Luis Seguí

Sexualidad y violencia


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el principio de autoridad impulsado por el superyó, liberándose así de la «angustia social» generada por la amenaza de castigo. Diez años más tarde de «La agresividad en psicoanálisis», Lacan volverá sobre la relación entre una y otra señalando que

      Para recordar cosas inmediatamente evidentes, la violencia es ciertamente lo esencial de la agresión, al menos en el plano humano. No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Si la violencia se distingue en su esencia de la palabra, se puede plantear la cuestión de saber en qué medida la violencia propiamente dicha —para distinguirla del uso que hacemos del término agresividad— puede ser reprimida, pues hemos planteado como principio que solo se podría reprimir lo que demuestra haber accedido a la estructura de la palabra, es decir, a una articulación significante. Si lo que corresponde a la agresividad llega a ser simbolizado y captado en el mecanismo de lo que es represión, inconsciencia de lo que es analizable e incluso, digámoslo de forma general, de lo que es interpretable, ello es a través del asesinato del semejante, latente en la relación imaginaria20.

      Esa agresividad imaginaria se ve reconducida, en la generalidad de los casos, hacia la socialización, mediante la internalización de los valores impuestos por el discurso del amo, empujados por el superyó, ante el cual la amenaza de castigo satisface un rol liberador de lo que Freud denominaba «angustia social».

      Lacan abordó tempranamente en su enseñanza la diferencia, no siempre nítida, que existe entre la agresividad y la violencia, a la que se identifica con el pasaje al acto. En ocasión de su seminario dedicado a Los escritos técnicos de Freud, dictado entre los años 1953-1954, alude a un comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneingung planteándose un interrogante retórico:

      ¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina allí, incluso sin que se la provoque?21

      sugiriendo que la violencia está ahí en potencia, latente, transformándose en acto en ausencia de la palabra. El mismo Lacan retomará esta cuestión en el curso desplegado entre los años 1957-1958, en el Seminario Las formaciones del inconsciente.

      Sin embargo, la experiencia muestra que en demasiadas ocasiones el pasaje al acto sobreviene sin pasar siquiera por la palabra y que, aun estando presente la palabra, esta no basta para conjurar la violencia, porque el cruce de significantes entre los interlocutores no garantiza en absoluto que el enunciado y la enunciación sirvan a un propósito común. A diferencia del manido dicho de que «hablando se entiende la gente», lo cierto es que la gente no se entiende, precisamente, porque habla, y el hablar está en relación con la dimensión de la verdad, que es misteriosa, inexplicable, y que tiene estructura de ficción, como se verifica en particular en el discurso jurídico, cuyo fundamento es la búsqueda de la verdad. El efecto de ficción que este discurso evoca en la teatralidad de los procedimientos judiciales —explotado ad nauseam en las películas y las series televisivas— no hace más que poner en evidencia la insuficiencia del lenguaje, la imposibilidad de encerrar en palabras todos los hechos y la subjetividad de los protagonistas, y que exhibe su impotencia cuando pretende eliminar las paradojas y contradicciones. Lacan señala esta paradoja en el Seminario Aún, al decir que

      […] todavía hoy al testigo se le pide que diga la verdad, solo la verdad, es más, toda si puede, pero por desgracia ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe, pero en realidad lo que se busca, y más en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce se confiese, y precisamente porque puede ser inconfesable. Respecto a la ley que regula el goce, esa es la verdad buscada22.

      Nuestro mundo se caracteriza por producir más malestar del que los sujetos pueden consumir, es decir, soportar, sin volverse locos, entendiendo por locura las manifestaciones individuales y colectivas más diversas, incluidas las que tienen las mayores apariencias de normalidad y racionalidad. Desde que Lacan pusiera patas arriba el cogito cartesiano que inauguró la filosofía racionalista, contemporáneamente a lo que Gastón Bachelard identificó como el nacimiento del espíritu científico, reemplazándolo por el axioma «o no pienso o no soy», sabemos que no todo lo que un sujeto dice o hace puede ser explicado racionalmente; de ahí que cuando el pensamiento racional choca con la imposibilidad de comprender las innumerables acciones humanas que se muestran carentes de sentido, lo único que puede decirse es que, en efecto, no lo tienen si se las contempla con las anteojeras del racionalismo. De hecho, el inconsciente no tiene que ver con el sentido sino con el sinsentido, con la falla y la división subjetiva, independientemente del hecho de que no todos los síntomas pasan por el inconsciente y que cada sujeto goza a su manera.

      II

      En El malestar en la cultura, Freud identificaba las tres principales fuentes de padecimiento que les impedía a los seres humanos conseguir la dicha:

      […] la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad23.

      En cuanto a las dos primeras constataba la impotencia del hombre para dominarlas por completo, e incluso se anticipa al anunciar que los avances de la ciencia y las técnicas —con ser gigantescos— no han hecho a los hombres más felices. Por lo que se refiere a la insuficiencia de las normas jurídicas para controlar y sublimar las pulsiones, apunta como un factor de desengaño la persistencia de lo que denomina lo «anímico primitivo», un factor que para él es imperecedero en el sentido más pleno, contra el que la conversión de la fuerza bruta original en derecho se muestra solo parcialmente eficaz. Y luego, la desoladora conclusión de que

      […] el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarle y asesinarle24.

      Contra las malas inclinaciones del hombre no bastan la educación, la cultura y mucho menos la amenaza de castigo, le escribirá Freud a Albert Einstein en 1932, insistiendo en que ni esa amenaza ni el reproche social son suficientes para evitar que los hombres liberen esa hostilidad primaria y recíproca que pervive a través de los tiempos, una opinión claramente tributaria del pensamiento de Thomas Hobbes. Si el hombre es un lobo para el hombre —homo homini lupus—, para los pensadores contractualistas como Hobbes, la sociedad debió de fundarse sobre un pacto para que los hombres dejaran de matarse unos a otros, delegando en una autoridad que estuviera por encima del grupo la administración de la violencia y el castigo a los transgresores. El mito del asesinato del padre inventado por Freud y la consiguiente instauración de la prohibición del asesinato y el incesto convierten estos preceptos del tabú en el primer derecho, surgido de lo que Walter Benjamin denomina violencia fundadora para distinguirla de la violencia conservadora, destinada a garantizar la preservación del orden social.

      La comunicación enviada por Albert Einstein a Freud —que hizo también extensiva a otras personalidades mundiales de la ciencia y la cultura— transmitía un angustiado interrogante, a la vista de la situación política europea: ¿cómo evitar una próxima guerra? La respuesta de Freud no podía ser más pesimista con respecto a la influencia que pudieran ejercer los defensores de las ideas frente a la fuerza, y la impotencia demostrada por la Liga de las Naciones. Escribe:

      Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia […] son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento —técnicamente se las llama identificaciones— entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad25.

      Resulta extremadamente interesante detenerse en esta afirmación freudiana acerca de los dos factores que estima como determinantes