Marshall B. Rosenberg

Comunicación no violenta: un lenguaje de vida


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Tarde o temprano, experimentaremos las consecuencias de esa falta de buena voluntad por parte de aquellos que se adecuan a nuestros valores por coacción, ya sea interna o externa. También ellos pagan un precio emocional, porque probablemente sienten resentimiento y su autoestima disminuye cuando responden desde el miedo, la culpa o la vergüenza.

      Además, cada vez que los demás nos asocian en su mente con cualquiera de esos sentimientos, disminuyen las probabilidades de que respondan compasivamente a nuestras necesidades y valores en el futuro.

      Es importante no confundir los juicios de valor con los juicios moralistas. Todos hacemos juicios de valor acerca de las cualidades que valoramos en la vida; por ejemplo, podemos valorar la honestidad, la libertad o la paz. Los juicios de valor reflejan nuestras creencias sobre cómo se puede servir a la vida. Hacemos juicios moralistas sobre personas y sus comportamientos cuando estos no respaldan nuestros juicios de valor; por ejemplo: “La violencia es mala. Las personas que matan a otras son malvadas”. Si nos hubiéramos criado hablando un lenguaje que facilitara la expresión de la compasión, habríamos aprendido a articular nuestras necesidades y valores directamente, en lugar de insinuar error cuando algo no coincide con ellos. Por ejemplo, en lugar de “la violencia es mala”, podríamos decir: “me da miedo que se recurra a la violencia para resolver los conflictos; yo valoro el uso de otros medios en la resolución de conflictos humanos”.

      Clasificar y juzgar a las personas promueve la violencia

      La relación entre el lenguaje y la violencia es el tema de investigación del profesor de psicología O. J. Harvey, de la Universidad de Colorado. El investigador tomó muestras aleatorias de pasajes literarios de muchos países del mundo y estudió la frecuencia de aparición de las palabras que clasifican y juzgan a las personas. Su estudio muestra una alta correlación entre el uso de dichas palabras y la frecuencia de incidentes violentos. No me sorprende oír que la violencia es considerablemente menor en aquellas culturas en las que las personas piensan en términos de necesidades que en las culturas en las que las personas se etiquetan unas a otras como “buenas” o “malas” y creen que “los malos” merecen ser castigados. En Estados Unidos, en el 75 por ciento de los programas de televisión emitidos en un horario en que los niños muy probablemente estarán frente al televisor, el héroe mata a otras personas o les da una paliza. Esta violencia constituye típicamente el “clímax” del programa. Los telespectadores, a quienes se ha enseñado que los malos merecen ser castigados, experimentan placer al observar esta violencia.

      En la raíz de mucha (si no de toda) violencia —ya sea verbal, psicológica o física, entre miembros de la familia, entre tribus o naciones— hay una forma de pensar que atribuye la causa del conflicto a la actitud equivocada de nuestro adversario, con la correspondiente incapacidad de pensar en uno mismo y en los demás teniendo en cuenta nuestra vulnerabilidad, es decir, lo que podemos estar sintiendo, temiendo, anhelando, echando en falta, etc. Fuimos testigos de esta peligrosa forma de pensar durante la Guerra Fría. Nuestros líderes consideraban a la URSS un “imperio del mal” empeñado en destruir el estilo de vida estadounidense. Los líderes soviéticos se referían a los habitantes de Estados Unidos como “opresores imperialistas” que estaban intentando subyugarlos. Ninguna de las dos partes reconocía el miedo que se escondía detrás de esas etiquetas.

      Otra forma de juicio es el uso de comparaciones. En su libro Cómo ser un perfecto desdichado, Dan Greenburg demuestra a través del humor el insidioso poder que puede ejercer sobre nosotros el pensar en términos de comparaciones. El autor sostiene que si sus lectores tienen un deseo sincero de hacer que su vida sea desdichada, pueden aprender a compararse con otras personas. El escritor propone varios ejercicios para aquellos que no están familiarizados con esta práctica. El primero incluye imágenes de cuerpo entero de un hombre y una mujer que encarnan la belleza física ideal según el canon mediático actual. Se pide a los lectores que tomen las medidas de su cuerpo, las comparen con las de los atractivos especímenes de las imágenes y observen las diferencias.

