Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


Скачать книгу

escuela me tolera porque mi alemán es correcto y mi acento vienés resulta más agradable a vuestros oídos que la forma de hablar de los berlineses. Pero mi nombre, Gisela von Hohenems, tiene aún connotaciones desagradables con la guerra tan reciente. Así que… —Se encogió de hombros—. Paso muy poco tiempo tomando el té o charlando con un cóctel en la mano.

      —Estás evitando la pregunta. —Faustina se sentó, pero sin relajarse—. No puedo ser más directa: ¿has oído algún rumor sobre mí?

      El bello contorno de la boca de Gisela se deformó con esa expresión que nuestros amigos denominan «carácter» y nuestros enemigos «tozudez».

      —No —contestó cortante.

      Faustina suspiró.

      —¡Ojalá los hubieras oído!

      —¿Por qué? ¿Quieres que la gente chismorree sobre ti?

      —No. Pero ya que lo hacen, me gustaría que chismorreasen contigo porque eres la única persona a la que puedo preguntar. La única que podría contarme lo que se va diciendo por ahí y quién lo dice. La única amiga de verdad que he hecho aquí. —Entonces, con una repentina timidez, se sonrojó—. ¿Puedo considerarte mi amiga?

      —Por supuesto. Soy tu amiga y espero que tú la mía. Pero sigo perdida con todo esto. ¿Qué te hace pensar que circulan rumores sobre ti?

      Faustina aplastó con cuidado el cigarrillo en el cenicero.

      —Me han despedido. Así, sin más.

      Gisela se quedó boquiabierta.

      —Pero ¿por qué?

      —No lo sé. La señora Lightfoot no ha querido explicármelo. A menos que pueda llamarse explicación lo que no ha sido sino un cúmulo de tópicos imprecisos sobre mi falta de adecuación al modelo de Brereton. Me voy mañana. —Faustina se atragantó con la última palabra.

      Gisela se inclinó hacia delante para cogerle la mano. Fue un error. Las facciones de Faustina se retorcieron. Los ojos se le llenaron de lágrimas como si una mano invisible y cruel quisiera sacárselos de las órbitas.

      —Y eso no es lo peor.

      —¿Qué es lo peor?

      —Está pasando algo a mi alrededor. —Las palabras le salían a borbotones, como si ya no pudiera contenerlas ni un segundo más—. Hace tiempo que me doy cuenta, pero no sé qué es. Hay todo tipo de indicios. Detalles.

      —¿Como cuáles?

      —¡Mira mi habitación! —Faustina hizo un gesto de amargura—. Las chicas del servicio no hacen aquí lo que pueden hacer por ti o por las otras profesoras. Nunca me abren la cama por la noche y la mitad de los días ni siquiera está hecha. Jamás tengo agua fresca en el termo ni limpian el polvo. He de vaciar la papelera y el cenicero yo misma. Una vez, la ventana se quedó abierta todo el día y, cuando fui a acostarme, esto estaba helado.

      —¿Por qué no te has quejado a la señora Lightfoot o al ama de llaves?

      —Lo pensé, pero soy nueva aquí y este trabajo era muy importante para mí. Además, no quería meter a Arlene en un lío. Es ella la que tendría que arreglar mi habitación y siempre me ha dado pena, con lo torpe y tímida que parece. Al final hablé yo misma con ella, pero fue como hablar con una sordomuda.

      —¿No te oía?

      —Me oía perfectamente, pero no escuchaba. Había una obstinación y una resistencia ocultas tras esa apariencia inexpresiva que no fui capaz de vencer. —Faustina se encendió otro cigarrillo, demasiado absorta para ofrecerle el estuche a Gisela—. La muchacha no se mostró insolente ni huraña, solo… retraída. Masculló algo así como que no se había dado cuenta de que mi cuarto se había descuidado, prometió encargarse de ello en el futuro y luego siguió sin hacerlo. Hace un rato me ha evitado casi como si me tuviese miedo, pero eso es absurdo, por supuesto. ¿Quién iba a tener miedo de un ratón de biblioteca como yo?

