Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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—replicó Alice.

      Faustina desplegó los bocetos sobre la mesa. Luego la miró con toda intención.

      —No sé por qué, Alice, pero siempre parece que sospecháis algo parecido de mí.

      La otra se echó a reír.

      —¡Menudos humos! A ver si controlas ese genio.

      Faustina se estremeció.

      —¿Por qué me hablas así?

      Gisela cogió un boceto a la acuarela de una mujer ataviada con un antiguo vestido griego.

      —¿Este es para Medea?

      —Sí. —Su amiga pareció alegrarse de que cambiara de tema—. Me pasé una mañana entera documentándome solo para este traje. Le he dibujado el peplo sobre la cabeza porque así es como lo llevaban las mujeres cuando estaban de luto. Medea vive en estado de duelo desde el principio de la obra. Los pliegues tendrían que colocarse con el máximo cuidado posible. Un peplo desaliñado era señal de provincialismo.

      —Entonces, Medea debería llevarlo así —interrumpió Alice—. ¿No era una bárbara?

      —Una bárbara que llevaba muchos años en Grecia —la corrigió Gisela—. Y princesa, además.

      —Habría que coser algo pequeño pero que pese en las puntas —siguió Faustina—. Como los plomos que nuestras abuelas llevaban en el dobladillo de la falda.

      —¿Qué es lo otro que tiene en la cabeza? —le preguntó Alice—. Parece un canasto.

      —¡Es una antigua mitra griega! —exclamó Faustina—. La corona en forma de modius de Deméter. Muchas mujeres griegas se ceñían el cabello con una cinta así.

      —Medea no se habría vestido a imagen de una maestra de economía doméstica con pretensiones como Deméter. Era una feminista y una hechicera.

      —No estoy tan segura —intervino Gisela—. Las mujeres de la Antigüedad estaban orgullosas de su asociación con la elaboración del pan. La propia palabra lady significa «dadora de pan».

      —¿Preferirías que llevase una tiara? —ofreció Faustina—. ¿Como Hera y Afrodita?

      —Lo preferiría, sí, con mucho —porfió Alice.

      —No es difícil cambiar la mitra por una tiara. ¿Y el calzado? ¿Os gustan las sandalias con flores bordadas?

      —¡Ojalá tuviera yo un par así! —dijo enseguida Gisela—. Son una maravilla.

      Alice, sin embargo, las miraba con desagrado.

      —Demasiado convencionales. ¿Por qué no unos zapatos de cordones forrados con piel de gato, con el hocico y las garras como adorno? Las mujeres griegas los llevaban ¡y pensad en lo que nos íbamos a divertir matando y desollando un gato! O dos gatos. Uno para cada zapato.

      —¿Y por qué no despellejar al gato vivo, ya que estás? —ironizó Gisela—. Seguro que disfrutabas.

      Alice ni se inmutó.

      —Creerás que soy una salvaje, pero lo cierto es que me aburre la vida que llevo aquí, nada más. Haría lo que fuera por un poco de emoción.

      —¿Qué os parecen Jasón y Creonte? —Faustina había sacado otros dos bocetos.

      —Me gustan —repuso Gisela—. Jasón tiene esa cara de soldado profesional guapo y tonto y has convertido a Creonte en presidente del Club Rotario local, pero al estilo griego.

      De pronto, Alice dejó escapar una estridente carcajada.

      —¡Faustina, eres desternillante! ¿No te das cuenta de que has dibujado a Medea como una ramera?

      —¿Por qué lo dices? —preguntó esta avergonzada.

      —Por la túnica y el manto. Son azul jacinto, el color reservado a las prostitutas.

      —Ah… —Faustina apeló a Gisela—: ¿Es verdad?

      —Me temo que sí —admitió su amiga—, aunque yo no había caído en ello.

      —Pues claro que es verdad —espetó Alice con arrogancia—. ¿Nunca has leído nada sobre el Cerámico, el barrio de los prostíbulos de Atenas? Si un hombre llamado Teseo deseaba a una mujer en particular llamada Melita, cogía un trozo de tiza y escribía en la pared: «Teseo quiere a Melita». Si ella aceptaba, escribía debajo: «Melita quiere a Teseo» y lo esperaba allí con una ramita de mirto entre los dientes.

      —Pero ¿no sería solo en Atenas? —objetó Faustina—. La obra se desarrolla en Corinto.

      —¡Entonces tendrás que dedicar otra mañana entera a investigar cómo vestían las rameras en Corinto! —A Alice parecía divertirle la perspectiva de cargar con más trabajo a Faustina—. Aunque tal vez ya lo sabes. Supongo que conoces bastante bien las tradiciones de las prostitutas. ¿Has oído hablar de Rosa Diamond?

      El rostro de Faustina se encendió con un tono carmesí malsano.

      —No. Y en cualquier caso no puedo hacer otro boceto porque me voy esta tarde. Para siempre.

      —¡Qué suerte la tuya!

      —No es ninguna suerte. Yo no quiero irme.

      —¿Y entonces, por qué te vas?

      Gisela intervino de nuevo:

      —No hay necesidad de hacer otro boceto para el traje de Medea. Será fácil cambiar el color cuando elijamos la tela. ¿Qué tal un amarillo pálido? Iría igual de bien que el jacinto con las sandalias de flores.

      —Como queráis —aceptó Alice indiferente. Luego cogió otro boceto—. ¿Qué es esto? Parece un chal de cachemira de imitación comprado en Hoboken.

      Faustina miró desesperada a Gisela.

      —Es el manto envenenado que Medea le regala a la prometida de Jasón. En el texto se dice varias veces que es «multicolor». He copiado el diseño de la fotografía de un jarrón griego de la época de Eurípides, solo que, en lugar de las violetas del modelo original, le he puesto hojas de dedalera porque es una planta venenosa.

      —¿Y Medea iba a descubrir sus cartas así? —objetó Alice—. Si alguien me enviase a mí un manto bordado con hojas de dedalera, sospecharía. Como cualquier lector de novelas policiacas.

      —Pero la hija de Creonte no leía novelas policiacas —repuso Gisela—. Es un buen toque de simbolismo. Justo lo que haría alguien que creyese en la magia, como Medea.

      —¿Y esos colores? —siguió Alice—. A mí me parecen persas.

      —Los persas y los griegos se influyeron unos a otros —se defendió Faustina—. Esa es una de las cosas interesantes que he descubierto. Cuando uno se pone a buscar algo, siempre aprende muchísimas otras cosas que no tienen nada que ver. ¿Sabíais que los sibaritas enviaban las invitaciones a sus fiestas con un año de antelación para tener tiempo suficiente de planificar la comida y el atuendo con el máximo lujo? ¿Y que los griegos jugaban al tenis? Era un deporte espartano y jugaban desnudos.

      —¡Enhorabuena, Faustina! Qué investigación tan meticulosa. —Alice se lo estaba pasando en grande—. La próxima vez que baje a la pista de tenis, iré completamente desnuda. Y cuando la señora Lightfoot proteste, le diré: «Fue idea de Faustina Crayle. Me dijo que los griegos siempre jugaban desnudos y que sin duda alguna debería probarlo».

      —¡Pero yo no he dicho que debas probarlo! —Faustina estaba al borde de las lágrimas—. ¡Por favor, no hagas eso, Alice!

      —Sí, ya lo creo que sí. —En los ojos de la joven bullía la malicia.

      —No, ya lo creo que no —terció Gisela—. No dejes que te tome el pelo con tanta facilidad, Faustina.

      —Ah… Es una broma. —Faustina se había quedado pálida de