Bernard Vincent

El río morisco


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estaba compuesta, según parece, únicamente por moriscos. Éstos eran, en el momento de los hechos que se van a relatar, los descendientes de los musulmanes que, en 1525, habían aceptado recibir el bautismo antes que tomar el camino del exilio. Estos cristianos nuevos, como dicen los documentos, numerosos en los reinos de Valencia, de Aragón y de Granada, no abandonaron por tanto su fe en el islam y no cesaron en consecuencia de preocupar a las autoridades civiles y eclesiásticas.

      Cuarenta y seis personas (25 hombres y 21 mujeres) desfilan así ante Pedro de Zárate. No sabemos si disponemos de todas las declaraciones o si algunas se han perdido o se conservan en otros fondos archivísticos. Pero contentémosnos con la muestra obtenida, porque su valor es innegable. Según los empadronamientos coetáneos (1563 y 1572), la pequeña comunidad de Benimuslem contaría con 24 vecinos –alrededor de 110 habitantes–, todos moriscos. Ahora bien, en principio, los inquisidores no se interesan por los menores de 14 años y, con toda seguridad, por los menores de 12 años. Tenemos una buena ilustración con la declaración del benjamín del grupo estudiado, Pedro Joan Yaye Querquix, 12 años, juzgado no responsable de sus actos, en razón de su edad, y por ello inmediatamente absuelto; sin embargo, cumplidos los 14 años el niño deberá presentarse ante la inquisición de Valencia para abjurar. Los 46 individuos confesados representan más de la mitad de los adultos de la parroquia, quizás incluso los dos tercios. Y por el sesgo de las respuestas a las preguntas que les son presentadas, se nos revela la existencia de 65 habitantes en Benimuslem.

      En la mayoría de los casos, el interrogatorio es extremadamente apretado. Tras hacerle declarar su identidad, al morisco, el inquisidor le pide enumerar las prácticas prohibidas y, no obstante, realizadas, indicarle las personas que lo han instruido en sus errores, suministrar los nombres de sus ascendientes, de sus colaterales, de los cónyuges de éstos, de su esposo o esposa, finalmente, de sus hijos. Antes de la firma del acta y la precisión eventual del recurso a los servicios de un intérprete de lengua árabe, viene una última pregunta sobre la circuncisión. Sin embargo, y aquí está la gran originalidad de Benimuslem y de El Pujol, al revés de Benimodo y de Carlet, la curiosidad del inquisidor es en ciertos casos limitada. Diecinueve de las 46 personas interrogadas declaran haberse comportado siempre como cristianos irreprochables, lo que parece satisfacer al interrogador, pero nos priva de informaciones suplementarias. Pero el déficit no es demasiado importante a causa de las aportaciones de los cónyuges, hermanos o hermanas, de las personas poco habladoras.

      ¿Qué nos enseña el expediente? En primer lugar, y no es evidentemente una sorpresa, los interesados son casi todos campesinos. Entre las veinte menciones de profesión, encontramos 18 labradores, un mozo de dieciocho años, Gerónimo Susen, probablemente jornalero agrícola, y un carnicero, oficio de una importancia particular en el medio criptomusulmán por la práctica de la circuncisión. Mas el carnicero clandestino local, Hieronimo Yale, es en aparien­cia un buen cristiano. En resumen, la comunidad morisca de Benimuslem es una república de pequeños propietarios, que no tienen de ordinario cuentas que rendir más que a su señor Francisco de Castellví.

