múltiples puntos de vista considerados se espera concluir que, a pesar de su popularidad, la leyenda ha influido injusta y negativamente en los entornos físicos relacionados con estas escritoras. La aproximación a estos entornos naturales y humanos se sustenta en una perspectiva ecocrítica que requiere la utilización no sólo de fuentes específicas relacionadas directamente con las Brontë, sino de textos de disciplinas tan diferentes como, por ejemplo, la filosofía, la geografía, la geología, la psicología o la arquitectura. Su intercalación entre las voces de la crítica y la leyenda trata de orientar la mirada en busca de perspectivas más serenas y coherentes que recuperen la identidad de los entornos.

      Este estudio parte de una perspectiva ecocrítica, pues trata de la tierra y los entornos en que las hermanas Brontë crecieron y de la influencia que éstos ejercieron en los lugares literarios de su obra. La orientación ha de ser ecocrítica porque esos entornos surgen del paisaje y la arquitectura de una región concreta, así como de la relación que el hombre que los ocupa establece con ellos. A pesar de que, al menos a primera vista, la ecocrítica no parece haber traspasado todavía las fronteras del mundo anglosajón, algunos de sus planteamientos teóricos han sido utilizados desde hace tiempo por los especialistas de forma independiente y espontánea.

      El término ecología está formado por el elemento prefijo eco-, del griego oiko (‘casa’), con el que se forman algunos términos cultos, y da lugar a numerosas palabras acomodaticias que aportan la idea de defensa o acercamiento a la naturaleza, y por el elemento sufijo -logía, del griego lógos, con el que se forman nombres que designan ciencia o tratado. Los griegos utilizaban el término oikos para describir un hogar, un lugar al que se podía retornar y cuyo entorno resultaba familiar. Su definición presenta una doble vertiente: 1) rama de la biología que se encarga del estudio de la relación de los seres vivos entre sí y con el medio y 2) estudio de la relación entre los grupos humanos y el medio ambiente (Moliner). Según Michael Branch (2002: 7), el término fue acuñado en 1866 por el darwinista alemán Ernst Haeckel, cuya oecologie dio nombre al sistema de relaciones biológicas, conocido por los historiadores de las ciencias naturales hasta el siglo XVIII como «la economía de la naturaleza». A partir de su etimología, el neologismo de Haeckel consideró que la naturaleza se extendía hasta la «casa» de la humanidad, de modo que pasó a ser la nueva ciencia de las relaciones entre la humanidad y la tierra, su ilimitado hogar.

      El nacimiento de esta nueva sensibilización hacia la tierra, como fenómeno organizado político y social, suele fecharse en 1962, a partir de la publicación de la obra de Rachel Carson (1907-1964) Silent Spring. En opinión de expertos como W. Fox, este libro, junto con la Biblia y las obras de Platón, Aristóteles, Copérnico, Newton, Darwin, Marx y Freud, puede considerarse la reseña más reciente de las veintisiete entradas del libro Books that Changed the World, de Robert B. Down. La ecología llegó inevitablemente a la filosofía, de modo que el pensamiento ecofilosófico se desarrolló con vigor durante la década de 1970, alcanzando su punto álgido en 1979 con la publicación de la revista especializada Environmental Ethics, considerada como la primera revista académica dedicada exclusivamente a los aspectos filosóficos de los problemas medioambientales y concebida desde una perspectiva amplia. En el ala más radical del movimiento medioambiental se encuentra la llamada ecología profunda, acuñada así por el filósofo y montañero noruego Arne Naess. Junto con George Sessions, Naess estableció una plataforma o lista de los ocho principios básicos que resumen su filosofía medioambiental (Fox: 4, 9, 114-15). Dos de ellos, los que alertan sobre la superpoblación del planeta y la excesiva interferencia del hombre en el mundo no humano han recibido duras críticas por parte de los detractores de la ecología profunda, que sostienen que esta corriente de pensamiento pretende el despoblamiento y la nula actividad económica al propugnar extensos santuarios sin gente (Relea). Partiendo de sus principios, el millonario Douglas Tompkins, por ejemplo, creó en 1990 la Foundation for Deep Ecology, que desde sus comienzos ha organizado foros y seminarios con la participación de destacados intelectuales y activistas de la línea más radical del movimiento ecologista, financiando proyectos de defensa de la biodiversidad y creando, en 1992, la fundación Conservation Land Trust, dedicada a la acción, concretamente a la compra de