Luis Seguí

Sexualidad y violencia


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Freud se sirve de ejemplos históricos tomados de la polis griega y de las ciudades italianas durante el Renacimiento para concluir que en ciertos casos la inclinación a la violencia y la guerra puede ser neutralizada, al menos parcialmente, por un ideal compartido por la mayoría que refuerce el affectio societatis. Pero, la conclusión que extrae al tiempo de redactar su respuesta es que

      […] no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria26.

      De los ejemplos que utiliza se deduce que la guerra ha sustituido como elemento unificador a las identificaciones, y que la vía para recuperar el sentimiento de unidad pasa por un desplazamiento del odio y la ferocidad localizándola en el Otro, un enemigo —real o construido ad hoc— que siempre funciona como un factor de cohesión interno. Sin embargo, al observar que la ausencia de uno de los dos elementos no supone necesariamente la destrucción de la comunidad, pareciera que Freud está concediendo un peso igualmente importante a la compulsión a la violencia como a las identificaciones, esto es, las ligazones de sentimiento, los afectos, para «mantener a la comunidad en pie».

      La constatación de que un debilitamiento de las identificaciones, o incluso la desaparición de los afectos recíprocos entre los miembros de un grupo social hasta el punto de transformarse en una crisis que amenace la existencia misma del grupo, puede hacer emerger la violencia en la modalidad descrita por Benjamin —como un factor conservador de la cohesión— ejecutada desde el poder institucional legítimamente constituido, o bien como un ejercicio de pura fuerza impuesta por un poder fáctico dispuesto a quebrar la legalidad en aras de mantener la comunidad en pie. Si una sociedad se basa en la ley, tal y como lo expresa el axioma ubi societas ibi jus —donde hay sociedad hay derecho—, y una comunidad se sostiene en el amor, la situación ideal es que una y otro operen conjuntamente como un factor de cohesión en un grupo social determinado o, dicho de otro modo, que ambos sirvan al fortalecimiento de los lazos sociales. Cuando los imperativos del superyó se han inscrito en la subjetividad, es decir, cuando la mayoría de los sujetos que integran la sociedad han incorporado las normas que regulan la convivencia, las instituciones que los mismos hombres se han dado son el marco dentro del cual se resuelven los conflictos, pero como advierte Jacques-Alain Miller, cuanto más se apunta a la norma más debe el sujeto pagar el precio del retorno del amo. Por el contrario, se puede constatar que la declinación del padre —enunciada y anunciada por el psicoanálisis desde hace mucho tiempo— tiene su correlato en lo que el magistrado y profesor de la École National de la Magistrature de Francia, Denis Salas, ha descrito como un proceso de «desimbolización de las instituciones»; un debilitamiento y en ciertos casos incluso una desaparición total o casi total no solo de la fuerza simbólica de las instituciones, sino de las instituciones mismas en las que el amo se encarna. En circunstancias críticas, inestables, se impone un real, que por definición es sin ley, donde los registros imaginario-simbólico-real que aun precariamente se mantenían anudados mediante la apelación a la ley y al significante paterno-institucional quedan desanudados.

