Luis Seguí

Sexualidad y violencia


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la civilización. Asumiendo estas premisas surgen de inmediato dos conclusiones: al negar el carácter ahistórico al patriarcado, hay que admitir al menos como hipótesis que no tiene porqué durar eternamente; y no menos importante, el patriarcado es un sistema en cuyo origen y consolidación a través de milenios han tomado parte los hombres y las mujeres, aunque se trate de una relación asimétrica que deja a las mujeres un papel subordinado. Como sucede siempre con los procesos históricos la ley va por detrás de la realidad social, de modo que cuando un hecho es objeto de normativización jurídica es porque su existencia se ha convertido en un problema que afecta al grupo. No cabe duda acerca de que el rol subordinado asignado a la mujer es anterior a la institucionalización del patriarcado, pero la minuciosidad con la que tanto en el Código de Hamurabbi como en la legislación mesoasiria se regula la conducta sexual, aplicando mayores restricciones a la mujer que a los hombres, da cuenta de hasta qué punto el control de la sexualidad femenina pasó a ser una cuestión de Estado: esposas, concubinas, esclavas y prostitutas tenían sus respectivos espacios claramente definidos en la estructura social, así como los castigos aplicables a los infractores, siempre más leves si se trataba de sujetos masculinos.

      Entonces, como hasta no hace demasiado tiempo entre nosotros, la dominación masculina tanto en el ámbito doméstico como en el conjunto de la sociedad estaba consagrada por la costumbre y la tradición, por la naturaleza, casi siempre respaldada por algún mandato divino. En la era de la hipermodernidad, donde impera lo que Jacques-Alain Miller describió como el «desorden de lo real», presenciamos lo que se ha dado en llamar la «implosión del género»1 en sus diferentes variaciones, una pluralización que de pronto aparece como ilimitada y que hace obstáculo a la categorización, dado que los distintos modos de goce impiden actualmente establecer un límite preciso entre lo masculino y lo femenino: gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales, andrógino, sin género, género fluido, queer, y los que vayan surgiendo2, muestran que no existe ni ha existido nunca una sexualidad marcada como destino por las características anatómicas de los sujetos. Ahora se sabe que la anatomía no es el destino. En otras palabras, mientras que el sexo tiene que ver con la naturaleza el género es una construcción cultural, «de lo que somos en términos de plan de vida, de autobiografía» como sostiene Irene Greiser3, y como tal producto social está sometido a cambios, adecuaciones, rectificaciones, redefiniciones, por lo que en aquellos países que han sido adelantados en legislar sobre la materia —en particular España y Argentina4— la utilización del significante «género» como eje vertebrador de las relaciones entre hombres y mujeres ha estado acompañado de polémica. Y ello tanto por la circunstancia de que la multiplicidad de los modos de goce de cada sujeto desborda el concepto, como por la evidencia de que la violencia machista que tiene a las mujeres como víctimas principales también extiende su radio agresivo a otros colectivos —gays, transexuales, minorías étnicas— que no pueden encuadrarse en un género determinado, como sucede con los niños y adolescentes víctimas de la paidofilia, sean chicos o chicas. Como acertadamente señala Gerda Lerner:

      «Género» es la definición cultural del comportamiento que se define como apropiado a cada sexo dentro de una sociedad determinada y en un momento determinado. El género es un conjunto de papeles sociales. Es un disfraz, una máscara, una camisa de fuerza dentro de la cual hombres y mujeres practican una danza desigual5.

      Por esta razón, en estas páginas no se utilizará la expresión violencia de género, sino violencia contra la mujer o feminicidio, abordando de manera separada la violencia ejercida contra personas de otros colectivos cuando aquella aparezca directa o indirectamente relacionada con la condición o elección sexual de la víctima. Por otro lado existen situaciones de hecho que exceden el ámbito de aplicación de la Ley de 2004 —que define la violencia de género como aquella que se ejerce contra la mujer «por el hecho de serlo»—, dejando sin respuesta a la violencia «intragénero», donde una mujer agrede a su pareja o ex pareja también mujer, o cuando una mujer agrede al hombre que era o es su partenaire, aunque estos casos no parezcan estadísticamente significativos. Resulta por lo tanto pertinente la observación de Álex Grijelmo en su Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo6 sobre la insuficiencia de la letra de la ley porque aunque

      […] no se nombra de qué género se trata […], pero todos sobreentendemos por el contexto que es una violencia que ejercen los varones7.

