Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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perdonavidas.

      —¿Vieja Percherona? —repitió Gisela sin entender esa nueva expresión.

      Alice esbozó una mueca burlona.

      —Es como llaman las chicas a la señora Lightfoot.

      —Entonces —continuó Gisela pensativa—, si Faustina perdiese su empleo, ¿podría ser simplemente porque no tiene el carácter necesario para ser una buena profesora?

      —Tal vez. —Alice la observaba haciendo cábalas—. ¿Ha perdido su empleo?

      —Eso no es asunto mío, ni tuyo tampoco. —Gisela se apresuró a cambiar de tema—. ¿Crees que podría recuperar la carta que acabo de enviar si telefoneo al jefe de correos en el pueblo y le explico que necesito que me la devuelvan?

      Alice soltó una estridente carcajada.

      —Querida, tu carta está ahora en manos del servicio postal del Tío Sam. Tendrías que abrirte paso a machetazos por una jungla de papeleo y rellenar cincuenta formularios por quintuplicado. E incluso así dudo que te la devolvieran. ¿Por qué quieres recuperarla? ¿Demasiado ardiente?

      —Pues claro que no. —Gisela estaba molesta.

      —¿Entonces qué?

      —He escrito una posdata por impulso y ahora me arrepiento, pero, en fin, supongo que sería lo que aquí llamáis «perseguir berenjenales».

      —¿Te refieres a «meterse en un arcoíris»? —replicó la otra con malicia.

      Habían llegado a la puerta principal. Alice giró el pomo y empujó.

      —Qué raro, han echado el pestillo.

      Gisela tocó el timbre. Se quedaron allí tiritando en medio de la ventisca mientras la última luz del día se apagaba y la oscuridad crecía a su alrededor.

      —¡Al diablo! —exclamó Alice—. Vamos por la puerta de atrás, siempre está abierta.

      Gisela asintió, aunque sospechaba que a la señora Lightfoot no le harían gracia esas informalidades.

      Fueron arrastrando los pies por el camino que rodeaba el edificio, con las cabezas desnudas agachadas contra el viento y las manos sin guantes metidas en los bolsillos. Las ventanas del salón estaban a oscuras, pero cuando dieron la vuelta a la esquina, la luz que salía de la cocina atravesaba hospitalaria la penumbra. Alice abrió la puerta de servicio y Gisela entró tras ella.

      En esa antigua casona de campo, la cocina era más grande que el salón de un piso corriente en Nueva York. Una cocina diseñada en la época en que había cocineras de sobra y los salarios eran exiguos, de modo que nadie se preocupaba de cuántas manos hacían falta para preparar una comida. Los aparatos y pertrechos modernos —la cocina de gas, la pila de acero inoxidable y el frigorífico eléctrico— parecían fuera de lugar en esa enorme estancia con su ristra de ventanas encortinadas y su suelo de tablones de roble que se fregaba y se enceraba todos los días.

      La cocinera estaba en la pila, pelando y lavando coles de Bruselas. Del horno salía un aroma a castañas asadas. La mesa del centro estaba repleta de hojas y flores otoñales: crisantemos, flores de amelo, hojas de roble y de zumaque. Faustina las estaba colocando en un enorme jarrón de cristal Steuben, tarea habitual de las profesoras de menor antigüedad en Brereton. Iba vestida como para salir a la calle, con un abrigo azul y un sombrero de fieltro marrón.

      Alice se detuvo y le preguntó:

      —¿Acabas de entrar?

      —Sí. —Faustina la miró con un vago aire de sorpresa. En ese momento se abrió la puerta de la escalera de servicio y Arlene entró en la cocina. Llevaba una bandejita de té en una mano—. He estado media hora cortando flores en el jardín. —La respuesta parecía más vehemente de lo que requería una pregunta tan casual—. ¿Por qué lo dices?

