ella se sentía capaz de hacerlo, ese era el momento de actuar, los cuadros del período azul de Picasso estarían por un mes en una muestra itinerante en Bilbao. Los contactos se encargarían del trabajo sucio de meter y sacar las obras del museo y estos contactos pagaban millones de pesetas.
Acto seguido, en el invierno más oscuro de su vida, Silvia Arroyo y cinco secuaces fueron condenados por falsificación y fraude. Los “contactos” no habían sabido desconectar con suficiente eficiencia una cámara de vigilancia que los incriminó. Los “contactos” tampoco habían sabido guardar el silencio respecto de quién era ella y la delataron. No fue el dolor mayor; el mayor, el puñetazo en el pecho fue cuando el tribunal de justicia organizó el careo entre ella y el profesor. Y a él, el fiscal que defendía al Estado le preguntó:
–¿Es su nombre Santiago Alba?
–Sí, su señoría.
–¿Conoce a Silvia María de la Concepción Arroyo?
–Sí, su señoría.
–¿Le encargó usted que copiara los cuadros de Picasso La cerveza y Mujer en camisa?
–Sí, su señoría.
–¿Ha tenido usted relaciones románticas con la susodicha Silvia María de la Concepción Arroyo?
–No, su señoría.
–La susodicha aquí presente dice que usted, Santiago Alba, la sedujo sexualmente y luego la convenció del delito.
–Jamás. Ella no es mi tipo de mujer.
–La susodicha afirma tener testigos de que usted entró en su habitación…
–A encargarle los trabajos por los que me están juzgando.
–Que entró varias veces en su habitación y que no se iba de allí hasta el amanecer.
–Esa mujer en el estrado no me gusta; no me gustan las mujeres feas.
A ella le dieron ocho años de cárcel, sin libertad bajo fianza, en el Centre Penitenciari Brians II en Cataluña.
Cuando cumplió su condena, salió sin mirar atrás.
Cambió su nombre y empezó un nuevo camino.
Juró nunca más enamorarse de nadie.
Le quedaba de su antigua vida un odio acérrimo a Pablo Picasso, incomprensible.
Y uno al color azul, aún más incomprensible.
CAPÍTULO 6
Preikestolen
Tuvo que repetir la toma cinco veces, correr esos diez metros y detenerse diez centímetros antes del final de la roca. La primera era de prueba; en la segunda estuvo bien, pero un pájaro lejano aleteaba y entró en el plano de la cámara. En la tercera se tambaleó demasiado rápido; en la cuarta la luz reflejo se había apagado. En la quinta la cuestión pareció estar bastante aceptable, pero la directora de la publicidad quiso grabar una sexta, por las dudas. No tendrían otra oportunidad cercana para volver al Preikestolen, ni a la región de Ryfylke, donde podrían filmar tantos paisajes parecidos y hacerlos pasar por buenos; el invierno estaba llegando a paso acelerado. Por otra parte, al gobierno noruego le había costado otorgar el permiso; oscilaban entre darlo o no. Selva tuvo que empeñar una fortuna y poner en garantía algunas propiedades para conseguirlo; no podrían entonces volver sobre el asunto para un segundo permiso. Los noruegos tenían una ley que acogía de buena gana a los cineastas y los alentaba a filmar en sus escarpados paisajes, siempre y cuando los cineastas fueran los propios noruegos o bien de Escandinavia.
