Luis Seguí

Sexualidad y violencia


Скачать книгу

se dan cita negros y blancos pobres para bailar y escuchar las canciones con letras provocadoras en las que se glorifica a los narcotraficantes y se insulta a la policía. No se paga entrada, se mercadea y consume abiertamente marihuana y cocaína, y la policía se mantiene alejada aunque ocasionalmente interviene para hacer ver que no ha perdido por completo el control de la situación. En los hechos funciona como un caos organizado donde el verdadero control lo ejerce el autodenominado Primer Comando de la Capital, considerado el mayor grupo criminal de América Latina, con vínculos con la Camorra napolitana y la N´drangheta calabresa. Se calcula que el PCC tiene unos 35 000 miembros —se llaman hermanos entre sí— organizados en una estructura muy jerarquizada, con sus propios «tribunales de justicia» para imponer su ley tanto entre sus miembros como contra quienes les disputan su territorio. La represión violenta y sistemática de las manifestaciones culturales de origen africano, localizadas principalmente en las zonas habitadas por negros y blancos pobres, son parte de una política de Estado en Brasil tendente a contener dentro de ciertos límites las periódicas explosiones de protesta social a fin evitar su deriva violenta. Paradójicamente, durante la pandemia del Covid-19 que arrasó —literalmente— el país durante el año 2020, ante la inopia de las autoridades estatales y federales, fue el PCC quien se ocupó de disciplinar a la población a fin de evitar una mayor extensión del virus, tanto en las favelas de San Pablo como en Rio de Janeiro. Un fenómeno similar se ha dado en El Salvador —uno de los países más violentos del mundo—, donde son las maras las que imponen su autoridad de facto para que la gente no se exponga rompiendo el confinamiento en un país que cerrará el año 2020 con 20 muertos cada 100 000 habitantes. No son los únicos países donde son los criminales quienes aseguran un orden que les garantiza que su clientela no se pierda por culpa del virus.

      Lo que ocurre dentro de las siempre saturadas prisiones latinoamericanas es otro ejemplo de hasta qué punto los lazos sociales que vinculan —aún a su pesar— a guardianes y presos, obedecen a un acuerdo recíproco de no agresión, a pesar de que periódicamente sobrevienen estallidos de una violencia salvaje en los que las principales víctimas son los internos, sea porque se matan entre sí o sea porque se amotinan y son reprimidos por los carceleros. Como en todo universo concentracionario, la prisión se rige por sus propias leyes, que los funcionarios por un lado y los presos organizados con sus propios líderes por otro, se ocupan de hacer cumplir, hasta el punto de que entre los muros de muchas de estas prisiones hay un espacio en el patio controlado por los internos que funciona como una pequeña ciudad donde muchos presos conviven con sus mujeres e hijos pequeños, disponiendo de tiendas bien surtidas donde se mercadea con toda clase de sustancias, se ejerce la prostitución sin cortapisas y los jefes de cada banda negocian el reparto de poder interno. El enorme crecimiento de las Iglesias evangélicas y la gran influencia que han adquirido en Latinoamérica, desplazando en muchos países a la Iglesia católica, se hace sentir también en las prisiones, donde predicadores de estos credos han tomado prácticamente el relevo de los guardianes. En Brasil, algunos gobiernos estatales han cedido el control de algunos centros penitenciarios en los que, aunque la dirección oficial la lleva un funcionario, la relación directa con los presos está a cargo de pastores que predican el Evangelio al tiempo que organizan talleres de trabajo con la mano de obra reclusa, convirtiendo la cárcel en una fábrica que produce beneficios económicos. El Panóptico proyectado a finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham, que propuso al gobierno británico que le dejasen organizar el funcionamiento de las prisiones prometiendo que, además de seguras serían muy rentables, hecho realidad. En Argentina los predicadores evangélicos también han implantado su influencia en algunos centros penitenciarios, compartiendo espacio con las transas carcelarias que regulan las relaciones entre los internos y de estos con los guardias.