      Todos los habitantes de sexo masculino de los que hemos encontrado hue­llas, están o han estado casados. Es el caso de Vicente Ramat, 21 años, quien es ya viudo, o de Cristóbal Tace, 20 años, esposo de Esperanza Calafandi, de la que tiene una hija de pocos meses. La edad de las mujeres en el primer matrimonio es particularmente baja, así, Esperanza Calafandi no tendría más que 14 años y Francisca Ramat, 15 años. El matrimonio y, aún más, el matrimonio precoz está generalizado; además, las segundas nupcias son una práctica frecuente. Cuatro mujeres se han vuelto a casar dos veces y dos, otras tres veces; la mayor de ellas con 50 años y la menor 25. Es también interesante constatar que en cuatro casos sobre seis, el último marido es de menor edad que su esposa (25 y 26 años, 36 y 40 años, 28 y 50 años, 25 y 50 años). De este modo la presencia de hijos de uniones precedentes no parece ser un obstáculo para un nuevo casamiento de las mujeres con tal de que no hayan pasado la cuarentena. Inversamente, podemos observar que las mujeres que permanecen viudas son mayores y casi al límite de tener otros hijos: tienen respectivamente 35, 45 y, tres de ellas, 60 años. Todos los indicios coinciden y dan la impresión de una utilización óptima de las capacidades de reproducción.

      Se precisa en el documento la indicación del lugar de origen de 41 cónyuges. El conjunto revela un doble fenómeno. Por una parte, una fuerte homogeneidad religiosa puesto que una sola persona, una mujer, Xuxa Marcet, se casa con un cristiano viejo. La unión tiene una hija, quien, a su vez, se une a un cristiano viejo de Alcira. Pero Xuxa Marcet enviuda y regresa al redil, pues contrae un segundo y un tercer matrimonio con moriscos. Por otra, los habitantes buscan frecuentemente sus cónyuges fuera de Benimuslem, sin duda por causa de las pequeñas dimensiones de la comunidad. Un poco más de la mitad los encuentra en las localidades vecinas situadas a menos de veinte kilómetros, y un cuarto en lugares más lejanos, aunque siempre en el interior del reino de Valencia. El cónyuge más lejano viene de Vall d’Uixó, aproximadamente a unos 80 kilómetros. El último cuarto acuerda sus uniones entre los mismos habitantes de la localidad. En relación a lo que conocemos de las prácticas moriscas en la materia, conviene señalar la importancia de la exogamia.

      Para forjarse una idea de la fe islámica de los habitantes de Benimuslem, es preciso contentarnos con las 27 declaraciones de los que admiten haber errado. Uno de entre ellos, Sebastián Calamat Xativí, expone tener la convicción de que sólo puede lograr la salvación siendo musulmán; otros cinco añaden el uso de los nombres musulmanes en las relaciones cotidianas. Los otros veintiuno son un poco más habladores. A grosso modo, además del empleo de los nombres musulmanes, reconocen haber observado el ayuno del Ramadán y saber las principales oraciones. Se les hace recitar estas últimas, lo que permite al escribano consignar que Ángela Maximi comete bastantes faltas. Una pequeña minoría añade las abluciones rituales (en seis ocasiones) y la celebración de las fiestas del id al-kabir o sacrificio del cordero, que conmemora el sacrificio de Abraham, y de la ruptura del ayuno (en cinco ocasiones).

      A la hora de descubrir los nombres de sus iniciadores, los interesados se distribuyen en dos grupos. De un lado, los que manifiestan haber aprendido de manera espontánea en el seno de la comunidad; de otro, los que designan una persona concreta: cuatro veces la madre, dos veces el padre, dos veces el padre y la madre, una vez una abuela, una vez una tía paterna, otra unos parientes instalados en una aldea abandonada veinte años antes, una última una mujer de la morería de Valencia. Todas estas personas tienen en común el hecho de haber fallecido en el momento de la visita inquisitorial.

      Este conjunto de datos muestra los límites de la encuesta. A pesar de la insistencia del equipo inquisitorial (inquisidor, escribano, traductor), a pesar de las presiones psicológicas, que se adivinan, los moriscos no confiesan más que aquello que quieren decir. Les es difícil ocultar la profesión de fe o el uso del nombre musulmán, pero pueden ser más discretos sobre otros aspectos menos fáciles de verificar. Por ello, todo es cuestión de estrategia, algunos prefieren negar en bloque, otros estiman menos peligroso reconocer algunas culpas. No obstante, todos concuerdan en no denunciar a terceros. El procedimiento tiene sus problemas, pues el inquisidor está al acecho, cruza las confesiones y anota las contradicciones. Entre Sebastián Xativí que no confiesa más que la profesión de fe musulmana