sí.
–¿Lo habías olvidado?
–No.
–¿Entonces para qué esta parafernalia, Celia? Esa langosta debió costarte una fortuna, una…
–Hay algo especial que quiero comunicarte, Gogo.
–No será que son mellizos, ni trillizos. Aún no puedes saberlo, por un simple test…
Celia 2 puso una rodilla en el suelo y extrajo un estuche de entre sus hinchados pechos. Augusto se asustó porque pensó que Celia 2 se sentía mal o se había caído o algo así. Quiso levantarla enseguida, pero ella le hizo señas de que no lo hiciera. Celia 2 tenía un plan y debía ejecutarlo. Era una mujer valiente y emprendedora, así la había criado una madre ruda, que había enviudado siendo muy joven, y así habría aprendido a abrirse camino. Amaba a Augusto y quería formar una familia con él, con libreta de casamiento y anillo, como habían sido las de todas las mujeres de su familia, a la antigua; y para ello estaba dispuesta a todo.
–Déjame –dijo Celia 2 y abrió el estuche; allí anidaban las alianzas de matrimonio–. No es lo usual, lo sé. Lo usual es un anillo de compromiso, con una piedra… Aunque eso es cuando el hombre le pide matrimonio a la mujer, y no cuando la mujer le pide matrimonio al hombre…
–Celia, ¿me estás pidiendo matrimonio?
–Sí, Gogo.
–Celia, ¿para qué?
–Por amor.
–Ya sabes que te quiero, que no hace falta que…
–Gogo –dijo ella con un nudo de emoción en la garganta–, ¿aceptas casarte conmigo?
Augusto Ricciardi (hijo) estalló en carcajadas.
–Sí, Celia. Claro que sí.
Ella se levantó y lo besó.
–Lo que no acepto de ninguna manera es comer esta porquería que compraste, así que mejor pidamos una pizza en Los Modernos, y ya que es una noche especial espero que no me lleves la contra y encarguemos una con doble anchoas.
Celia 2 brillaba de alegría.
La realidad, sin embargo, de lo que Augusto (hijo) dijo e hizo esa noche era muy diferente. Ricciardi no tenía el menor deseo de casarse y sí tenía un muy mal pálpito; pero fue tanta la presión que le puso su propio padre que no tuvo más remedio que aceptar.
Augusto (padre) obligó a Augusto (hijo) a divorciarse de la primera esposa y casarse, por fin, con la adorada Celia 2.
El día que obtuvo el divorcio de Celia 1, Augusto (hijo) tuvo la noche de sexo más ardiente de toda su vida con Celia 2. Él nunca había pensado que Celia 2 podía ser tan ardiente y menos estando embarazada. Fue entonces cuando Augusto Ricciardi (hijo) sospechó que pudiera tratarse de una beba y no de un varoncito. Tal vez las bebas, ya desde que se hacían en el vientre de la madre, venían pidiendo más amor. En ninguno de los tres embarazos anteriores había querido que él la tocara, ni siquiera que se le acercara, pero esta vez le hizo pasarle la lengua por todo el cuerpo, primero a ella, y luego ella a él, hasta hacerlo gritar de placer de un modo que despertó a los tres chicos.
Finalmente Ricciardi (hijo) se casó con Celia 2. Ya habían cortado el pastel de tres pisos cuando su padre se acercó y en voz muy baja pronunció:
–Esto que te pasa a ti, pronto me pasará a mí.
Ricciardi (hijo) creía que Ricciardi (padre) también estaba con el nivel de azúcar alto y temía la diabetes.
–Hay que cuidarse, papá –le respondió.
–Es una buena mujer. No tengo por qué cuidarme de ella.
–¿Celia 2, papá?
–Selva Moré, la empresaria de perfumes.
Ricciardi pensó que su padre estaba borracho. Lo había visto tomar una copa de vino y dos de champagne, y después ya no lo vio más; Augusto (padre) se había ido al recibidor a hablar por teléfono. Es verdad que en ese instante Ricciardi (hijo) pensó lo importunos que eran los agentes bancarios para hablarle de negocios un sábado a la noche. Debían ser agentes bancarios, porque el padre volvió sonriente y con las mejillas sonrojadas, eso quería decir que había ganado dinero. Cuando perdía o bajaban las acciones que tenía invertidas, quedaba pálido como un muerto y farfullaba en vez de hablar. Ahora comprendía que tal vez había estado hablando con una mujer.
–Tengo una amante –susurró el padre al oído de su hijo.
–Papá, ¿tú…? ¿A ti te parece que…?
–Tengo sesenta y siete años y hacía ocho que no me acostaba con una mujer.
–Papá, ten cuidado, mira que el corazón…
–De alguna manera la conoces, hizo negocios contigo. Enseguida te darás cuenta de quién te hablo.
–¿Quién?
–Mi amante.
–¿Quién? ¿Cómo?
–Celia me la presentó. Tu Celia. La divina Celia. Siempre quiso que yo conociera a alguna dama, pero me resistía. Timidez, claro, timidez, a mi edad. Celia logra que uno sea compatible con la compañía que ella consigue, sabe hacerlo bien, tiene un verdadero talento para hacer sentir cómodas a las personas. Pero yo no quise entrar en el club… y ella entonces me advirtió: “Augusto, cuando tenga una clienta interesada que valga la pena en serio, te la presento y no vas a poder decirme que no”.
–¿Qué club, papá?
–¿Eres estúpido, Augusto? El club que maneja tu mujer.
–¿Celia?
–¿De quién estamos hablando? Hoy pareces tonto. El club de encuentros que ella coordina, donde las personas pueden conocerse y quererse, si es que tienen ganas de quererse.
–¿Un club de personas solas?
Augusto Ricciardi (padre) resopló.
–Sí, Rocío de miel.
A Ricciardi (hijo) se le cayó la porción de pastel al suelo. Y no pudo reaccionar porque Celia 2 lo llamó a los gritos: acababa de romper bolsa antes de tiempo, y debieron correr de emergencia a la maternidad.
CAPÍTULO 8
Preikestolen
Aunque Dalia estaba prácticamente desmayada, Arvid la arrastró hasta bien lejos del borde de la roca. La filmación se detuvo y por unos momentos todo fue un pandemónium. La directora de la publicidad dio aviso al servicio de guardaparques, y desde allí enviaron un médico para que constatara si Dalia Ruiz tenía un simple desmayo, una descompostura de frío, si había sido un regular intento de suicidio o si ya estaba del todo muerta.
El doctor llegó al instante; grande y sonrosado, estaba emocionado de, por fin, vivir una aventura en su trabajo. Le tomó el pulso a Dalia, que seguía recostada sobre el regazo de Arvid, y comprobó que estaba viva. A esta altura, aunque ella se había recuperado y su corazón latía como un caballo, no sabía si darse por sana y salva o fingir el desmayo un rato más. Tenía miedo de levantarse y de que la directora anunciara que debían rehacer la toma seis y, por las dudas, agregar una séptima toma. El médico del Preikestolen balbuceaba en inglés un diagnóstico que ella no entendió y no tuvo mejor idea que darle de beber aguardiente de una petaca. Dalia tosió, atragantada, y el público de senderistas, que no había quitado un ojo de todo el asunto, aplaudió. No esperaban divertirse tanto en el Preikestolen desde aquella vez en que Tom Cruise tuvo el ataque de pánico y se puso a dar gritos histéricos pidiendo que le subieran la paga por el tema del seguro. Luego de que Dalia reaccionara, el doctor, un poco entre