      La violencia como instrumento funcional a los lazos sociales es tan antigua como las sociedades humanas. Se trata de un fenómeno que exige revisar el concepto de convivencia, que en demasiadas ocasiones se identifica con una paz social que nunca ha existido. La convivencia no tiene que ser necesariamente armónica, aunque el uso de este concepto —al que se atribuye un efecto taumatúrgico en consonancia con la buena conciencia impuesta por el discurso del amo— es tan discutible como el de la socorrida tolerancia. Como destaca el historiador británico J. H. Elliott,

      La violencia era sin duda una forma de vida normal a comienzos de la Edad Moderna y se consideraba la guerra como una institución aceptada, más que como una desgraciada aberración de un largo ciclo de paz. Fueron la imposibilidad de resolver los problemas económicos y sociales creados por la superpoblación, junto con el colapso del consenso religioso de Europa y la fortuita debilidad de muchas monarquías, los factores que habían creado una situación en la que el Estado no era ya capaz de cumplir la función que se esperaba de él de reducir la violencia a unos niveles aceptados27.

      Los Tratados de Westfalia, firmados a lo largo del año 1648, pusieron fin a las llamadas «guerras de religión» durante las cuales se cometieron tal cúmulo de atrocidades que, por lo que concierne a Francia, Diderot escribió que la mitad de la nación se bañaba piadosamente en la sangre de la otra mitad. Westfalia significó la fundación de los Estados laicos, la separación de poderes entre el Emperador y el Pontífice simbolizado en el axioma cuius regio, eius religió por el que los súbditos estaban obligados a profesar la fe de sus respectivos monarcas. Otro historiador, en este caso norteamericano, David Nirenberg, ha estudiado en profundidad las relaciones existentes entre las minorías judía y musulmana en un contexto mayoritariamente cristiano, como el imperante en la Corona de Aragón en el siglo XIV, mostrando cómo la violencia intracomunitaria y extracomunitaria cumplía una función estabilizadora que garantizaba la convivencia entre los grupos bajo el control del poder político, que cumplía una función arbitral28. En su obra canónica, René Girard ha explicado muy bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las consecuencias de la violencia descontrolada recurriendo al desplazamiento como medio de evitar el encadenamiento interminable de venganzas personales; la catarsis sacrificial tiene como objetivo impedir la propagación desordenada de la violencia a cambio de soportarla en cierto grado, porque

      […] solo es posible engañar a la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca29.

      Tanto la agresividad como la violencia son fenómenos transversales y transclínicos, lo que significa que sus protagonistas tienen orígenes sociales muy variados, y sus acciones pueden encuadrarse en el marco de las diversas estructuras psicopatológicas.

      Reducir la violencia a unos niveles aceptables implica la existencia de una autoridad que cumpla una función arbitral entre los grupos enfrentados, de tal modo que excluya las guerras de exterminio, porque la guerra total, en cuanto persigue la aniquilación del enemigo, es la antítesis del lazo social, que solo se sostiene en base a la alteridad. No hay lazo posible sin el Otro.

      De los tres elementos fundamentales, que según Max Weber, distinguen al Estado Moderno, dos muestran signos de estar en retroceso: la centralización del poder y el monopolio de la fuerza, mientras que el tercero, la burocracia como cuerpo técnico profesionalizado imprescindible para que la maquinaria funcione, no deja de crecer. La centralización supuso el fin de la fragmentación territorial y la consiguiente pérdida de poder de los señores feudales, debilitados al mismo tiempo por la desaparición de los ejércitos privados con los que se enfrentaban unos a otros, obligados a fundirse en una única fuerza armada bajo el mando de quien estuviera al frente del Estado. También está en crisis el concepto de soberanía, cuyos principios teóricos surgieron finales del siglo XVI y comienzos del XVII gracias a pensadores como Hobbes y Locke en Inglaterra y Bodin y Leyseau en Francia, naciones cuya unidad estaba ya consolidada, y que a partir de los Tratados de Westfalia se incorporó como una propiedad más del Estado Moderno. Desplegándose en dos direcciones complementarias, hacia dentro del Estado manteniendo el poder unificado y centralizado, y hacia el exterior, para regular las relaciones con las demás naciones; la noción de soberanía incorporada por el constitucionalismo liberal como residenciada en la voluntad de los ciudadanos, quienes la ejercen a través de sus representantes, choca con la complejidad de sociedades plurales en las que se cuestiona cada vez más la eficacia de los mecanismos de representación. La multiplicidad de asociaciones y grupos existentes en la sociedad