era muy mala; Arvid le indicó con las manos, y usando el dedo índice y el mayor como dos pequeñas piernas, que ella debía correr con paso alto, de gacela, veloz. Nadie entendía el castellano arriba del Preikestolen excepto Selva Moré que, de hecho, no estaba allí para asistirla de intérprete. Selva se había quedado haciendo negocios en Stavanger, la población más cercana al Preikestolen. La razón por la cual no la acompañó era que Selva padecía de vértigo y había sido esa misma fobia a las alturas la que la impulsó a imaginar un aviso en un lugar que diera una imagen de estar en peligro todo el tiempo.
Oportunamente, Dalia le había preguntado:
–¿Por qué, Selva, si tienes pánico a las alturas decides filmar un comercial allí?
Selva sonrió.
–¿Por qué? Porque si una artista, una creativa, quiere triunfar en la vida –le explicó a Dalia– debe hacer siempre aquello que teme.
–¿Tanto como filmar en un abismo?
–Tanto y más –respondió Selva y le recalcó–: Ojo, en la vida quiere decir además de en los negocios.
Con estas palabras y dos besos, uno en cada mejilla, había despedido a Dalia en el hotel boutique de Stavanger, y la dejó marchar cuesta arriba con el equipo de filmación.
Aquí y ahora, pensó con las puntas de sus pies clavadas a diez centímetros del final de la roca, solo soy Dalia Ruiz.
CAPÍTULO 2
San Telmo, Ciudad de Buenos Aires
Veinticuatro años atrás
Dalia estaba barriendo la acera del teatro de títeres que tenía su padre, cuando lo vio a Damián caminando hacia ella. Su primer impulso fue entrar al teatro, trabar la puerta y encerrarse. Hacer como si no lo hubiera visto, que al fin y al cabo era lo que quería: no volver a verlo jamás. Pero la sorpresa la dejó estática, tiesa, con la escoba en la mano, igual que una bruja indecisa que no supiera si subirse y salir volando o ponerse a bailar con la escoba.
–Dalia –dijo él como todo saludo.
Había pasado un año desde la última vez que se habían visto, cuando él le confesó que su padre no le permitía romper su compromiso con Débora Medel, su novia desde los catorce años, para salir con Dalia. Él amaba a Dalia, lo juraba por Dios, pero respetaba la palabra de su padre. Rompió con ella durante la última función de Bodas de sangre en el club Brisas del Sud, del vecindario de Mataderos, donde ambos habían debutado como actores.
Habían salido durante dos meses sin revelar a nadie que eran novios porque el director, don Lirio Cappeletti, no permitía que los actores de su compañía noviaran entre ellos. Lo hacían a escondidas: él la pasaba a buscar por San Telmo y se iban a ver películas a los cines del centro, sobre todo a los cines arte. Filmes de los estilos nouvelle vague francesa y del neorrealismo italiano, películas en las que ellos adoraban a Marcello Mastroianni y a Anna Magnani. Por esos años estaba de moda el nuevo estilo escandinavo de El dogma, pero ninguno de ellos se sentía partidario de un cine que hacía sufrir gratuitamente a personajes y a actores.
Luego de ver los estrenos, iban a las pizzerías de la avenida Corrientes a debatir sobre las películas. Luego de los debates venían los besos ¡y vaya si valía la pena haber ido al cine para besarse después así! Él la tomaba de la nuca cuando la besaba, y la acariciaba hasta hacerla estremecer. La primera vez, esa sensación nueva y extraña le dio risa y cierta incomodidad, pero después esa sensación bajó y se instaló en su vientre, y entonces Dalia supo que eso era lo que se llamaba deseo, que era aquello que interpretaba –o anhelaba interpretar– cuando hacía de Blanche DuBois, la de Un tranvía llamado deseo, en las clases de teatro en el Brisas del Sud.
Al principio, cuando llevaban un par de semanas saliendo, ella dudó acerca de si presentárselo a su padre como novio oficial. Tenía miedo de que ocurriera lo típico en esos casos: que Aníbal Ruiz se encariñara o se enquistara con Damián, y después la relación no perdurara en el tiempo. Había juntado valor, incluso, para hablar del tema con Damián, cuando él la interrumpió y le comentó que su familia era judía y que tal vez conservaban la ilusión de que su novia y futura esposa fuera de la misma religión, por eso quería esperar un poco más para confesarle a sus padres acerca de la relación entre ellos.
Durante ocho funciones habían soñado un porvenir juntos, los dos. Un porvenir pequeño: seguir estudiando actuación, entrar a trabajar en el elenco estable de algún teatro del centro, escribir juntos un drama. Dalia no lloró cuando él le dijo que ya no la vería, solo le comentó que no lo suponía tan cobarde a la hora de defender lo que sentía. Él no se justificó, nada más bajó la cabeza y le dio la razón. Entonces ella, tragándose las lágrimas, también se tragó aquel secreto que tenía que confesarle. Había pasado un año desde aquel día, el del último adiós.
–No pensaba verte por acá. ¿Estás buscando algún adorno antiguo para tu hogar? Todos los que vienen por estas calles vienen a comprar antigüedades.
–No, no especialmente. No creo que a mi madre le agrade que le lleve una antigüedad de San Telmo para la casa. Ella es fanática de la decoración moderna…
–¿Entonces?
–Rompí con Débora. Fue todo un escándalo, pero pude hacerlo. Hice a un lado el compromiso que tenía con ella y, por supuesto, no me casé. Sigo trabajando con mi padre en la inmobiliaria; le pedí que me dé un poco más de tiempo para asistir a la universidad y estudiar, pero la realidad es que no quiero estudiar. Quiero volver a hacer teatro, quiero ser actor.
–¿Debo decirte palabras de consuelo, Damián?
–No.
–¿Y por qué debo creerte?
–No sé. ¿Porque es la verdad? En primer lugar, vengo a pedirte perdón por haberte dejado de esa manera en la última función que hicimos. Antes de venir aquí, te estuve buscando por el Brisas del Sud, pero nadie quería darme noticias tuyas. Me costó muchísimo llegar a encontrarte; alguien de aquí… tu hermano, tal vez, me comentó que estabas haciendo funciones en el norte argentino, de García Lorca también.
–Sí, me va muy bien con el teatro y me gusta mucho –respondió Dalia, altiva. Era una mentira que había hecho circular acerca de sus actividades en el norte argentino; al principio, sí había actuado; luego, pasados unos meses, dejó de hacerlo.
–Me asusté, pensé: ¿Qué pasará si se enamora de otro, si se entrega a otro, si se casa con otro? ¿Cómo viviré sin ella?
–Tampoco hay que exagerar, ya ves que yo pude seguir viviendo.
–¿Estás enojada conmigo?
–No, nada de eso.
Pero Damián, aunque era joven, ya sabía que cuando las mujeres dicen que no están enojadas es cuando más lo están. Ella rehuía mirarlo de frente, de modo que él la tomó por el mentón y la hizo enfrentarlo.
–Me alegro de encontrarte porque quería decírtelo en persona.
–Ya me lo comentaste, gracias.
–Te pido perdón, Dalia.
–No hay nada que perdonar, no te preocupes.
Los ojos de él, de ese verde que Dalia nunca había visto en ninguna otra persona, y con los cuales soñaba despierta, le produjeron vértigo; tuvo que apoyarse con fuerza en la escoba para no caer.
–Todos cometemos errores, supongo –dijo Damián.
–Así es.
–No voy a cometer el error de invitarte a salir y que me rechaces.
–Es cierto, no es una buena idea.
–Entonces