menos, prolongado. Muchos lograron –con variada fortuna y a menudo con una agazapada melancolía– crearse unas renovadas vidas afectivas y profesionales. Fue un proceso complejo en el que hubo rasgos comunes, pero sobre todo múltiples variantes personales. La diáspora republicana se resiste al molde único. Fue heterogénea. Bien puede decirse que hubo tantos exilios como exiliados.3
No todos los desterrados vivieron atrapados en el anhelo del retorno, una historia que también ofrece perfiles variados y en la que alguna influencia ejerció la censura moral de la diáspora, la condena de la vuelta como claudicación política ante la dictadura franquista. Hubo, por lo demás, diversas temporalidades. Algunos regresaron a finales de los años cuarenta, otros en el crepúsculo del franquismo, ya prescritos los delitos de la Guerra Civil, o en los inicios de la Transición, pero la mayoría de los desterrados no regresó a España. En el ámbito de las letras o de la Universidad –como recuerda Mariano Peset en el prólogo de este libro–, hubo algunas excepciones, por lo común tardías y nunca exentas de dificultades.4
El esfuerzo de adaptación a la sociedad de acogida resultó más esperanzado para quienes habían comenzado el exilio con unos treinta años de edad, aquellos que pertenecían a lo que Vicente Llorens llamó «generaciones intermedias», en las que figuraba él mismo, nacido en 1906. La observación, escrita a casi treinta años de iniciada la diáspora, estaba referida sobre todo a los escritores, pero lograba un alcance mayor. Esas generaciones, escribe Llorens –primer historiador de los exilios españoles contemporáneos– «deseosas o necesitadas de abrirse camino han sido en conjunto las más afirmativas».5 A esa generación pertenecían Antonio Deltoro y Ana Martínez Iborra, para quienes México pronto dejó de ser un paréntesis y se convirtió en el escenario de una nueva vida. Lo recuerda la estrofa del verso que inicia este escrito: «En México mis padres se sintieron a salvo, exiliados y añorantes de un país que no existía, casi perdido del todo, pero al lado de un parque, con sus hijos jugando sin hambres ni guerras. Después nos decían que sus años más felices fueron nuestros años más tiernos».6
El término oficial del exilio, la cancelación de las relaciones diplomáticas entre México y el Gobierno republicano, y el reconocimiento de la nueva España democrática alentaron unos primeros balances historiográficos y políticos, estimularon el memorialismo y propiciaron un mayor recurso a las historias de vida como fuente documental. Un método de investigación que matizaba el predominio de los relatos históricos carentes de protagonistas y fundados de modo exclusivo en el documento impreso. La historia oral había cobrado auge en la historiografía anglosajona desde mediados de los años sesenta, y no tardó en aplicarse –la edad de muchos protagonistas lo hacía posible– al estudio de la Guerra Civil. Valga la mención a Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, de Ronald Fraser, obra elaborada a partir de trescientas entrevistas realizadas en diferentes partes de España y que ofrece una impresionante historia oral de la contienda fratricida española.7 Pero tanto o más que a la guerra o al inicio de la represión franquista el recurso a las fuentes orales se aplicó de inmediato a dar cuenta de uno de sus desenlaces: el exilio. México fue una geografía privilegiada por cuanto reunía la densidad de la diáspora republicana con una tradición académica de registros sonoros interesados por la etnohistoria y por la Revolución mexicana. A comienzos de la década de los setenta el Instituto de Antropología e Historia de México creó el Archivo de la Palabra, un gran repositorio de fuentes orales que en 1979 incorporó el exilio republicano español.8
Los libros de Patricia Fagen –que realizó su trabajo de campo en 1966 y 1967– y de Ascensión H. de León-Portilla sobre los transterrados en México, publicados en 1973 y 1978, ya habían representado unos primeros logros.9 En ese último año, Francisca Perujo, integrante de la segunda generación del exilio –la de quienes habían llegado a México en su infancia–, proyectó una encuesta análoga. A ese empeño pertenece una entrevista con Antonio Deltoro que la escritora no pudo concluir, y quedó interrumpida por una larga estancia profesional en Italia. El registro de la conversación –que ha permanecido inédita– concluye con el efímero tránsito por República Dominicana, y no alcanza a tratar los largos años del exilio mexicano. Ana Martínez Iborra, también amiga de Perujo, no debió de mostrarse demasiado interesada en participar. «Para qué hablar de todos estos desastres», sentenció en la que pudo ser una primera y única entrevista tardía, en 1995. Los desastres eran los de la Guerra Civil, que, en suma, constituían la razón primera y determinante de esas conversaciones. «De la guerra todo el mundo te va a contar lo mismo», le dijo Deltoro apenas iniciado su encuentro.10
Por entonces, a partir de 1979, Eugenia Meyer, especialista en historia y memoria y en la utilización de fuentes orales como método auxiliar de la investigación histórica, concibió y coordinó el proyecto «Refugiados españoles en México» para el Archivo de la Palabra del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). En lo esencial quedó concluido a inicios de los años noventa –ya bajo la dirección de Dolores Pla Brugat– y reunió 120 testimonios, recogidos en su mayoría en la ciudad de México por diferentes colaboradoras que, al igual que Perujo, pertenecían a la segunda generación del exilio. En ese programa participó Antonio Deltoro. Fue entrevistado en 1979 por la escritora y editora Matilde Mantecón de acuerdo con un cuestionario común estructurado en cuatro bloques –antecedentes biográficos, los años de la República, la Guerra Civil y el exilio–, lo que por momentos resta algo de viveza al relato.11 Por otro lado, la conversación con Perujo, amparada por la privacidad y no destinada a una institución pública, resulta más fluida y permite en mayor medida la observación cercana y desenvuelta. En ambos casos, las entrevistadoras no volvieron sobre sus preguntas, lo que hubiera propiciado un esfuerzo de rememoración por parte de Deltoro, haciendo posible respuestas más matizadas o de mayor calado documental; lo que sin duda se pretendía era, sobre todo, el recuerdo más espontáneo, aquel que sobreviene sin elaboración previa. Las entrevistas prestan mayor atención al periodo que media entre el declive de la dictadura primorriverista y la derrota republicana de 1939. Para Deltoro fueron años decisivos, años atesorados en la memoria y evocados de continuo en México:
Fui de la generación de la República. Y después de los enemigos de la República, bueno, no de la República en sí, sino de cómo era esa República. La guerra fue la culminación de todo ese proceso vital. […] Hay gente que ha seguido una línea recta, y yo he ido –le confiesa a Perujo citando a Baltasar Gracián– a brincos de conciertos y desconciertos, por el medio en que nací, por mi formación familiar, por mi evolución histórica.
He revisado la transcripción de la entrevista con Mantecón realizada por el INAH y he transcrito la de Perujo, que se editan por vez primera con el título: «Dos conversaciones con Antonio Deltoro Fabuel (1978-1979)». En razón de la temporalidad lineal que ambas mantienen, no he considerado necesario conservar las preguntas y he preferido que el lector se acerque a la narración de Deltoro de manera más inmediata. Para facilitar la lectura he creado nueve epígrafes cronológicos y temáticos que respetan el orden seguido por las entrevistadoras.12
He anotado las conversaciones por extenso. Ampliar la documentación y cruzarla con referencias bibliográficas diversas resulta necesario para contextualizar los acontecimientos y para vislumbrar los desajustes entre la verdad del recuerdo individual y la verdad documental o historiográfica. También me ha permitido precisar episodios de la vida política y cultural de la Valencia de los años treinta, como