Xavier Munoz

El camino del duelo. 2ª ed


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pocas palabras no son fieles al sentir real, dado que durante todo el día me encontraba dándole vueltas y más vueltas a tantas preguntas como uno pueda imaginar, a la vez que sometido a un bombardeo constante de imágenes y recuerdos de los dos años de enfermedad. Todos envueltos con un sentimiento desgarrador que me llevaba al llanto con una facilidad pasmosa.

      La sensación interior era la de estar fuera de mi. Pánico a vivir; sentirme extraño conmigo mismo, como queriendo entender qué me estaba sucediendo, ya que no me reconocía en casi ninguna de mis reacciones; notar una sensación de impotencia abrumadora frente a todo; descubrirme como un ser vulgar y corriente, uno más de entre la multitud, alguien sin importancia.

      Si una imagen me ha quedado grabada de los primeros días es la de encontrarme asomado a la ventana viendo pasar la gente por la calle, un tomar conciencia de lo insignificantes que llegamos a ser para el resto del mundo. Veía a la gente ir y venir, totalmente ajena a mi drama, y me sorprendía ver que todo siguiera igual. Incluso para aquellos que nos conocían, la vida continuaba igual que antes, con sus cosas, sus proyectos, su cotidianidad. Marta nunca más iba a estar allí y todos, con más o con menos dolor, tenían obligaciones y “normalidad” en sus hogares, sólo yo me encontraba frente a MI vacío, un vacío mortal al que no sabía cómo hacerle frente, ni de donde sacaría fuerzas para ello. Mi vida se había ido por entero al traste.

      Era tal mi sensación de soledad y desespero, que me vi incapacitado incluso para poder comprender el dolor de personas muy queridas para mi, ni entender más reacción que la mía propia. Sus padres, que perdían a su única hija; su abuela, viuda y ya entrada en años; nuestros hijos…, nadie me parecía que pudiera estar pasando por lo que yo pasaba y, como tal, nadie parecía entender mi situación, por lo que la sensación de ahogo y soledad aún eran mayores. El error era evidente, pero en momentos así todos perdemos parte de nuestra capacidad de juicio y, en muchas ocasiones, esto va a ser la posible causa del rompimiento de lazos familiares, que aún hará más profundo el dolor y la soledad.

      A todo esto había que sumarle una inapetencia absoluta, y el profundo desconcierto al encontrarme continuamente frente a sensaciones y reacciones para mí totalmente desconocidas. Aquello que antes podía gustarme o atraerme de verdad había dejado de motivarme lo más mínimo. Aficiones, intereses, preferencias, ideas, creencias, proyectos, cotidianidad,… todo se había esfumado, dejando sólo espacio para la desesperación más profunda, y una hipersensibilidad atroz. Sólo me mantenía vivo el recuerdo de sus últimos minutos de vida que, después de valorarlo mucho, pienso que merece la pena regalártelo y no dejarlo exclusivamente para mí.

      Era viernes por la noche y, aunque durante todo el día tuve a la familia dando apoyo, me sentí muy aliviado cuando todos se marcharon a cenar. Otra vez quedábamos ella y yo solos, como tanto nos solía gustar. Llevaba dos días en estado de coma irreversible, y yo me sentía terriblemente angustiado. Su respirar parecía mostrar mucho sufrimiento, soledad, y miedo, y me sentía responsable de haber autorizado a los médicos para que le suministraran los sedantes. Algo así como haber firmado su sentencia de muerte.

      Hacía escasamente unas semanas que la doctora de guardia, citándome en una sala a parte, me comunicaba que avisara a la familia porque Marta no pasaría de aquella noche. Consecuentemente habían decidido empezar a administrarle unos sedantes para ayudar a que no sufriera más, e hiciera el tránsito con serenidad. Consentí muy a regañadientes. Yo no podía saber lo que sus médicos habían visto en verdad, pero me aterrorizó la idea. Veía a Marta absolutamente deteriorada pero aún con vida y ganas de luchar y, aunque su aspecto era desolador, ella misma se encargaría de darme la razón.

      Tan pronto se percató de que la medicación empezaba a darle sensaciones distintas a las habituales y que el sueño podía con ella, comenzó a luchar con uñas y dientes por no sucumbir a sus efectos. Intentando abrir los ojos con todas sus fuerzas me preguntó ansiosamente qué le habían dado y, al decirle yo que una ayuda para que descansara, me suplicó que se la retiraran de inmediato. Fue tanta su insistencia que, a las pocas horas y bajo la condición de que aceptara descansar de verdad, hablé con la médico de guardia prohibiendo que siguieran con ello.

