Luis Seguí

Sexualidad y violencia


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ofrecen las redes, ha transformado la relación entre la ciudadanía y el poder convirtiendo el sistema político en una poliarquía, lo que supone una recolocación de las identidades y una modificación de la relación entre la sociedad política y la sociedad civil que conduce a una construcción transversal de la subjetividad. Ya no es posible en un régimen democrático tomar las decisiones que conciernen a asuntos importantes como si se tratara de un ukase, un decreto real al que los sujetos han de obedecer porque así lo ha decidido la autoridad, por legítima que sea, como se ha demostrado a lo largo del último decenio en diferentes países donde ciertas decisiones gubernamentales han sido y son cuestionadas por la vía de los hechos, al margen de las instituciones.

      En la actualidad, en muchos países del mundo, tanto en Occidente como en otras latitudes, asistimos a un retroceso de los poderes centralizados, en una relación de constante tensión con las resistencias con las que esos poderes resisten el embate. Francia —un paradigma de verticalidad política y administrativa— representa un ejemplo de hasta qué punto el empuje de movilizaciones ciudadanas que rápidamente se transforman en protesta social, sin que obedezcan a un liderazgo individualizado o se identifiquen con una determinada ideología, más allá de un vago libertarismo, pueden de pronto transformar el panorama político. El sindicalismo francés, con una larga tradición de lucha y una gran capacidad organizativa se vio sorprendido por una movilización inorgánica, sin una dirección, capaz de alcanzar una masa crítica que ponga contra las cuerdas al poder, como se ha comprobado con los llamados chalecos amarillos. Algo similar ocurrió en Chile cuando las calles fueron ocupadas durante meses por multitudes indignadas por el aumento de la desigualdad y la tenacidad del gobierno de derechas en mantener la política económica diseñada durante la dictadura de Pinochet. Estos movimientos han podido gestarse y manifestarse gracias a la presencia de dos factores: en primer lugar, la magnitud de la precarización y pérdida de calidad de vida de ciertos colectivos sociales que, sin adscribirse a una clase social determinada y gracias precisamente a esa transversalidad, arrastran a otros grupos que suman sus propias reivindicaciones a las que dieron origen a la protesta; y en segundo lugar, el papel alcanzado por la utilización extensiva de las redes sociales, tanto para compartir las respectivas demandas como para convocar las manifestaciones en las calles con apenas minutos de antelación. El descontento por las malas condiciones de vida en los barrios periféricos de París y otras ciudades francesas —la malaise des banlieues— desató en el año 2005 una violencia destructiva espontánea por parte de sus habitantes, en su mayoría migrantes o descendientes de migrantes, centrada en la quema de vehículos y ataques a edificios públicos que la policía sofocó sin contemplaciones con una violencia represiva aún mayor.

      Aunque aquellos acontecimientos no tenían en común más que el rechazo a unas condiciones de vida insoportables, y su carácter espontáneo e inorgánico, junto a ciertas medidas paliativas adoptadas por la Administración, hicieron de ellos un episodio pasajero. Muy diferente es la naturaleza de la protesta iniciada por los «chalecos amarillos», que pese a no disponer de una organización ni de una dirección unificada, ha conseguido estar presente en las calles de las principales ciudades y muchos pueblos de Francia —cuya violencia también se ha cebado en la destrucción de mobiliario urbano, transportes públicos y privados, tiendas y escaparates—, y que finalmente ha conseguido integrarse en un gigantesco movimiento huelguístico pacífico cuyo detonante fue el intento gubernamental de modificar el régimen de pensiones, en el que participan cientos de miles de trabajadores, incluidos sectores importantes de las clases medias. Su tenacidad reivindicativa ha hecho retroceder al gobierno, que ha aparcado la reforma, al menos momentáneamente, aunque el presidente Macron ha insistido en que no renunciará a imponerla30. También en Chile el actual Gobierno de la derecha ha debido replantearse su política social —en especial con una mejora de las pensiones y la revisión del coste de los estudios universitarios— y forzado a prometer una investigación de los brutales excesos represivos que han dejado muertos y cientos de heridos, algunos de ellos gravemente mutilados, además de las agresiones sexuales protagonizadas por los Carabineros —una fuerza policial militarizada— contra manifestantes detenidos, mientras está en marcha el proceso de reforma de la Constitución heredada del pinochetismo.