      Nunca la advertencia de Lacan de que no se puede hacer la clínica del sujeto sin hacer al mismo tiempo la clínica de la civilización, ha tenido tanta vigencia como en la actualidad, en la medida en que para abordar la subjetividad de la época es necesario conocer el contexto en el que esa subjetividad emerge. El orden social capitalista percibe que la sexualidad y el crimen, considerados ambos como espacios esencialmente problemáticos, deben ser estrechamente controlados a fin de que no se desborden hasta el punto de amenazar la estabilidad del sistema, porque —como ha observado René Girard— al igual que la violencia, el deseo sexual tiende a proyectarse sobre unos objetos de recambio cuando el objeto que lo atrae permanece inaccesible: el deslizamiento de la violencia a la sexualidad, y de la sexualidad a la violencia, se efectúa con gran facilidad en ambos sentidos, y el ejemplo más extremo y brutal de este binomio lo ofrecen las violaciones masivas ejecutadas por los vencedores sobre las mujeres de los vencidos en los conflictos bélicos, un arma de guerra utilizada sin distingos por todos los bandos. Como quiera que la dinámica propia del desarrollo capitalista se nutre de una masa de consumidores obedientes, y la acumulación cada vez mayor de recursos en un polo privilegiado habitado por los más ricos profundiza más y más el abismo de la desigualdad, es posible constatar una suerte de empuje al goce —alguien diría a la perversión generalizada—, a la satisfacción inmediata, de tal modo que la proximidad del sujeto con el objeto es el síntoma de la época: quienes pueden consumen, y quienes no pueden acceder a los gadgets y los productos que ofrece el mercado —para obturar la castración, dirá Lacan— agreden, hacen un pasaje al acto como una manera perversa de sostenerse atentado contra lo real-corporal: la exigencia de goce se traduce en nuevas formas de violencia y agresión. Esto supone que debemos tomar muy en cuenta el «efecto crisis», que no es solo económica, con la consiguiente sensación de incertidumbre y miedo no ya al futuro sino incluso al presente, y que se percibe —en palabras de Freud— como un fenómeno de angustia social: no conseguir trabajo, o temor a perder el que se tiene, aunque sea mal pagado; sacrificar una buena formación aceptando empleos por debajo de la cualificación, o marcharse a otro país, o integrarse en las filas del precariado, que es un eufemismo para nombrar la pobreza y la exclusión, a los sujetos resto que el sistema tritura.

      III

       …no hay más que eso, el lazo social.

      Jacques Lacan

      En sus cuatro discursos, Lacan desplegó las diferentes modalidades que concebía de la relación con el Otro, que representan diferentes formas de lazo social. Entre ellos, el discurso del amo es el que proporciona sustento a las instituciones, promueve las identificaciones y las diferencias, funda los grupos, homogeneizando y segregando los goces. Decir lazo social no significa, por tanto, aludir a la sintonía armoniosa y al amor como afecto, sino también al odio y la ambivalencia de sentimientos, a fenómenos de identificación colectiva como el que Freud estudia en Psicología de las masas y análisis del yo, pero también a la violencia y la guerra. Como señala Christiane Alberti, cuando Lacan habla del lazo social es para llamar la atención de que no se trata solo de un fenómeno de palabra, sino que son cuerpos hablantes los que están concernidos; un discurso que hace lazo y que permite mantener a los cuerpos juntos, allí donde su goce genera segregación. El lazo social atravesado por la violencia funciona como regulador de las relaciones entre individuos y grupos, refuerza la estratificación —la jerarquía establecida entre las clases y sectores sociales— o lucha por subvertirla. Esto se observa claramente entre aquellos colectivos más castigados por la desigualdad, donde la pretensión del amo de erigirse en una suerte de «padre social» ha fracasado, y los excluidos se identifican con el síntoma desarrollando una especie de comunitarismo identitario que desafía las imposiciones de la moral y las reglas de juego del poder, exhibiendo su marginalidad como un atributo. Los habitantes de las favelas brasileñas, los ranchitos colombianos o las villas miseria argentinas, no se articulan a través de significantes y mediaciones simbólicas como la ley, sino que las relaciones dentro del grupo y de este con el mundo exterior opera en forma de una altísima «condensación de goce» cuyas consecuencias —frecuentemente trágicas— son asumidas como normales, como un riesgo inherente a su posición de sujetos.

      Hay situaciones en las que la violencia se presenta directa, brutalmente, y hay estados de violencia que en ocasiones preceden o anuncian el desencadenamiento de la violencia abierta, hasta ese instante latente. Cuando se instala con carácter estable lo que vulgarmente se define como un «clima de violencia», generalmente esto da cuenta de un malestar social que puede desembocar en un estallido, a menos que el poder que representa el amo y los grupos que se enfrentan a él consigan reformular la funcionalidad de los lazos sociales hasta entonces vigentes. En determinadas circunstancias el grado de violencia latente se conjuga en términos de pactos no escritos entre quienes —al menos formalmente— representan el poder coactivo del Estado, y ciertos colectivos, en algunos casos organizados y en otros informales, cuya mera existencia constituye un desafío al orden social y sin embargo es tolerada en la medida en que sus acciones no traspasen ciertos límites. Un ejemplo es el fenómeno del funk brasileño, la música que nació en las favelas