Las series escandinavas estaban teniendo repercusión en todo el mundo, y Netflix había producido unas cuantas. Noruega y Suecia se vendían al resto del planeta como sitios en los que se podía vivir bien, sin los altibajos inflacionarios y el desempleo que asolan a los países del tercer mundo, por no mencionar las luchas religiosas. No obstante, eran más renuentes a dar su permiso de filmación a producciones extranjeras porque ya habían tenido un dolor de cabeza de madre y padre cuando permitieron a la Paramount filmar esas benditas secuencias de persecución de Misión Imposible 6. Tenerlo a Tom Cruise viviendo y durmiendo en Stavanger, interpretando al agente Ethan Hunt, había hecho delirar de deseo a muchas mujeres y no pocos hombres noruegos. Habían arribado turistas de toda Europa para verlo, y las arcas de la provincia de Rogaland, en materia de turismo, crecieron de una manera descomunal. El plato fuerte de la escena en el Preikestolen era Tom Cruise colgado del altísimo despeñadero; incluso el divo twitteó una foto esa misma tarde, haciéndolo y contando que se encontraba “muy excitado por ver qué le parecía a la gente esa toma”. Después de que se estrenó la película, el gobierno provincial tuvo que doblar la cantidad de guardaparques, que fueron testigos de no pocos accidentes; la gente se emocionaba intentando imitar a Tom Cruise. Un cartel de advertencia se puso por primera vez ese año: “manténgase siempre a una distancia prudencial del abismo”. El letrero duró seis meses enclavado en la piedra, hasta que un viento invernal lo dobló y lo arruinó. Las autoridades mandaron sacarlo y a los del equipo de dirección de Selva Essence no les pareció una advertencia necesaria. Todo lo contrario. Por estas razones y algunas más, tampoco al gobernador de Rogaland le había gustado en lo más mínimo la idea de una publicidad con una mujer prácticamente desnuda corriendo por el filo de la roca.
Dalia suspiró, harta del jueguito de la publicidad. A cada nueva toma, otra vez maquillaje, otra vez alfileres en otros sitios del velo. La directora le había pedido que se borrara con láser sus dos lunares. Habían intercambiado correos y mensajes de WhatsApp sobre el asunto –traducción mediante–, y en todas las ocasiones Dalia se negó. Cuando pisó Oslo, ella creía que la directora la había comprendido. Sin embargo, al encontrarse en la capital de Noruega volvió a insistirle, con Selva Moré de por medio. “Es una operación láser que te hace un mago del tatuaje aquí, que no dura ni un segundo y no duele nada”, había insistido la directora. Dalia dijo que no: sus lunares eran un recuerdo sentimental. No podía explicarlo, pero para ella eran las marcas en el cuerpo que daban cuenta de que había tenido una madre, que la dejó muy joven, y esa madre poseía los mismos lunares. Dos, uno junto a la aleta de la nariz y otro encima del labio, ambos del lado izquierdo. La directora se resignó a filmarla siempre del perfil derecho.
Fue para esa sexta secuencia que Dalia tuvo la idea. Una idea definitiva. La producción había puesto una valla para que los turistas no se acercaran a curiosear o hicieran sombras sobre el granito del Preikestolen. A cada toma, por fallida que estuviera, ese público espontáneo la aplaudía. Gritaban palabras en noruego que la desconcentraban, a pesar de tantos años de oficio. Por lo pronto, deseaba que ninguna de esas palabras que cesaban cuando sonaba la claqueta marcando: “¡Acción!” fuera un insulto o uno de esos piropos admirativos que parecen más una amenaza emitida por un violador en ciernes.
Intuyó que la directora lanzó al set la frase: “¡Grabamos de nuevo!”. Todos asintieron y se dispusieron en sus lugares.
La sexta vez sería la última; Dalia estaba segura.
El sol había cambiado y la luz ya no reflejaba el dorado de sus velos.
Arvid tuvo que ubicarse más cerca, sosteniendo una mampara de papel de plata, para que la luz impactara sobre el cuerpo de la actriz. Estaba tan cerca que podía oler el perfume de Dalia, a pesar de los vientos del Lysefjord y del sudor que empapaba sus axilas. Transpiraba de puro nervios y tiritaba de frío. Esta carrera de actriz y de modelo, a sus años, podía volver loca a cualquiera. Estaba embebida en la fragancia que iban a publicitar: la Selva Essence. Así lo había pedido a los del estudio de publicidad en Stavanger, delante mismo de Selva Moré, que no sabía si calificar a Dalia Ruiz de obsecuente o de simple lamebotas. Igual le sonrió por pura cortesía y la dejó hacer lo que se le dio la gana. Ella, Selva Moré, se cuidaba mucho de usar perfumes. Nada, ninguno; oliendo al jabón más ordinario que hubiera, si era necesario, y limpia. Eso sí, limpia.
Los