      La conversación que tuvimos fue muy breve, ella notaba que la estaban durmiendo y no lo aceptaba. Yo no podía hacer otra cosa que respetar y aceptar su decisión pues, aunque muy enferma, estaba en su sano juicio. Mi respuesta fue que si se abandonaba al sueño y se permitía descansar, yo le prometía hablar con la médico de guardia para que le quitaran cualquier medicación que la sedara. Fue decir esto y ella caer en un profundo sueño.

      Quizás pueda parecer una estupidez pero aquel gesto suyo fue el abrazo más sincero y profundo que Marta podía haberme dado en toda su vida. Significaba un “te confío mi vida”. Tal cual, sin otra interpretación posible. Me estaba diciendo que era tal la confianza que tenía en mí, que simplemente se abandonaba dejando su vida en mis manos. ¿Puede existir algo más maravilloso y profundo que un gesto así? ¿Sería yo capaz de comprender el verdadero alcance de aquel gesto suyo? Aún hoy me faltan palabras para expresarle hasta qué punto me sentí amado en aquel momento. Simplemente fue como si detuviera el mundo para darme un instante de esa intimidad en la que nada ni nadie puede entrar a interrumpirla. Muy difícil de describir con palabras, porque no existe ninguna que se pueda ni tan siquiera acercar.

      “Ningún moribundo pedirá una inyección si lo cuidáis con amor y si le ayudáis a arreglar sus problemas pendientes.”

      (Dra. E. Kübler-Ross)

      A pesar de todo, semanas después llegó el momento más temido por mí. Esta vez sabía que ya nada se podía hacer. Su cabeza ya no era la suya y todo anunciaba que el final estaba muy cercano. Se le administraron los sedantes y poco a poco entró en un sueño profundo, aunque su respiración seguía siendo un lamento a gritos. Nada podía hacerse, no había marcha atrás dado que su cerebro estaba ya alterado del todo, y aquel respirar me mataba lentamente. De pronto, sin más, sentí la necesidad de apoyar mi cabeza junto a la suya, invadiéndome de inmediato una extraña y fortísima sensación de paz y dulzura, que no sabría describir en palabras, algo así como si ella estuviera abrazándome con todo su amor.

      De inmediato me encontré hablándole muy suavemente, contándole con tanta dulzura como era capaz que no tuviera miedo, que estaba a punto de encontrarse frente a una luz maravillosa que la llenaría de un amor y paz indescriptibles. Le conté que la estaban esperando y que iba a sentir una sensación de “hogar” preciosa, comprendiendo de inmediato lo fantástica y querida que llegaba a ser. Le dije cómo llegaba a amarla y le pedí que no sufriera por mí, que si se resistía a partir por no dejarme sólo, yo ya estaba preparado, prometiéndole que sabría salir de la situación en la que me quedaba, y que muy pronto íbamos a encontrarnos otra vez. Volví a hacer hincapié en lo maravilloso de lo que le estaba esperando, pidiéndole que marchara muy tranquila y llena de mi amor.

      Justo al terminar de hablarle, hizo tres respiraciones lentas y muy suaves, sin ninguna muestra de tensión o sufrimiento, y su cuerpo quedó dulcemente inerte. Todo había terminado. Fue como sentirla abandonar su cuerpo, dejándome con una sensación de paz indescriptible, a la vez que un profundísimo agradecimiento, no solo por todo lo que me había dado, sino por regalarme su partida en la más íntima exclusividad.

      Quizás esto pueda hacer pensar que su muerte sea más soportable que otras, pero hay que recordar que nuestro dolor es intransferible e imposible de cuantificar, por lo que no hay comparación posible a realizar. Es del todo cierto que nada tiene que ver una despedida de ese tipo a una visita o llamada para comunicarnos el fallecimiento inesperado de nuestro ser querido pero, a pesar de ello, el proceso en el que entramos es tan largo y complejo, que todos terminamos perdiendo absolutamente nuestro norte.

      Pero ciertamente me siento afortunado por poder contar lo sucedido porqué me permite hablar de algo que considero muy importante. Ella estaba en coma. Entonces… ¿qué o quién hizo que me acercara a su cama, justo en aquel preciso instante y le hablara como lo hice?, ¿todo lo sucedido tiene algún otro significado que no sea el saber que, de alguna manera, ella me llamó, me “abrazó”, me contó su sentir, escuchó y decidió partir en paz y llena de amor, después de “besarme” dulcemente?

      ¿Decidir