de todo aquello que no se ajusta a la lente, a la ideología en otros términos, del visor con que se mira la realidad. Si los fundamentos de la ecología parten de la idea de que todas las entidades que conforman la inmensa red de conexiones de la naturaleza merecen reconocimiento y el derecho a una voz propia, también la ecocrítica literaria podría y debería explorar los modos en que se ha representado el paisaje/entorno a través de voces provenientes no sólo de la literatura, sino de los diferentes ámbitos del mundo académico de otros campos y, también, a través del sencillo, desconocido y terrenal mundo humano que ha representado y otorgado valor a una realidad concreta mediante su particular visión.
La arquitectura comenzó cuando el primer ser humano sintió la necesidad de buscar cobijo para protegerse de las fuerzas hostiles de la naturaleza. Las cuevas primitivas formaban parte de la naturaleza, pero se convirtieron en arquitectura desde el momento en que el hombre comenzó a manipular y transformar las formas y cualidades de la roca o la tierra de las que formaban parte, con el fin de hacerlas más confortables, seguras y estéticas. Las pinturas rupestres son elementos clave para comprender de qué modo el hombre primitivo sintió la necesidad de crear espacios estéticos en los que sus cualidades humanas pudieran desarrollarse. Ésta es la razón de que la arquitectura haya estado siempre tan relacionada con la humanidad y de que haya evolucionado de la mano de la propia evolución y desarrollo del hombre. Fue durante el Renacimiento cuando la arquitectura comenzó a considerarse una disciplina con entidad propia. También fue la primera disciplina en absorber los nuevos modos de pensamiento y de comprensión del mundo. El descubrimiento del tratado de Vitruvio, que establecía las reglas para que el estilo clásico pudiera imitarse, cambió la arquitectura para siempre. Los arquitectos renacentistas y los bellos edificios que construyeron son todavía hitos para los arquitectos y la gente que ama la arquitectura. Pero la arquitectura, como cobijo del hombre, también incluye las sencillas y olvidadas construcciones que han albergado a los seres humanos que las han habitado o utilizado para el desarrollo de sus actividades.
Al igual que la poesía o la pintura, la arquitectura transmite un valor simbólico. No es sólo un medio para dar cobijo; también puede actuar como medio para la transmisión de mensajes cuando transmite algo significativo a los sentidos y mentes de aquellos con los que establece una relación. Según los arquitectos, es posible «leer» un edificio si sentimos y comprendemos su vocabulario, de aquí que la arquitectura no se entienda simplemente como un objeto físico construido por un ingeniero, cuyo trabajo es investigar y desarrollar la tecnología. Sería difícil comprender la arquitectura japonesa, por ejemplo, a menos que comprendiéramos las tradiciones, creencias, actitudes y necesidades de la cultura japonesa. Para leer la arquitectura japonesa debemos conocer y entender la cultura japonesa, pues las escaleras, las paredes, las aperturas, la decoración, la luz y las sombras tienen un significado diferente al de la arquitectura occidental. Así, la arquitectura no consiste sólo en construir edificios, objetos materiales a fin de cuentas. Sean cuales sean sus orígenes y evolución, la arquitectura siempre contiene la comprensión del ser humano, la comprensión del momento histórico específico en que se construyó. Por lo tanto, para entender un edificio es absolutamente necesario intuir y sentir la sustancia original de lo que se encuentra más allá de su manifestación física y visual (Lewis, 1998).
Puesto que los aspectos del entorno físico conciernen al hombre, es tarea de esta investigación dar voz propia a un entorno concreto de una región del noroeste de Inglaterra en el que crecieron las hermanas Brontë. Este entorno es generalmente aludido en buena parte de las investigaciones que sobre las Brontë y sus obras se han realizado desde la publicación de sus primeras novelas. Sin embargo, a pesar de esa mención generalizada del pueblo de Haworth y sus páramos, o de otros lugares conocidos por las hermanas, se echa en falta un trabajo que estudie ese entorno, específicamente y desde una perspectiva amplia, acudiendo a fuentes de otras disciplinas como la geografía, la historia o la arquitectura para recrearlo y analizarlo desde un punto de vista ecocrítico. A pesar de que el paisaje y el entorno pertenecen al mundo que existe fuera de nosotros, finalmente aprendemos a conocerlos no mediante el conocimiento del nombre o la identidad de cada uno de sus componentes sino, sobre todo, mediante el reconocimiento y comprensión de las relaciones que se establecen entre ellos. Desde una perspectiva ecológica, como sostiene W. Berry, no podemos conocer el «qué» hasta que hayamos aprendido el «dónde» (cit. Buell: 253), lo que podría traducirse como que los seres vivos o inertes que conforman un paisaje o entorno sólo adquieren un valor y un significado propio e intransferible cuando se ha entendido el lugar en que se encuentran.
