Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal


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      —¡No me mires así! No soporto a la gente como ella. Tiene que espabilar.

      —¿Ah, sí? Has sido muy cruel, Alice. Y era algo innecesario, ahora que se marcha.

      —Eres una blandengue. —Alice aplastó el último de los muchos cigarrillos que se había fumado y se levantó—. Alguien debería enseñar a Faustina a defenderse.

      —¿Apaleándola hasta dejarla casi sin sentido? Porque eso es lo que has hecho, psicológicamente.

      Alice se detuvo en el umbral de la puerta. Su belleza morena y madura nunca había parecido tan seductora. Hizo amago de hablar otra vez, pero luego solo murmuró: «¡Al diablo!» y se fue sin decir ni una palabra más.

      Cuando Gisela terminó sus clases, salió a dar un paseo por los jardines con la esperanza de que el ejercicio físico purgase su mente de los fantasmas del subconsciente.

      Era uno de esos días de otoño engañosos, cuando la clara luz del sol parece cálida y se nota fría. Un camino que serpenteaba entre árboles la llevó hasta el riachuelo que limitaba los terrenos de Brereton. Para volver cogió otro y salió de la arboleda a una pradera que subía en pendiente desde el arroyo hasta la escuela. Se detuvo al ver a alguien dibujando detrás de un caballete en medio del claro.

      Era Faustina.

      Llevaba de nuevo su abrigo azul, pero esta vez tenía la cabeza descubierta. Los alargados rayos del sol vespertino doraban el pálido halo de su cabello y le daban a su rostro un fulgor desacostumbrado. De espaldas a la casa, esbozaba las vistas desde la pradera: una fila de sauces bordeando el riachuelo y, al otro lado, una colina con unos cuantos árboles dispersos, de hojas inmóviles en aquel día sin viento, recortados contra un cielo brillante y azul. A sus pies había una caja de pinturas y con la mano izquierda sostenía una pequeña paleta. Manejaba el pincel con trazos hábiles y rápidos, tan absorta en lo que hacía que no pareció advertir la presencia de Gisela.

      Sin hacer ruido —llevaba zapatos con suela de goma—, esta se acercó un poco más para echar un vistazo al dibujo sin molestar a Faustina. Entonces ocurrió algo; algo tan inexplicable que Gisela se paró en seco.

      Faustina seguía ensimismada en su boceto. La mano que sujetaba el pincel aún se movía con destreza y precisión, pero había perdido velocidad. De pronto, cada gesto que hacía era lánguido y pesado, como los movimientos de los personajes en una película a cámara lenta.

      En esa tarde mansa y soleada, el propio tiempo parecía ralentizarse, como un reloj al que hay que dar cuerda. El universo no estallaba, como afirman algunos físicos modernos: expiraba lentamente de puro agotamiento… Entonces se levantó la brisa y agitó las ramas de los árboles. Se movían con un tempo normal. Solo Faustina Crayle parecía cada vez más y más somnolienta, como si el pincel se le fuera a caer de entre los lánguidos dedos en cualquier instante. Había algo aterrador en ese repentino desvanecimiento de su impulso vital. Parecía una máquina que se apagaba porque la electricidad se hubiera derivado para algún otro propósito…

      Cuánto tiempo estuvo allí de pie, nunca llegaría a saberlo. La sacó de ese estado un grito que le hizo olvidar todo lo demás. Venía de una de las ventanas abiertas detrás de Faustina.

      Gisela corrió hacia la que tenía más cerca. Era la biblioteca. Estaba vacía y, salvo por una cortina que se estremecía con la brisa, allí nada se movía. Reinaba la penumbra, pues las oscuras persianas estaban medio bajadas y bloqueaban las doradas lanzas del sol crepuscular. La puerta del pasillo estaba cerrada. Había otra puerta entreabierta. De aquella rendija salía una voz aguda sacudida por los sollozos:

      —¡Beth, no! ¡Por favor! ¿Qué hago?