      —Ah, por nada. —Alice arqueó una ceja y torció el gesto en una perfecta mezcla de desdén e incredulidad—. Creí que te había visto asomada a una de las ventanas de arriba ahora mismo, cuando veníamos por el camino de la entrada.

      Un estruendo de cristal y porcelana haciéndose añicos siguió a sus palabras. La bandeja de Arlene se había caído al suelo.

      —¿Es que no puedes ir con más cuidado, Arlene? —le gritó con aspereza la cocinera—. ¡Otras dos tazas perdidas! Cuando yo era joven, nos enseñaban a cuidar la porcelana buena, pero hoy en día sois todas unas atropellaplatos. ¿Qué pasa? ¿Enamoriscada?

      Arlene estaba inmóvil, mirando a Faustina con ojos aterrorizados.

      —Ve a por la escoba y el cogedor y limpia este desastre —siguió la cocinera—. Le diré a la señora Lightfoot que te lo descuente del sueldo.

      —¡Déjenme pagarlo a mí! —repuso Faustina en un impulso—. Al fin y al cabo, soy yo quien la ha sobresaltado.

      Alice había observado la escena con ferviente interés.

      —¡No seas boba, Faustina! —terció entonces—. Tú no has hecho nada. ¿O sí? —añadió volviéndose hacia Gisela.

      —No —convino esta última algo reacia—. Nada que yo haya visto.

      Aquella respuesta pareció alterar a Alice, pero la joven no dijo nada más hasta que Gisela y ella estuvieron de nuevo solas, cruzando el comedor en dirección al vestíbulo.

      —Imagino que eres consciente de que han sacado a cinco chicas de la escuela desde que empezó el curso.

      —No. Sabía que se habían marchado tres, no pensaba que fueran tantas como cinco.

      —Y dos de las doncellas se despidieron de forma muy repentina. —Alice miró a su compañera. La luz que entraba desde la puerta del pasillo realzaba su expresión: tenía los ojos brillantes y los labios rojos curvados en una mueca socarrona y despectiva—. Voy a decirte una cosa, Gisela von Hohenems. Si le has hablado a tu novio psiquiatra de Faustina Crayle, ¡lo lamentarás!

      CAPÍTULO TRES

      Vino y veneno lujurioso, leche y sangre,

      en ti mezclados…

      Gisela continuó con esa sensación de inquietud todo el día siguiente, bastante desproporcionada teniendo en cuenta lo poco que sabía de Faustina. Sin embargo, cierto eco de una situación similar parecía agazaparse en el umbral de su memoria consciente. Emociones asociadas a esos otros hechos olvidados estaban alcanzando la esfera del discernimiento transformadas en una impresión perturbadora y funesta. Era como el hombre que padece neurosis de guerra y se encoge de miedo al oír una explosión sin saber por qué lo hace. Una vez más, se daba cuenta de que las emociones circulan con más libertad que los hechos o los conceptos por los diversos planos de la consciencia.

      Tenía pocas esperanzas de recibir una respuesta inmediata de Basil Willing. Su última carta le había llegado desde Japón. Por lo que sabía, aún podía estar en el extranjero con la Marina. Le había escrito, en gran parte, porque no tenía nadie más a quien confiarse.

      No volvió a ver a Faustina hasta la reunión del comité para la obra de teatro griega. Alice fue la primera en llegar, con un cigarrillo colgando de la comisura de los labios.

      —¿Qué es todo eso de que han despedido a Faustina? —le preguntó con perezosa insolencia al tiempo que se acurrucaba en el banco de la ventana.

      —Yo no sé más —repuso Gisela—. Solo que se va.

      —¿Por qué? —insistió la otra.

      —No lo sé.

      Ninguna de las dos oyó la puerta al abrirse, pero ahora Faustina estaba en el umbral con una carpeta de bocetos bajo el brazo.

      —He llamado —aseguró tímidamente—. Supongo que no me habéis oído. Como oía voces, he entrado.

      Alice la miró burlona.

      —No