Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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y la flexible elegancia de un gatito. En su voz se hizo patente una sombra de frialdad—. Siento no poder ayudarte más. —Se dirigía a la puerta, pero al cabo de unos pasos se detuvo y se giró—. Casi se me olvida a qué había venido. Iba a preguntarte si tendrías los diseños de los trajes para la obra listos mañana, aunque supongo que ya no te molestarás.

      Faustina seguía de pie junto al banco de la ventana, aferrada con fuerza al libro.

      —Ya están terminados y la señora Lightfoot quiere que se los pase al comité antes de irme.

      —Está bien, pues nos reuniremos en mi habitación, ya sabes. A las cuatro.

      Gisela cruzó el pasillo en dirección a su cuarto. Cuando entró y cerró la puerta, se quedó unos segundos inmóvil, con el ceño fruncido. Luego fue a su escritorio y abrió la puerta de cristal de la librería. Los libros estaban colocados con esmero en tres baldas y sin un solo hueco, pero los del estante inferior parecían más holgados de lo habitual. Fue recorriendo los lomos con la vista hasta llegar a una colección de varios volúmenes, encuadernados en piel de vaquetilla y con gofrados en oro, de cantos deteriorados. Faltaba el primero.

      Aún algo ceñuda, se sentó. Había cuatro hojas de papel de carta extendidas sobre el tablero abatible, tres de ellas ya cubiertas con su letra y la cuarta en blanco. Se la acercó y empezó a escribir:

      P. D. ¿Por casualidad has leído las Memorias de Goethe? Yo tengo la edición francesa, traducida por madame Carlowitz, y Faustina Crayle me ha cogido prestado el primer volumen sin cumplir con la formalidad de pedir permiso. Me he enterado por azar, ahora mismo, mientras intentaba ocultármelo. No tengo ni idea de para qué lo querrá y tampoco le daría la menor importancia si no fuera por el modo que tiene todo el mundo aquí de tratar a la pobre Faustina, como ya te he comentado. Algo debe de haberle llegado a la señora Lightfoot, porque la propia Faustina me ha dicho que la ha despedido.

      Hay algo siniestro en todo este asunto y, si te soy sincera, empiezo a asustarme un poco. Ojalá ahora, más que nunca, estuvieras en Nueva York. Sé que tú encontrarías una explicación razonable. Pero no estás aquí, así que… Soy incapaz de salir al pasillo después de las diez, cuando la lamparita de noche azul es la única luz que hay encendida, sin mirar a mi espalda y esperar ver… No sé muy bien qué, pero algo sin duda extraño y desagradable.

      Gisela dejó la pluma y, con aire indeciso, leyó lo que había escrito. Sin darse tiempo para cambiar de opinión, dobló las cuatro hojas, las metió en un sobre, lo cerró y le puso un sello. Cogió de nuevo la pluma y escribió en el anverso:

       Doctor Basil Willing

       Park Avenue, 18-A

       Nueva York

       Remítase al destinatario

      Se puso el abrigo y bajó corriendo las escaleras con la carta.

      Fuera, el viento helado de aquel anochecer de noviembre le cortaba las mejillas y le enredaba el pelo. Las nubes, grises pero aún levemente iluminadas, se hacían jirones con el vendaval. Avanzó a paso ligero sobre un manto crujiente de hojas caídas y recorrió los ochocientos metros que había hasta la verja en pocos minutos.

      Vio a otra joven junto al buzón que daba a la carretera.

      —Hola, Alice —la saludó—. ¿Ya han recogido el correo de la tarde?

      —No. Por ahí llega ahora mismo el cartero.

      Alice Aitchison aparentaba unos diecinueve años, pero cierta firmeza e independencia la delataban como profesora joven más que como alumna veterana. Era una belleza madura y otoñal, con ojos brillantes color avellana, piel dorada como la miel y labios carnosos pintados de un rojo afrutado. Llevaba un conjunto de color castaño, igual que su pelo, y una bufanda naranja oscuro que le tapaba el escote de la chaqueta. Sonrió cuando el viejo Ford se acercó traqueteando hasta detenerse junto a ellas y un hombre enfundado en una chaqueta impermeable de cuadros y con botas reforzadas se bajó del coche.