      Gisela dio la vuelta y entró corriendo en aquella estancia más pequeña y amueblada con varios escritorios. Allí las cortinas volaban descontroladas, pues tanto la puerta que daba al pasillo como las ventanas, enfrente, estaban abiertas. Meg Vining estaba en cuclillas en el suelo. Su rostro, por lo general tan sonrosado y hermoso, parecía ahora casi desagradable…, lívido y tenso. A su lado yacía Beth Chase, mustia, inconsciente. Sus pecas ya no resultaban cómicas. Destacaban, marrones como manchas de tinta antiguas, en un semblante que se había vuelto casi cadavérico.

      Gisela se arrodilló enseguida y frotó las manos heladas de la muchacha. Tenía el pulso tan débil que le costó varios intentos encontrárselo.

      —Una conmoción. —Su voz firme acalló los lamentos de Meg—. Dile al ama de llaves que traiga mantas y botellas de agua caliente.

      —¿Qué ha pasado?

      La voz temblorosa era de Faustina. Estaba fuera, al otro lado de una puerta ventana, con los ojos abiertos como platos. Aún tenía el pincel mojado en la mano. A su espalda quedaba el paisaje que había estado dibujando: la pradera que bajaba hasta el arroyo y la colina alzándose hasta encontrarse con el cielo. Dio un paso adelante para cruzar el umbral.

      Meg Vining gritó:

      —¡No! ¡No te acerques a mí!

      —¡Margaret! Contrólate. —Gisela se sorprendió de la aspereza de su propio tono—. Faustina, ve a buscar al ama de llaves, por favor. Dile que traiga mantas y botellas de agua caliente. Beth Chase se ha desmayado. Deprisa.

      —Por supuesto. —Faustina salió por la puerta del pasillo.

      Gisela se quitó la chaqueta, envolvió con ella a Beth y meció a la chiquilla en sus brazos.

      —¿Qué ha pasado? —le preguntó a Meg sin apartar la vista del pálido rostro de Beth.

      —No lo sé.

      Entonces se volvió hacia ella.

      —¿Cómo que no lo sabes? Algo habrá pasado.

      Un rosa intenso inundó las mejillas de Meg. El labio inferior formaba una mueca obstinada.

      —No sé por qué se ha desmayado, señorita Von Hohenems. Será por algo que haya visto. O a lo mejor está enferma. Ha gritado y se ha caído redonda sin más.

      Gisela oyó unos pasos que se acercaban a toda prisa por el pasillo. Apenas le quedaban unos segundos a solas con Meg. Intentó aprovechar ese momento.

      —Esto es muy serio, Margaret. Dime la verdad. ¿Qué ha ocurrido?

      —Le he dicho la verdad, señorita Von Hohenems. —Ahora los ojos de la muchacha brillaban fríos como diamantes azules, pero se le quebraba la voz.

      —Me parece que no.

      Antes de que pudiera continuar, sin embargo, la señora Lightfoot irrumpió en la habitación seguida por Faustina y el ama de llaves, que iba cargada de mantas.

      Fue la señora Lightfoot la que subió a Beth al piso de arriba. Gisela nunca había visto esa faceta de su carácter, una ternura maternal contenida que encontraba desahogo en el cuidado de los hijos de los demás. No pensaba en sí misma ni en la escuela cuando acomodó a Beth en su propia cama y suspiró aliviada de corazón cuando el color fue volviendo poco a poco a aquellas pálidas y demacradas mejillas y un leve sudor le oscureció el claro cabello castaño de las sienes.

      Al fin, Beth alzó las rubias pestañas y recorrió con la mirada esa habitación desconocida.

      —¿Qué…? ¿Dónde…?

      —No te muevas e intenta descansar —le dijo con dulzura la señora Lightfoot—. El ama de llaves se quedará aquí contigo y te traerá lo que necesites. —Luego la directora se levantó y miró a las demás—. Gracias, señorita Von Hohenems, por actuar con tanta prontitud. Margaret, acompáñame a mi despacho.

      —Sí, señora Lightfoot.

      El rostro de Meg se veía de nuevo terso y sonrosado cuando salió tras ella de la habitación.

      Mientras se dirigía por el pasillo a su propio dormitorio, Gisela oyó unos pasos apresurados. Faustina la alcanzó y se puso a su lado, con la respiración entrecortada.

      —¿Por