      Las comparaciones son una forma de juicio

      Este ejercicio produce aquello que promete: comenzamos a sentirnos desdichados en cuanto empezamos a hacer comparaciones. Cuando pensamos que no podemos estar más deprimidos, pasamos la página y descubrimos que ese primer ejercicio no era más que un simple calentamiento. Como la belleza física es relativamente superficial, Greenburg nos da a continuación la oportunidad de compararnos en algo que realmente importa: los logros. El autor recurre a la guía telefónica para proporcionar a los lectores cinco individuos al azar con los que compararse. El primer nombre que dice haber sacado de la guía telefónica es Wolfgang Amadeus Mozart. Greenburg enumera los idiomas que hablaba Mozart y las principales composiciones que había creado cuando aún era un adolescente. Entonces el ejercicio pide a los lectores que piensen en sus propios logros hasta el momento actual de su vida, los comparen con lo que Mozart había logrado a los 12 años, y observen las diferencias.

      Incluso aquellos lectores que no se recuperan nunca de la desdicha autoinducida por este ejercicio pueden ver hasta qué punto esa forma de pensar bloquea la compasión, tanto hacia uno mismo como hacia los demás.

      Otra clase de comunicación que aliena de la vida es la negación de la responsabilidad. La comunicación que aliena de la vida disminuye nuestra conciencia de que somos responsables de nuestros propios pensamientos, sentimientos y acciones. El uso de la muy común expresión “tener que”, como la de “hay cosas que tengo que hacer, me guste o no”, ilustra cómo la responsabilidad personal de nuestras acciones puede quedar enturbiada por este tipo de discurso. La expresión “hacer sentir”, como en “me haces sentir culpable”, es otro ejemplo de cómo el lenguaje facilita la negación de la responsabilidad personal por nuestros propios sentimientos y pensamientos.

      Nuestro lenguaje empaña la conciencia de nuestra responsabilidad personal

      Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén, que documenta el juicio al oficial nazi Adolf Eichmann por sus crímenes de guerra, cita las palabras de Eichmann cuando este explicaba que él y sus colegas oficiales tenían su propio término para referirse al lenguaje de negación de responsabilidad que usaban. Lo llamaban Amtssprache, que podría traducirse más o menos como “lenguaje de oficina” o “jerga burocrática”. Por ejemplo, si se les preguntaba por qué emprendieron una determinada acción, la respuesta era: “Tenía que hacerlo”. Cuando se les preguntaba por qué tenían que hacerlo, su respuesta era: “Eran órdenes de los superiores”, “era la política de la empresa”, “era la ley”.

      Negamos la responsabilidad por nuestras acciones cuando atribuimos su causa a factores externos a nosotros mismos:

      • Fuerzas vagas e impersonales: “Limpié mi habitación porque tenía que hacerlo”.

      • Estado de salud, diagnóstico o historia personal o psicológica: “Bebo porque soy alcohólico”.

      • Acciones de los demás: “Pegué a mi hijo porque salió corriendo a la calle”.

      • Dictados de la autoridad: “Le mentí al cliente porque el jefe me lo dijo”.

      • Presión de grupo: “Empecé a fumar porque todos mis amigos lo hacían”.

      • Políticas, normas y reglamentos institucionales: “Tengo que expulsarte por esta infracción porque es la política de la escuela”.

      • Roles asociados al género, posición social o edad: “Odio ir a trabajar, pero lo hago porque soy marido y padre”.

      • Impulsos irrefrenables: “Me superó el deseo de comerme esa chocolatina”.

      Podemos sustituir el lenguaje que implica ausencia de elección por el que reconoce la posibilidad de elegir

      En una ocasión, durante un diálogo entre padres y profesores sobre los peligros del lenguaje que implica la ausencia de elección, una mujer objetó enfadada: “¡Pero hay cosas que uno tiene que hacer,