      —¡Dos cartas más en el último momento! —Alice cogió la de Gisela y se la dio junto con la suya.

      —Muy bien. —El cartero las metió en la saca—. Sí que tienen correspondencia las mujeres de este sitio. Novios, supongo —añadió luego con un simpático guiño.

      El Ford ya se alejaba chirriando de nuevo cuando ellas dos se dieron la vuelta para regresar a la escuela.

      —¿Tu novio es médico? —preguntó Alice.

      Gisela la miró sorprendida. Alice era bastante tosca en su manera de hablar y de comportarse cuando las profesoras mayores no estaban delante, pero la suponía una chica bien educada, no de las que leen las direcciones escritas en las cartas de los demás.

      —Sí, psiquiatra. ¿Por qué lo preguntas?

      —Creo que ya he visto ese nombre en algún sitio: Basil Willing.

      Ahora Gisela la miró divertida.

      —Es bastante conocido. Y una vez resuelta tu duda, me gustaría preguntarte una cosa.

      —Dispara.

      —Tú llevas aquí más que yo —empezó— y…

      —¡No me lo recuerdes! —la interrumpió Alice con amargura—. ¡Cinco años seguidos en este mundo sin hombres! Es como vivir en un convento o en una prisión para mujeres.

      —¿Cinco? Creía que este también era tu primer año en Brereton.

      —Antes estuve cuatro años en Maidstone. No como profesora, solo como alumna. Lo único que quería era acabar y graduarme. ¡Qué vida tan salvaje me esperaba después! Te sorprenderías si te contara los planes que hacía por entonces. —Su mirada se perdió más allá de Gisela, plomiza y melancólica—. Quedaban solo tres semanas para la graduación cuando mi padre se pegó un tiro.

      —Vaya. —Gisela se había quedado sin palabras—. Lo siento, no lo sabía.

      —Solo ha pasado un año, pero ya nadie se acuerda. —Alice la miró desafiante—. Otro especulador más de Wall Street que apostó al caballo que no debía y no pudo soportarlo. Me quedé sin nada. Oí que la señora Lightfoot buscaba una profesora de arte dramático, así que le pedí a la señorita Maidstone que me recomendase. Creía que Brereton sería una mejora respecto a Maidstone, pero qué va. Estoy hartísima de todo. Quiero un trabajo en Nueva York, donde pueda vivir como un ser humano.

      —¿Maidstone era igual que esto?

      —El mismo principio, aunque con distinta aplicación. Se supone que Maidstone es una escuela más moderna y saludable. Las chicas beben leche, salen de caminata y duermen sobre fardos de heno. Vida sencilla a precio de lujo. Solo se permiten visitas los domingos por la tarde y siempre con supervisión. Mi pobre padre creyó que sería bueno para mí, pero acabé con más ganas que nunca de salir al mundo real.

      —Te guste o no te guste Brereton, aquí estás más en casa que yo —continuó Gisela—. Tu trabajo te permite tener una relación más cercana con las chicas y no eres mucho mayor que ellas. Supongo que hablarían contigo de cosas de las que no hablarían conmigo.

      Alice la miró con recelo.

      —¿De qué?

      —Faustina Crayle.

      —No sé a qué te refieres.

      —Yo creo que sí —replicó Gisela—. Me he dado cuenta de cómo la miras a veces, con una curiosidad hostil, como si pensaras que tiene algo raro.

      —Memeces —contestó Alice con grosería—. Faustina Crayle no es más que una mentecata. Eso no tiene nada de raro. Al contrario, es bastante habitual. Es endeble y apocada, sosa y siempre está desesperada por agradar a los demás. No tiene sentido del humor ni habilidad para hacer amigos. Una futura solterona. Una víctima nata. La señorita Faustina Pusilánime. Esa clase de persona que siempre está tomando vitaminas