Patricia Suárez

Segunda chance


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Dalia les había porfiado que lo haría para entrar en papel:

      –Lo haré por eso de la búsqueda del personaje –había pronunciado en un español inútil que solo comprendía Selva–. Es un modo emotivo para la actuación y que la hace más verídica; se lo inventó Konstantin Stanislavski, un ruso, y al mismo método de trabajo, en Estados Unidos lo mejoró o lo complicó Lee Strasberg: lo que llamamos el Método Strasberg. Seguro que oyeron de él; todo el mundo en algún momento oyó hablar del Método Strasberg, con el cual se formaron Marlon Brando y Marilyn Monroe. ¿No? ¿Nunca escucharon que Marilyn Monroe tenía de entrenadora personal a la hija de Lee? ¿Tampoco? ¿Nunca oyeron hablar de él?

      Selva sonrió y tradujo algunas partes de la conversación.

      –Querida, no te agobies; nuestro equipo está compuesto un 85 % por millenials, no entienden de qué les estás hablando. Tal vez podrías probar de utilizar metáforas sobre las aplicaciones de Google Play o algo sobre el iPhone.

      Como fuera, ahora en el Preikestolen Dalia estaba empapada en Selva Essence y había comprobado que el dulzor inicial se volvía acritud con el uso o en una piel tensa, como la suya en ese instante, por el frío y la jornada de trabajo.

      ¿Cuántas veces más tendría que hacer algo así? ¿Trabajar rodeada de gente que no entendía ni pizca del arte? ¿Trabajar en medio de senderistas que habían ido a deleitarse con la vista de una piedra de granito? ¿Sabían ellos, o sabía ese público abucheador, que el arte del actor es el más efímero que hay? ¿Y que el actor de teatro –que lo había sido ella hasta que saltó a la televisión– es un trabajador duro y cuya recompensa es una mera limosna? ¿Que un actor construye personajes que harán reír o llorar a los espectadores y que ese trabajo tiene una fecha de vencimiento? ¿Que los actores son algo así como yogures humanos, porque no mediando el cine o el registro audiovisual nadie recordará sus rostros jamás, sus voces, la plasticidad de sus cuerpos? Los actores nacen, viven, actúan, mueren, desaparecen; no acaban en una estantería de la Biblioteca Nacional ni tampoco las generaciones posteriores se dedicarán a leerlos y saber de ellos.

      Oyó “acción” y salió despedida hacia delante.

      La sexta toma y la última, por fin.

      Fue entonces cuando en su carrera hacia el borde del abismo vio desprenderse la tira fluorescente de la valla, que separaba artistas del público, la vio pasar delante de ella, como una bandera de la revolución a la que había que seguir en pro de la igualdad y la fraternidad y todo eso, y si no fuera por Arvid, que se abalanzó a sujetarla poniendo en riesgo hasta su propia vida, hoy Dalia Ruiz sería un recuerdo del pasado.

      CAPÍTULO 7

      Nordelta, provincia de Buenos Aires

      Ricciardi (hijo) sospechaba que algo malo iba a pasar en Noruega; era un sexto sentido que tenía, aunque era un sexto sentido que no le servía para nada. Lo sospechó el día que su padre le habló por primera vez de Selva Moré, la empresaria de perfumes, y le comentó que quería hacer negocios con los Ricciardi, con el catálogo de actrices de la agencia de Ricciardi, con Diana Ruiz, Dalia Ruiz o Dora Ruiz, o como fuera que se llamara.