      —¿Y te basas solo en la actitud de Arlene?

      —¡No! Todo el mundo me rehúye.

      —Yo no.

      —Gisela, de verdad, tú eres la única excepción. Si propongo a cualquiera de las demás profesoras ir a tomar un té al pueblo o una copa a Nueva York, se niegan. No una vez ni dos, siempre. No solo dos o tres profesoras, todas ellas… Menos tú. Y se niegan con un reparo muy extraño, como si yo tuviese algo de malo. La semana pasada, en Nueva York, me crucé con Alice Aitchison en la Quinta Avenida, frente a la biblioteca. Yo hice por sonreír, pero desvió la mirada y fingió no haberme visto, aunque estoy segura de que me vio. Fue muy evidente, en realidad. Y luego está lo de las niñas en clase.

      —¿Son insubordinadas?

      —No, no es eso. Hacen todo lo que les digo. Incluso me plantean preguntas inteligentes sobre las lecciones, pero…

      —Pero ¿qué?

      —Me observan.

      Gisela se echó a reír.

      —Ojalá mis alumnas me observasen a mí. Sobre todo cuando estoy explicando algo en la pizarra.

      —No es solo cuando estoy explicando algo —le aclaró Faustina—. Me observan constantemente. Dentro y fuera del aula, sus miradas me persiguen. Es algo… antinatural.

      —¡Sobre todo en clase!

      —No te burles —protestó Faustina—. Es muy serio. Siempre están como al acecho y, aun así…, a veces tengo la extraña sensación de que no me están observando a mí.

      —No te entiendo.

      —No puedo explicarlo bien porque ni yo misma lo comprendo, pero… —En ese momento se le ahogó la voz—. Parece que observan y escuchan como si esperasen que ocurriera algo. Algo de lo que yo no soy consciente.

      —¿Quieres decir como si esperaran que te desmayases o que te pusieras histérica?

      —Tal vez, no lo sé. Algo así. Pero no me he desmayado ni me he puesto histérica en la vida. Y aún hay más. Para empezar, son demasiado amables conmigo. Por otra parte, cuando me las cruzo en el camino de la entrada o en el pasillo, tienen una mirada entre curiosa y cómplice. Como si supieran más de mí misma que yo. Y es muy frecuente que se echen a reír en cuanto me doy la vuelta. No con esa risita alegre de las colegialas normales, sino con una risa nerviosa que suena como si fuera a convertirse en llanto o en gritos en cualquier momento.

      —¿Qué actitud tenía la señora Lightfoot cuando te ha pedido que te marcharas?

      —Fría, al principio, y luego… casi parecía apenada por mí.

      Gisela sonrió con ironía.

      —Eso es lo más raro que has dicho hasta ahora. La señora Lightfoot parece muy dura y egocéntrica.

      —Tiene que haber alguna razón para lo que ha hecho —prosiguió Faustina—. Despedirme a mitad del trimestre va a costarle a la escuela seis meses de salarios no devengados y perder una profesora de arte muy competente que será difícil sustituir con el curso tan avanzado. Pero se ha mostrado inflexible. Ni siquiera está dispuesta a darme referencias si busco empleo en otro colegio.

      —Tienes derecho a una explicación —reflexionó Gisela—. ¿Por qué no contratas a un abogado para que hable con ella?

      —No lo soportaría. Se correría la voz. Nadie querría contratar a una profesora que llama a su abogado al menor indicio de problemas.

      —Sí que te ha puesto entre la espada y la pared, ¿no?

      Gisela suspiró y se recostó en el cojín que tenía a la espalda. Estaba más duro de lo que esperaba. Cambió de postura y el cojín cayó hacia un lado. Al darse la vuelta para colocarlo, vio que por detrás asomaba la esquina de un libro: un libro viejo, encuadernado en piel de vaquetilla y con gofrados en oro, de cantos deteriorados.

      —¡Ay!