Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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      UN REFLEJO VELADO

      EN EL CRISTAL

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      HELEN MCCLOY

      UN REFLEJO VELADO

      EN EL CRISTAL

      TRADUCCIÓN DE RAQUEL GARCÍA ROJAS

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      SENSIBLES A LAS LETRAS, 77

      Título original: Through a Glass, Darkly

      Primera edición en Hoja de Lata: noviembre del 2021

      © The Estate of Helen McCloy, 1932

      © de la traducción: Raquel García Rojas, 2021

      © de la fotografía de la solapa: The Estate of Helen McCloy

      © de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021

      Hoja de Lata Editorial S. L.

      Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

      [email protected] / www.hojadelata.net

      Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

      Diseño de la portada: Pixelbox

      Corrección: Olaya González Dopazo

      ISBN: 978-84-18918-22-3

      Producción del ePub: booqlab

      La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      CAPÍTULO UNO

      Tienes el rostro que a una mujer conviene

      como celosía de su alma,

      la clase de belleza que en el infierno

      llaman humana, Faustina.

      La señora Lightfoot estaba de pie junto a la ventana mirador.

      —Siéntese, señorita Crayle. Me temo que tengo malas noticias.

      Los labios de Faustina mantuvieron su acostumbrada sonrisa afable, pero un atisbo de recelo asomó a sus ojos. Solo un instante. Luego los párpados cayeron. Ese momento, sin embargo, fue desconcertante, como si un vagabundo se hubiese asomado de pronto por la ventana del piso de arriba de una casa en apariencia vacía y protegida contra las intrusiones.

      —¿Sí, señora Lightfoot?

      Hablaba en voz baja y clara, el tono refinado que se esperaba de todas las profesoras de Brereton. Era alta para su sexo y delgada hasta el extremo de la fragilidad, con muñecas y tobillos delicados y manos y pies estrechos. Todo en ella sugería candor y dulzura: el alargado óvalo de su rostro, cetrino y serio; los ojos azules, empañados, atentos y un poco miopes; el cabello sin adornos, leve halo castaño claro que se agitaba con suavidad cada vez que movía la cabeza. Parecía ya bastante serena mientras cruzaba el despacho hacia un sillón.

      La serenidad de la señora Lightfoot igualaba a la de Faustina. Hacía mucho tiempo que había aprendido a reprimir las señales externas del azoramiento. En ese momento su orondo semblante se mostraba imperturbable, con cierto aire a la reina Victoria en el puchero malhumorado del labio inferior y los ojos claros y redondos algo saltones entre las blancas pestañas. En cuanto a indumentaria, se inclinaba por los tonos cuáqueros —el clásico marrón grisáceo apagado que las modistas llamaban «topo» en los años treinta y «anguila» en los cuarenta— y tejidos bastos de tweed o grueso terciopelo, sedas fuertes o gasas vaporosas según la estación y las circunstancias, que por las noches combinaba con las perlas buenas de su madre y encajes antiguos. Incluso su abrigo de invierno era de piel de topo, la única con esa misma mezcla de gris paloma y marrón ciruela. Esta constante preferencia por un color tan recatado le daba un aire de moderación que siempre impresionaba a los padres de sus alumnas.

      —No espero malas noticias —continuó Faustina. Luego esbozó una modesta sonrisa—. En fin, no tengo familia cercana.

      —No es nada de eso —replicó la señora Lightfoot—. Para no andarme con rodeos, señorita Crayle, debo pedirle que abandone Brereton. Con seis meses de sueldo, por supuesto. Su contrato así lo estipula. Pero debe marcharse de inmediato. Mañana, como muy tarde.

      Faustina entreabrió los exangües labios.

      —¿A mitad del trimestre? Señora Lightfoot, eso es… ¡inaudito!

      —Lo lamento, pero tiene que irse.

      —¿Por qué?

      —No puedo decírselo.

      La señora Lightfoot se sentó tras su escritorio, una espineta colonial de palisandro reconvertida. Junto al vade malva, había adornos de cobre y un cuenco de porcelana rojo sangre lleno de dulces y oscuros caramelos de violeta.

      —¡Y yo que pensaba que todo iba tan bien! —A Faustina se le quebró la voz—. ¿Es por algo que haya hecho?

      —No es nada de lo que sea usted directamente responsable. —La señora Lightfoot alzó de nuevo los ojos, brillantes y transparentes como el cristal. Igual que el cristal, parecían brillar por reflexión, como si no tuvieran una sola chispa de luz propia—. Digamos que no termina de ajustarse a la esencia del espíritu de Brereton.

      —Disculpe, pero debo pedirle que sea más específica —se aventuró Faustina—. Tiene que tratarse de algo terminante o no me pediría que me fuese a mitad del trimestre. ¿Está relacionado con mi carácter? ¿O con mi competencia como profesora?

      —Ninguna de las dos cosas se ha puesto en cuestión. Es solo que… En fin, no encaja en el modelo de Brereton. Ya sabe que hay ciertos colores que desentonan entre sí, el rojo tomate con el rojo vino, por ejemplo. Pues es lo mismo, señorita Crayle. Su sitio no está aquí. Pero no debe desanimarse: aún puede resultar útil y ser feliz en otro tipo de escuela. En esta no encontrará su lugar.

      —¿Cómo puede estar tan segura si solo llevo cinco semanas aquí?

      —Los conflictos emocionales se desarrollan rápido en la atmósfera de un internado femenino. —La resistencia siempre hacía que la señora Lightfoot hablara en un tono más cortante y aquella era una resistencia inesperada de alguien que siempre había parecido tímido y sumiso—. Es una cuestión tan sutil que apenas puedo expresarlo con palabras, pero debo pedirle que se marche por el bien del colegio.

      Faustina se había levantado, sacudida por la vana furia de la impotencia.

      —¿Se da cuenta de cómo afectará esto a mi futuro? ¡La gente pensará que he hecho algo terrible! ¡Que soy cleptómana o lesbiana!

      —Créame, señorita Crayle, esos son asuntos de los que no se habla en Brereton.

      —¡Se hablará si le pide a una profesora que se marche en mitad del primer trimestre sin explicarle por qué! Hace solo unos días dijo que mi clase era «de lo más satisfactoria». Esas fueron sus palabras exactas. Y ahora… Alguien debe de estar contando mentiras sobre mí. ¿Quién es? ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo derecho a saberlo si me va a costar el empleo!

      Algo que podría haber sido compasión asomó a los ojos de la señora Lightfoot.

      —Le aseguro que lo siento por usted, señorita Crayle, pero lo único que no puedo ofrecerle es una explicación. Me temo que no lo había considerado desde su punto de vista hasta ahora. Verá, Brereton significa muchísimo para mí. Cuando me hice cargo de la escuela, tras