      Como ha demostrado la experta en neuroimagen cognitiva Gina Rippon8, no existe un cerebro femenino diferente del masculino9, y la utilización del género epiceno para aludir a hombres y mujeres sin necesidad recurrir al manido lenguaje inclusivo y aludiendo —constante y cansinamente— a ellos y ellas, algo que no debiera entenderse como una discriminación de la mujer, aunque adoptar este criterio pueda ser objeto de críticas por parte de los militantes de la corrección política, ignorantes de que el desdoblamiento altera la economía del idioma —y la belleza— de una lengua hermosa y precisa, como ha señalado muy recientemente el director de la Real Academia Española.

      En suma, como bien ha señalado Eric Laurent, jugar con el poder del significante con la vana ilusión de neutralizar las diferencias —la sexual, entre otras— no es sino una manera de velar la no relación sexual:

      […] la inclusión de la escritura inclusiva es a este precio. Se apoya en el hecho de que el significante como tal puede borrar la diferencia sexual10.

      Siguiendo el criterio sostenido por la Real Academia Española y entidades similares de otras naciones hispanohablantes, tampoco se empleará el morfema –e, enseña del género neutro, cuyo uso es aún muy limitado. Teniendo en cuenta —como lo ha señalado Beatriz Sarlo— que los cambios en la escritura y el habla no dependen de las decisiones académicas ni pueden ser impuestos desde la calle, la incorporación de dicho morfema al habla común y a la escritura parece estar en una etapa muy prematura y lejos de consolidarse.

      Para el psicoanálisis la elección del sexo atraviesa lo natural y los sujetos pueden situar su cuerpo de un lado o de otro, más allá de su destino anatómico, porque «la sexualidad misma ha sido subvertida en la especie humana por la sexuación»11, lo que significa que en el inconsciente freudiano no está inscrita en modo alguno la diferencia de lo que es ser mujer o ser hombre.

      Lo que hay son hombres y mujeres. El psicoanálisis ha desarrollado un corpus teórico, sustentado en su práctica, alrededor de la elección de objeto: hay hombres y hay mujeres, y al mismo tiempo se constatan múltiples elecciones de objeto intransferiblemente personales, y de las que cada uno ha de hacerse responsable, en tanto cada cual tiene el derecho de elegir de qué lado de las fórmulas de la sexuación decide ubicar su cuerpo. La circunstancia de que la ley permita que cada quien pueda corregir su identidad sexual, contrariando la que recibió en su organismo, no hace sino confirmar la premisa psicoanalítica que sostiene que hay una elección sexuada —aunque sea inconsciente—, pero que la misma exige el consentimiento de cada parlêtre para ratificarla o rectificarla.

      II

      La historia no es un tema reservado a unos pocos profesores solitarios en sus bibliotecas. Es una actividad ciudadana, compartida, y no ser capaz de pensar de forma histórica hace que seamos todos ciudadanos empobrecidos.

      Mary Beard

      La convicción ideológica que sostiene la creencia en la superioridad masculina sobre la mujer es transcultural, está presente en sociedades y culturas muy diferentes, y por lo que respecta a la tradición judeocristiana ha encontrado apoyo en los desarrollos teológicos y filosóficos de los Padres de la Iglesia12, en muchos casos convertidos en doctrina oficial. Si para Aristóteles la mujer es un varón fallido cuya mayor virtud era permanecer callada, los escritos de Agustín de Hipona y varios siglos más tarde los de Tomás de Aquino —ambos en la línea de reconciliar el pensamiento aristotélico con la doctrina cristiana— comparten la opinión de que la mujer no solo es inferior al hombre en todos los sentidos, sino que es el instrumento preferido por Satanás para corromper y llevar a los hombres al pecado. Femina est mas occasionatusr, repetirá Santo Tomás siguiendo al Estagirita: la mujer es un macho fallido. San Agustín, por su parte, en De civitate Dei explica que la razón por la que el Diablo tentó