Salvador Albiñana Huerta

Añorantes de un país que no existía


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con algún detalle su larga amistad con Renau, iniciada hacia 1930. La biografía de Antonio Deltoro y de Ana Martínez Iborra también ayudaron a construirla quienes aparecen en las notas, vestigios del fluido cruce de encuentros que crea todas nuestras vidas. Deltoro despliega un incesante elenco onomástico, entre su compañero de estudios en los jesuitas Ernesto Alonso Ferrer, el pintoresco anarquista Antonio Badal, Porro, o la enfermera comunista Águeda Serna, Mura, un encuentro breve, cuya mención arroja algo de luz sobre las biografías escondidas del exilio.13 «Parece ser que todo está ligado a la vida y la muerte en México de muchas personas», precisa al mencionar al escritor Paulino Masip, fallecido en 1963. El relato de Deltoro habla de una derrota, pero sobre todo evoca unas vidas que lograron reconstruirse en la diseminada diáspora que encontró en México una de las grandes geografías de acogida. Llegaron en torno a 20.000 españoles, en su mayoría trabajadores manuales, si bien quienes estaban vinculados a las letras y las artes, la actividad científica o la docencia –en torno a un 30 %– han sido objeto de un mayor número de estudios.14

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      Manuel Altolaguirre, Antonio Deltoro, Ana Martínez Iborra, Juan Gil-Albert y Ramón Gaya, Alicante, 1937. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.

      En las entrevistas despliega Deltoro su capacidad fabuladora en la evocación de tipos y de ambientes. Advierte contra el abuso de la anécdota, pero recurre a ella a menudo. «Brillante platicador y agudo polemista –y un tanto montaraz–», escribió Renau, que lo trató mucho y por largo tiempo.

      No era de los más asiduos a nuestras reuniones y debates –prosigue Renau, en referencia a quienes formaban la redacción de Nueva Cultura–. Sin embargo, estaba siempre presente en nuestro ánimo, que temía y gozaba a la vez del cálido, ingenioso y cáustico juicio de su lengua. En nuestra redacción –cuando venía–, en las tertulias de café –donde estaba siempre– o en las de mi estudio, su «mala leche» ibero-valenciana era la sal y la pimenta, que él prodigaba y suministraba equitativamente. […] Aprendíamos mucho de él.18

      Fue, sin duda, diestro en la controversia y un excelente conversador, educado en la frecuente lectura y en el templado florete de la tertulia de café.