La naturaleza y los espacios en los que las Brontë crecieron han sido en cierto modo robados, tanto de la naturaleza como de la propia vida de quienes los frecuentaron, a través de los libros y textos que sobre ellas se han escrito, a través de la leyenda tejida alrededor de sus vidas, a través de las infinitas voces que se han apropiado del entorno convirtiendo la realidad en libro y ficción literaria. Cuando el mito y la leyenda llegan a convertir el mundo natural y los entornos en ficción literaria, abierta al mercantilismo y a la mirada ajena que roba su identidad y los anula, el atractivo plato de la especulación está servido.
El respeto hacia Charlotte y Emily Brontë, el respeto por los lugares de la tierra que habitaron, silenciosamente conformados por la acción del paso del tiempo y la mano del hombre, el valor y significado de la sencilla arquitectura que el hombre erigió en esos lugares antaño despreciados, así como la realidad y deterioro de nuestro propio entorno, me llevan a pensar que, posiblemente, los espacios y entornos físicos que las Brontë conocieron fueron lugares más sentidos y emocionalmente habitados que los que nos han llegado a través de la leyenda y sus derivaciones. Esta investigación parte del deseo de que el entorno en el que las dos mujeres crecieron no sea asfixiado por su propia leyenda o manipulado por la interesada mirada de una nueva moda pseudocultural y consumista que convierte los espacios en lugares turísticos de esparcimiento ocioso de fin de semana. Aunque difícilmente podré evitar el peso de la propia mirada, intentaré contrastar la visión personal con la de otras muchas miradas de distintos ámbitos que me han precedido.
[1] En 1985, Frederick O. Waage editó Teaching Environmental Literature: Materials, Methods, Resources (Nueva York, MLA), que incluye descripciones de cursos de diversos profesores e intenta promover una sensibilización medioambiental en las disciplinas literarias. En 1989, Alicia Nitecki fundó The American Nature Writing Newsletter, cuyo propósito era publicar ensayos, críticas de libros, notas de clase e información relacionados con el estudio de la escritura acerca de la naturaleza y el entorno. Es de destacar también el trabajo de 1990 de Robert Finch y John Elder, la antología The Norton Book of Nature Writing (Nueva York, W. W. Norton).
2. LA LEYENDA DE LAS BRONTË
Desde el punto de vista de la semiótica, para Roland Barthes el mito es un sistema de comunicación mediante el que se transmite un mensaje. Dado que se trata de un tipo de lenguaje, cualquier cosa puede llegar a convertirse en mito con tal de que se transmita a través del discurso, pues el universo es infinitamente fértil en sugerencias. El mito no se define, por tanto, en función del objeto de su mensaje, sino en función del modo en que este mensaje se emite. A partir de esta idea, Barthes (1990: 109) asegura que cualquier objeto del mundo puede pasar de una existencia silenciosa a un estado oral, expuesto a partir de entonces a que la sociedad lo haga suyo, pues no existe ningún tipo de ley que prohíba hablar de las cosas. Las leyendas se originan y expanden a través de ese sistema de comunicación del que habla Barthes.
Las leyendas, definidas como narraciones de sucesos fabulosos que se transmiten por tradición como si fuesen históricos, pueden llegar a usurpar en ocasiones el puesto de las auténticas realidades, transmutándose entonces en objeto de observación y especulación por parte de aquellos que las escuchan o leen. Pero la fuerza de algunas leyendas es tan grande que éstas pueden llegar también al mundo académico más formal, pasando a ser entonces objeto de investigaciones y análisis profundos cuyos resultados se discuten en foros especializados o se publican en páginas que circulan por ese exclusivo mundo. Las personas en torno a las cuales se entretejió la leyenda pueden convertirse entonces en auténticos personajes de ficción conocidos universalmente. Éste ha sido el caso de la leyenda o mito de las Brontë. Al tratarse de personas de carne y