      Aunque aún es pronto para comprobar el grado de profundidad que sin duda tendrán los efectos sociales y políticos —además de los económicos— desatados por la pandemia del Covid-19 que comenzó a finales del año 2019 y que el mundo continúa padeciendo, nadie debería sorprenderse si en muchos países la movilización de colectivos de humillados y ofendidos por la precariedad y la desigualdad, por la exclusión, el paro o sencillamente la pérdida de calidad de vida extraigan la conclusión de que la única vía para forzar al poder a reformular el contrato social es el empleo de la violencia. De hecho, se constata una multiplicación de la violencia como instrumento de acción política en muchos países que, sin estar en guerra —como sí lo están Siria, Yemen o Libia— grupos sociales muy diversos llevan adelante sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas desafiando las prohibiciones y la represión policial, desde Hong Kong hasta el Líbano, que está cada vez más cerca de convertirse en un Estado fallido. Ante el empuje de lo que Jacques-Alain Miller ha denominado la hipermodernidad, donde el goce ha reemplazado al ideal, parece que aún existen quienes se resisten a que sus vidas sean dirigidas con los criterios de la biopolítica y el neoliberalismo. Si bien no parece probable que se plantee algo similar a una situación revolucionaria o prerevolucionaria en los términos que la caracterizaba Lenin a comienzos del siglo XX, siempre hay que tener presente que cuando una protesta social que ha alcanzado una masa crítica se solapa con una crisis política, las consecuencias sistémicas pueden quedar fuera de control.

      Los sucesos que han conmocionado a los Estados Unidos y a buena parte del resto del mundo después del asesinato de George Floyd, un ciudadano negro de 46 años, por policías blancos en Minneapolis el 25 de mayo de 2020, constituyen un buen ejemplo del carácter explosivo que puede alcanzar una acumulación de agravios que, en el caso de la comunidad afroamericana se remonta hasta el año 1619, cuando desembarcaron en Norteamérica los primeros esclavos.

      El movimiento «Black Lives Matter» —Las vidas negras importan— surgió en los Estados Unidos en 2013 en ocasión del asesinato del joven negro Trayvon Martin por el policía blanco George Zimmerman, que fue absuelto del crimen. Alicia Garza, una de sus fundadoras, lo define como una reacción a la forma en la que los ciudadanos negros son privados sistemáticamente en su país de sus derechos humanos básicos y de su dignidad, empezando por su propia vida a manos de la violencia institucional representada por agentes de policía blancos. Black Lives Matter es tributario de los movimientos precedentes, desde el Black Power hasta la Asociación Pro Derechos de los Afroamericanos y la cruzada iniciada por el reverendo Martin Luther King, un movimiento transversal en el que confluyen la protesta social que generó «Occupy Wall Street» y la lucha feminista de «MeToo». La circunstancia de que al asesinato de Floyd le siguieran más muertes de ciudadanos negros a manos de policías blancos en diversas ciudades de los EE UU no solo ha potenciado las protestas en ese país —cuyos cimientos originarios se basan en la esclavitud y el exterminio sistemático de la población nativa—, sino que las mismas se han extendido por muchos otros países en forma de inmensa ola antirracista. La diferencia con los demás países es que el racismo no es un fenómeno coyuntural en EE UU, sino estructural, por lo que la derrota de los Estados esclavistas en la Guerra Civil que acabó en 1865 no modificó sustancialmente la situación económica, social y política de los negros norteamericanos, como ha quedado registrado en la mejor literatura norteamericana desde Walt Whitman y Henry David Thoreau —ambos activos abolicionistas—, y continuando en el siglo XX con Upton Sinclair, William Faulkner, Tennesse Williams, John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, John Steinbeck, Carson Mc Cullers, Harper Lee y Ernest Hemingway. Y, obviamente, también entre los escritores negros como Richard Wright, James Baldwin, Ralph Ellison, Toni Morris, Alice Walker y Colson Whitehead, ganador de dos Premios Pulitzer consecutivos en 2017 y 2020. Todos ellos, y muchos otros, han dejado en sus textos testimonios más o menos explícitos de la discriminación racial que les fue impuesta a los negros norteamericanos. El historiador Philip Jenkins, en su Breve historia de los Estados Unidos, relata las restricciones impuestas para impedir el sufragio negro, complementadas a comienzos del siglo XX con las llamadas «leyes Jim Crow», que