Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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timbre del teléfono hizo añicos la calma. La señora Lightfoot se sobresaltó como si aquel repentino estruendo fuera más de lo que podían soportar sus nervios. Gisela se dio cuenta, con la intensidad de una revelación, de que algo o alguien había asustado a la señora Lightfoot casi tanto como a Beth Chase…

      Arlene fue a la extensión que había junto al armario de la escalera.

      —Escuela Brereton. ¿Con quién? Un momento. Es para usted, señorita Von Hohenems. Conferencia de larga distancia, persona a persona, del doctor Basil Willing.

      CAPÍTULO CUATRO

      Como sombra de carcajada o un suspiro,

      fina envoltura de angustia fúnebre…

      Sabía que iría de negro. Era una mujer europea, vienesa, y de la generación de Chanel, ¿cómo iba a verse arreglada de verdad con cualquier otro color? Esta vez llevaba un vestido de crepé mate, ingeniosamente entallado en la cintura y que caía con gracia sobre los esbeltos pies enfundados en medias negras, finas como sombras, y ligerísimas sandalias de tacón alto. Ni mangas ni tirantes interrumpían la tersa línea de aquellos hombros blancos. No lucía joyas ni en el cuello ni en el pelo, pero algo en la postura de su cabeza sugería un destello de alhajas, el fantasma de unos antepasados que hubieran llevado corona. Tenía el pelo un poco más corto que la última vez, peinado hacia atrás por encima de las orejas. Bajo las oscuras y lustrosas ondas, su rostro brotaba pálido y delicado como una flor blanca. Los ojos le brillaban con un suave resplandor, más luminosos que relucientes.

      Le cogió ambas manos.

      —Gisela… —En ese momento no fue capaz de decir nada más.

      Alegría y ternura confluyeron en la sonrisa de ella. Una alegría mansa que le trajo recuerdos de Europa y del mundo anterior a la guerra. Otra guerra más, pensó con amargura, y no quedará nadie que pueda sonreír así. Por un instante, la vio como un fragmento a la deriva de una civilización perdida, rota y aun así adorable como una estatua mutilada del Ática o de Lidia.

      Luego estaba sentado a su lado en el banco tapizado de la pared y el camarero les servía dos Martinis fríos con bíter en la mesa que tenían enfrente.

      La mirada de Gisela se detuvo en su corbata blanca, algo amarillenta después de seis años en el cajón de una cómoda.

      —Sin uniforme… ¿Por mucho tiempo?

      —¡Para siempre si Dios quiere! —exclamó él fervientemente a modo de brindis—. Por eso he elegido este sitio para vernos hoy. —Miró a su alrededor, a la estridente discordancia de colores metálicos que era la última moda en decoración—. No hay nada menos castrense que el club Crane.

      —Bueno… —Gisela volvió a sonreír—. Ese bar de la Primera Avenida al que solíamos ir no era lo que se dice muy militar.

      —¿Te acuerdas de aquello?

      —¿Creías que lo iba a olvidar?

      El resto se lo dijeron con los ojos. Luego Basil se echó a reír.

      —Mi bar preferido, lo admito. Allí todos parecían personajes de Dickens o de Saroyan. Pero no es el mejor lugar para celebrar mi regreso de entre los muertos. Estoy haciendo cuanto puedo por recuperar el pasado. He vuelto a mi antiguo empleo como asesor médico para la Fiscalía, aunque el cargo de fiscal lo ocupa ahora otra persona y también hay un nuevo alcalde. Mi puesto como director del departamento de Psiquiatría en el hospital Knickerbocker se lo dieron a un amigo mío, Dunbar, un compañero al que vi por última vez en Escocia, pero he conseguido la misma posición en un hospital mejor, el Murray Hill. Los inquilinos a los que había subarrendado mi casa durante este tiempo han vuelto a Chicago. Juniper y yo nos mudamos ayer. Si consigo convencerlo de que no es necesario redecorarla, por descuidado que parezca todo, empezaré a sentirme de verdad en casa otra vez. Solo me falta una cosa.

      —¿El qué?

      —Tú.

      Un ligero rubor tiñó las pálidas mejillas de Gisela.

      —¿Por qué estás dando clases en Brereton? —siguió luego Basil en un tono casi acusador.

      —Una tiene que vivir, tanto si los demás entienden esa necesidad como si no.

      —Ese no es tu sitio. ¿Estás obligada por contrato?

      —Hasta junio.

      —Y estamos en noviembre. Pues rescíndelo.

      —¡Querido, qué cosas tienes! ¿Eso es una broma?

      —Nunca he hablado tan en serio. Brereton no es sano para ti. Ni siquiera es seguro.

      —¿A qué te refieres?

      —Has tenido demasiado trato con esa tal… ¿Cómo se llamaba? Faustina Crayle.

      —¡Ah, la carta! —Gisela se rio—. Se me había olvidado por completo. No la mencionaste cuando hablamos por teléfono y quedamos en vernos esta noche. Ahora que estoy aquí contigo, ni siquiera me parece real.

      —Pero te lo parecerá luego, cuando vuelvas.

      —Ya ha pasado todo.

      —Claro, porque Faustina se ha ido.

      —¿No lo crees?

      —Las personas que la han echado siguen allí.

      El camarero les sirvió unas mollejas. Cuando los dejó otra vez solos, Basil se inclinó hacia delante.

      —En la carta no dabas detalles. Me gustaría que me contases cuándo notaste algo raro en la señorita Crayle por primera vez y qué fue.

      —Faustina no tenía nada raro en sí misma —protestó Gisela—. Lo extraño era la forma en que los demás reaccionaban delante de ella.

      —Es lo mismo. ¿Cuándo empezó?

      —A los pocos días de que llegara. —Estaba sorprendida de que se lo tomase tan en serio.

      —¿Y el primer incidente?

      —No me acuerdo —repuso con cierto pesar—. Hay muchas cosas que hacer cuando empiezas en un trabajo nuevo y también era mi primer trimestre. Llevaría yo allí como una semana, más o menos, cuando fui dándome cuenta de que Faustina era impopular. La hostilidad parecía haberse iniciado entre el personal de servicio y luego se extendió a las alumnas y por último a las demás profesoras, hasta que se convirtió en una persecución. Luego la despidieron.

      —¿Eso fue todo?

      —Hubo algunos percances más después de que te escribiera.

      —Cuéntame.

      Gisela le dio todos los detalles.

      —¿Por qué las demás profesoras evitaban a la señorita Crayle? —inquirió Basil—. ¿No se te ocurre ninguna razón?

      Gisela vaciló.

      —Me daba la extraña impresión de que le tenían miedo. Y claro, uno odia lo que teme.

      —¿Qué podían temer?

      —¡No lo sé! Era todo muy… misterioso. El espíritu gregario, supongo. Y además tengo una sensación rarísima, como si conociera o hubiera leído algo parecido en algún sitio hace mucho tiempo.

      —Es posible. En cuanto terminé de leer tu carta, llamé a Brentano’s para pedir un ejemplar de las Memorias de Goethe en la edición francesa traducida por madame Carlowitz.

      —Yo releí el primer volumen cuando Faustina me lo devolvió, pero no encontré nada que me recordase a su situación.

      —Porque no sabías lo que estabas buscando —observó Basil—. Incluso ahora desconoces cuál es la verdadera situación de Faustina.

      Una orquesta de baile irrumpió con la última aberración musical del momento. Gisela suspiró.

      —¿Cómo