Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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así fue como los habituales de un bar de barrio en la Primera Avenida se sorprendieron aquella noche con la súbita intrusión de una exótica pareja, forasteros de la Quinta o de Park. La mujer con un abrigo largo de terciopelo negro y solapas de seda color fuego. El hombre con sombrero de copa y uno de esos pañuelos blancos, como salido de una película. Más educados que los de la Quinta o Park, en la Primera Avenida no se les quedaron mirando ni murmuraron. La Primera es ante todo tolerante. Toleraría incluso a los ricos que no se lo merecen si se comportan como es debido y no arman escándalo.

      —Deberíamos haber venido aquí desde el principio. —Basil observó con nostalgia las paredes oscurecidas por el tiempo, el humo y el hollín de la ciudad—. No ha cambiado nada.

      —La gramola es nueva —objetó Gisela.

      Ambos miraron con fastidio aquel monstruo iluminado que los deslumbraba a través de una neblina de humo de cigarrillos.

      —Parece uno de esos peces fosforescentes del fondo del mar —murmuró luego. Entonces cedió al espíritu del local—. ¿Tienes alguna moneda?

      —Solo si prometes no poner eso de los renos.

      Entretanto, Basil pidió lo de siempre: sándwiches de queso tostados y esa cerveza que era casi tipo Pilsen. Gisela volvió a la mesa radiante porque había encontrado el «Vals del zapato de cristal», de la suite La Cenicienta, compuesta por el abuelo de Basil, Vassily Krasnoy.

      —Sincopado, desde luego, pero aun así es maravilloso. No sé cómo habrá acabado ahí, todo lo demás son melosidades.

      Nadie más escuchaba. En la mesa de al lado, dos vagabundos se repartían un vaso de cerveza y escudriñaban un tabloide que alguien había desechado, serios y absortos como eruditos descifrando un manuscrito medieval. Demacrados, hambrientos, sucios… ¿Qué habían encontrado en las noticias del día para distraerlos por completo de sus propios problemas?

      Entonces, uno de ellos habló:

      —Te lo digo yo, no hay cura para la caspa. La ciencia no se lo explica.

      —Pero aquí pone… —El otro empezó a leer en voz alta con dificultad—: «Primero, lavar meticulosamente la cabeza…».

      —¡Una página de Saroyan! —susurró Gisela—. El club Crane no puede superar esto.

      Era tan fácil charlar allí y tenían tanto que contarse que no volvieron a hablar de Faustina hasta que Gisela empezó a mirar intranquila el reloj que había sobre la barra.

      —Detesto pensar que tienes que volver a ese sitio. —Basil bajó la vista y la clavó en su tercer vaso de cerveza—. La señora Lightfoot no arruinaría la carrera de esa chica a menos que fuera responsable de algún modo de lo que ha ocurrido.

      —¿Quieres decir que la propia Faustina va por ahí jugando malas pasadas a la gente? Pero ¿cómo? ¿Y por qué?

      —Cuando la señorita Crayle te preguntó si habías oído rumores sobre ella, le dijiste que no. ¿Por qué?

      —Sé que la gente hablaba de ella, pero no lo que decían. E incluso si lo hubiera sabido… Una no le repite los chismorreos a la víctima si se trata de una amiga. Es una de esas cosas que, sencillamente, no se hacen. Una ley no escrita. Como contarle a un hombre que su esposa le es infiel.

      —¿Ni siquiera si la víctima te lo pide?

      —¡Sobre todo si la víctima te lo pide! Nadie quiere verse de verdad como lo ven los demás. Cuando alguien pregunta algo así, lo que quiere en realidad es sentirse reafirmado. Igual que no hay artista ni escritor que desee jamás una auténtica crítica de la obra que muestra. Solo alabanzas. Los reyes persas solían matar al mensajero que les llevaba malas noticias. A todos nos gustaría hacer eso.

      —Me pregunto si de verdad te callaste por ese motivo —insistió Basil—. Podría ser que ni tú misma te fíes de la señorita Crayle.

      —¡No! —exclamó Gisela—. Siempre he confiado en ella. Haría lo que estuviese en mi mano por ayudarla.

      —¿Seguro?

      —Sí.

      —Entonces, consigue que acceda a que yo la represente. Mañana iré a Brereton y pediré explicaciones a la señora Lightfoot. Como psiquiatra, me interesan esos asombrosos efectos de las habladurías en Brereton.

      —¡Bobadas! Solo intentas evitarme problemas.

      —¡Qué egoísta por mi parte! Aunque yo no utilizaría la palabra «problemas», diría más bien «peligros».

      —¿Por qué?

      —Hay algo malicioso en todo este asunto. A Faustina Crayle le ha costado el empleo. La malicia, oculta y triunfante, resulta terrible. Podría buscar una nueva víctima.

      —Faustina está en Nueva York, de momento. En el Fontainebleau. —Gisela sacó una tarjeta de visita de su bolso bordado con cuentas—. Si tienes un lápiz o una pluma, le escribiré una nota aquí mismo.

      Basil pidió prestada una estilográfica al camarero.

      —Y ahora te llevaré a la estación. Si es que de verdad tienes que coger ese tren de las once y diez.

      —Mañana por la tarde hay una fiesta en Brereton, ¿te apetece venir?

      —Estaré testificando en una vista por demencia. Iré a Brereton por la mañana.

      —¡Y por la mañana yo tengo clase! —Gisela esbozó una mueca.

      —¿Estás libre para cenar el viernes por la noche?

      —Me parece perfecto. El sábado no hay clases, así que no tendré que volver corriendo a la escuela.

      El coche se detuvo en un stop entre la Primera y la Segunda Avenida. El cruce estaba desierto y oscuro, pues los almacenes de ambos lados tenían los postigos bajados y la única farola de la calle quedaba lejos, en la esquina. En ese momento no había ningún peatón. Sin decir palabra, se volvieron el uno hacia el otro y sus labios se encontraron.

      Al cabo, Gisela se movió y Basil la liberó de su abrazo.

      —He viajado diez mil kilómetros para esto —le dijo—. Querían que me quedase en Japón otro año más, o dos.

      —Me alegro de que no lo hicieras —contestó ella temblorosa.

      —¿De verdad? ¡Entonces rompe ese contrato con Brereton!

      —Es que… No lo sé.

      —¿El qué no sabes?

      —Esta noche, cualquier mujer que no fuese una lunática o una tarada te parecería adorable. Mañana… —Se encogió de hombros—. No hace falta que vayas más lejos, la estación está solo a dos manzanas.

      Sin contestar, Basil soltó el embrague. El coche se deslizó hacia las luces oropeladas de la avenida Lexington. En Grand Central, inclinó la cabeza para besarle la mano.

      —Iré a Brereton mañana por la mañana.

      —¿Por la mañana? ¡Pero tendrás que ver a Faustina primero!

      —A la señorita Crayle la veré esta noche.

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