Patricia Suárez

Segunda chance


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      Dar el salto.

      Amar sin pedir permiso.

      Que el pasado sea un paso.

      Buscar hasta el milagro.

      Tener fe en lo que vendrá.

      Revelarse hasta el infinito.

      Tener coraje aun cuando no se tenga.

      Romper tu papel o plegarlo: esa es la cuestión.

      Que la tentación no señale tu destino.

      En tu intuición anida tu memoria.

      No todos son acantilados.

      Amar es tu éxito.

      Talento para vivir.

       vera.romantica

       vera.romantica

       Dedicado a quienes anhelan una segunda chance de amar.

      PRIMERA PARTE

      Quítame el aliento

      CAPÍTULO 1

      Preikestolen, Noruega

      Dalia Ruiz. Su nombre era todo lo que ella sabía de verdad de sí misma.

      No comprendía por qué había llegado hasta ahí sin poder detenerse en el camino, no sabía por qué desde hacía tres semanas tenía que hacer un esfuerzo para apretar la garganta y no echarse a llorar delante de cualquiera y entre los brazos de nadie.

      Dalia Ruiz, nada más.

      En ese momento, el resto de los detalles parecía aleatorio: la edad, el lugar de nacimiento, el lugar de residencia, los amores pasados, los amores perdidos, Damián Gorsky y hasta la Colombina, la marioneta preferida de su padre, a la cual se le había rajado su carita de porcelana por un tonto accidente al guardarla en lo alto del armario. Cómo había llegado hasta el sitio más escarpado y tal vez más peligroso de Noruega y del mundo, era una pregunta que solo Ricciardi podía responder. Augusto Ricciardi (hijo), su agente y representante desde el comienzo de su carrera como actriz.

      Como siempre, le habían puesto una zanahoria delante de sus narices y ella no pudo decir que no. Y la zanahoria no era el dinero, ni siquiera la posibilidad de “inmortalizar” su rostro en una publicidad de fragancias internacionales; la tentación era la posibilidad de desaparecer por un tiempo de la ciudad, del país, y poner una distancia entre sus sentimientos y todo aquello que había pasado con su exesposo, Damián. Ya no quería volver a pensar en él por un buen tiempo.

      Habían contratado a Dalia Ruiz para filmar el comercial de un perfume, una nueva fragancia, la Selva Essence, de Selva Fragrances, una empresa a medias catalana, a medias francesa, que quería salir a competir y a matar en el mercado de la perfumería. A Selva Fragrances la patrocinaba Selva Moré, la hija de un pintor poco conocido de la Costa Brava española, y ella estaba convencida de que su marca pasaría por encima de la que consideraba su competencia más fuerte: Paloma Picasso.

      Selva se había enamorado del rostro de Dalia, era una de esas mezclas propias de la América inmigrante, con la paleta de colores que el continente americano pintaba a sus gentes. Algunas pecas que logró suavizar con mucha constancia durante la adolescencia –usando agua de rosas y limón–, y un par de lunares gitanos. Selva Moré había visto el rostro de casualidad, haciendo zapping una noche de insomnio en París, en un canal latino en el que pasaban telenovelas argentinas. Miraba esos programas debido al interés sentimental que la unía al padre de Ricciardi, a quien había conocido hacía poco tiempo. Inmediatamente se comunicó con su jefe de prensa, y cuando le informaron que Dalia Ruiz pertenecía a la agencia Ricciardi de representación artística, Selva soltó un grito de alegría. No sabía si la agencia del hijo de Ricciardi era muy buena o no, pero de cualquier manera ella no iba a contratar a una actriz extranjera de otra agencia que no fuera la de Ricciardi (hijo). Porque podía ser una empresaria, pero también tenía corazón. Y Ricciardi (padre) había conquistado el suyo. Así fue como Dalia Ruiz llegaría a ser el rostro de Selva Essence.

      El cachet era muy bueno y la comisión de Ricciardi era por demás sabrosa –se lo había comentado él al pasar, cosa que a Dalia le era por completo indiferente–. El trabajo incluía el viaje a Noruega y la estadía de una semana. Ya estaba cansada –al menos por ese año– de hacer el papel de villana en la telenovela de las nueve de la noche. Toda su trayectoria como actriz se estaba desmoronando. Durante su carrera televisiva había representado en infinidad de oportunidades el papel de rival de la protagonista: si la heroína era inocente y cándida, ella era malvada y sensual. Incluso había trabajado como la mala de la película en una telenovela en la que le tocó hacer un desnudo o dos. En aquel momento le divirtió saber que todos los hombres tenían fantasías con ella. Sin embargo, en este momento de su vida, Dalia Ruiz no haría un desnudo completo o erótico ni que le pagaran una fortuna. Para aceptar hacer esta publicidad había puesto un montón de condiciones respecto de cuánto se vería de su cuerpo, y sabía que estos requisitos crispaban los nervios de su agente. “Lo más interesante que puede pasarte si vislumbran un centímetro más de tu piel del que quieres mostrar, es que te dé un resfriado”, le había dicho Ricciardi (hijo), provocándola.

      Como fuera, ella iba a aceptar hacer la publicidad; eso de las telenovelas no iba más y no se sentía con energías para volver al negocio del cine. La televisión le había mostrado su doble filo y se había vuelto ingrata. “Hay un tiempo para cada cosa”, sentencia el rey Salomón en la Biblia, además el tiempo pasa para todos, como dice el dicho, y Dalia había dejado de ser la rival de la protagonista para convertirse en la madrastra malévola o la suegra. Todavía le faltaban tres años para los cincuenta y, aunque se veía bastante bien para el mercado televisivo, habían dejado de contratarla como contrafigura. No tenía ganas de hacerse una cirugía estética para dar con el perfil que la televisión quería para ella.

      Ya no daba la talla para el personaje que había soñado toda su vida. Ya no había oportunidad para cumplir su sueño de volver a enamorarse locamente. ¿A qué santo debía rezar y pedirle una segunda chance para que sus anhelos se realizaran? Primero, actuar había sido solo un sueño… Después, paso a paso, había ido convirtiéndose en un trabajo. Y, de a poco, ese trabajo se transformó en su mayor placer y en su mayor esclavitud.

      Sin embargo, ahora era una realidad que debía aceptar: no podía volver el tiempo atrás y convertirse en la protagonista buena de los melodramas para los que no la habían llamado nunca. En los comienzos de su carrera como actriz había hecho miles de audiciones, había presionado a su