      Este sexto sentido inútil lo había tenido con Fabricio Sánchez cuando catapultó su carrera como galancito y Sánchez la desperdició para dedicarse a las drogas; lo había tenido con la hija de la actriz más lacrimógena de los noventa y lo había tenido también cuando se casó con Celia. Con la primera Celia no, con la segunda. Algo, como un apretujón en el músculo cardíaco, le dijo que no tenía que casarse con la segunda Celia. Cómo fue que él, Augusto Ricciardi, había tenido dos esposas con el mismo nombre era harina de otro costal; que si una era la versión corregida y amplificada –de caderas, amplificada, sobre todo–, de la otra, o que si la primera fue la versión embrionaria de la segunda, era la clase de especulación que le dejaba a sus representados para que fantasearan en la salita de espera de su despacho. Incluso él las llamaba así cuando hablaba con su secretaria o con algún conocido: Celia 1 y Celia 2. Fuera del nombre no se parecían en nada; físicamente, no. La primera era tan alta que aun habiendo estudiado ballet toda la vida, no pudo bailar debido a su estatura. En el ballet clásico pueden cambiarte los pechos, las caderas, hacerte morir de hambre para semejar una sílfide, obligarte a bailar siempre en puntas para alcanzar más estatura, pero no pueden rebajar tu altura. Así que Celia 1 se limitó a poner una academia de ballet allí, adonde él ahora tenía su oficina. Tal vez por esa época los pálpitos de Ricciardi no tenían la firmeza que tienen ahora, y entonces no le vino una sombra de duda de las dotes de Celia 1 para enseñar ballet a las niñas. Al parecer, con las jóvenes y adultas tenía más paciencia –incluso unas cuantas de sus primeras actrices representadas, Dalia Ruiz, por ejemplo, había tomado clases con Celia 1 para adquirir un porte más esbelto–, pero las niñas la sacaban de quicio. Los métodos pedagógicos de Celia 1 pasaron de un grito de vez en cuando, un insulto leve a una chica un poco torpe, a tras una exhaustiva jornada de ensayos para una muestra del Cascanueces en un colegio, tomar de los pelos y apretar el cuello de una niña de nueve años hasta casi estrangularla. Celia 1 fue detenida y procesada, debió pagar una alta multa por daños y perjuicios a los padres de la chica, que aseguraron quedó traumatizada de por vida e incapacitada para bailar danzas clásicas, del pánico que le había quedado después del ataque. Celia 1 tuvo lo que hoy Ricciardi llamaba generosidad y deferencia de desaparecer del mapa yéndose a vivir a una casita en Traslasierra, en la provincia de Córdoba, y perderse allí entre hortalizas orgánicas. Al menos, si estrangulaba un tomate o una berenjena, ninguno de los dos iba a demandarla judicialmente.

      Entonces entró en juego Celia 2.

      Luego de la primera noche que estuvieron juntos, Celia 2 apareció con un test de embarazo en la mano. Con un resultado positivo, por supuesto. Como en su largo matrimonio con Celia 1, Ricciardi intuyó que alguno de los dos tenía problemas de esterilidad, Celia 2 había llegado a su vida para traerle la alegría de convertirse en padre. Era una asignatura pendiente en el seno familiar; cuando Ricciardi (padre) supo que iba a ser abuelo, invirtió una gran cantidad de dinero en la agencia de artistas de su hijo. Con eso, Ricciardi (hijo) estableció contacto con representantes internacionales para traer al país a las más reconocidas figuras de la actuación y de la música.

      A Ricciardi le fue bien. Nació el primogénito varón, y el abuelo sintió que tocaba el cielo con las manos. Antes del año, sin entender de dónde había salido tanta fertilidad junta, Celia 2 quedó embarazada de su segundo hijo. También fue un varón, y Celia 2, más por malicia que por verdadero homenaje, lo bautizó con el nombre del suegro que también era el del esposo. A partir de esto, el suegro adoró a Celia 2, la quería más que a sus propios hijos; todo lo consultaba con ella: en qué tienda comprar ropa de hombre elegante, adónde invertir la ganancia de los seguros –fue gracias a Celia 2 que viajó a las islas Seychelles a abrirse una cuenta bancaria–, adónde irse de vacaciones. Celia 2 premió a su suegro con su tercer nieto –el mayorcito recién tenía tres años y medio–, y cuando quedó del cuarto insistió a Ricciardi en que debían casarse legalmente.

      Entonces envió a los tres varones a la casa de su madre y preparó para él una cena a la luz de las velas. Decoró la casa con rosas rojas; perfumó con aromatizante de nardo y fresa, que propiciaba –según la publicidad de Selva Fragrances– el erotismo y el sexo desenfrenado. Celia 2 había encargado una langosta Thermidor en la pescadería Antonino e Hijos, a pesar de que ella jamás había probado una, e incluso la intimidaba eso de las tenazas y los bigotes del animal. Le habían dicho que era un plato de alta cocina, y se convenció de la idea porque Antonino y todos los hijos le aseguraron que hubiera sido bastante difícil conseguirle ostras en esa época del año, en el Río de la Plata, y que además estuvieran frescas.

      Cuando Augusto (hijo) llegó, lo sorprendió el escenario. Había hecho de la salita comedor, habitualmente una especie de juguetería infantil, un antro de Eros: cubertería de plata, copas de cristal y un champagne rosado en un recipiente con hielo.

      –No será para anunciarme