Patricia Suárez

Segunda chance


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      Cannes, Francia

      Quince años atrás

      Ahora, desde el Festival de Cine de Cannes, todo parecía muy sencillo de ver mirando hacia el pasado. Dalia iba del brazo del afamado director, Eduardo Anderson, que le había dado el rol protagónico en su séptima película La guerrera. El film había sido elegido entre los mejores extranjeros, y Anderson no quería perder la oportunidad de pasearse por Cannes y hacer los negocios necesarios para filmar la próxima. Tal vez no en la Argentina, tal vez una coproducción francesa. ¿Qué mejor que llevar a sus dos protagonistas, Dalia Ruiz y Pablo Campos, enemigos primero y amantes después, en una tierra distópica –tal era el argumento de La guerrera–? Eran el sumun de la representatividad de su estética. Los dos eran bellos, glamorosos; los dos habían conseguido que los vistieran los mejores modistos. Dalia se lucía con un vestido Gianni Versace de seda negra, que había sido diseñado especialmente para la actriz sueca Vendela Kirsebom y que ella usó solo una vez. Como Vendela Kirsebom tenía más o menos las mismas medidas que Dalia y el director era pariente de ella, se lo prestó. El vestido se adhería al cuerpo de manera que realzaba las curvas a la vez que estilizaba la figura. Cuando Vendela se lo prestó le encomendó cuidarlo como a un hijo y agregó:

      –Cuando ya no pueda usarlo, donaré este vestido a un museo de mi país, porque de verdad creo que es una obra de arte. Te habrás dado cuenta de que es una obra de arte.

      Dalia estaba muy elegante, pero sentía la ausencia de Damián a su lado. Le había suplicado que la acompañara en la gira de la película por los festivales de cine europeos; –luego de Cannes venía Venecia, luego Trieste–, pero él se negó de plano. No podía subirse a un avión, su miedo era más poderoso que él y ni yendo a terapia podía manejar la fobia que lo atacaba. Tuvieron serias discusiones sobre el asunto; en ocasiones, Dalia descreía que fuera cierto lo de la fobia al avión y entonces las peleas se extremaban al punto en que lo amenazaba con el divorcio si él no viajaba con ella. Finalmente, se reconciliaban y Dalia cedía; Damián se quedaba en Buenos Aires, dando clases en El Farolito. Era su vocación, le había explicado, dar clases a gente joven, o no tan joven, que ansiaba actuar y subirse al escenario.

      La ductilidad de Dalia como “chica del tiempo” hizo que apenas empezó Ricciardi (hijo) pudiera conseguirle un papel menor en una telenovela en la que seis jóvenes, tres chicos y tres chicas, constituían una banda alrededor de un coche de colección y se iniciaban en sus primeras relaciones amorosas. Dalia hacía de hermana mayor de una de las protagonistas, Ema Rey. En la ficción debían pelearse y abofetearse, y el método Stanislavski de Dalia, potente y pleno de memoria emotiva, la llevó a enemistarse con Ema Rey, que recién comenzaba a estudiar arte dramático. Luego de ese episodio, Ema Rey se sentía ofendida –o se hacía la ofendida– por tener que trabajar con Dalia hasta que un día la pelea entre las colegas llegó a mayores. Ema Rey dejó el set de un portazo y rompió su contrato con el programa. Dalia, entonces, pasó a primer plano; los guionistas rápidamente crearon una excusa para el alejamiento de Ema y escribieron que su personaje había sido secuestrado y luego asesinado a pesar del rescate ofrecido por su querida hermana. La hermana, Dalia, terminaba enamorándose del novio de Ema, y compartieron tórridas escenas de pasión delante de cámara. Así subió Dalia a la pasarela de la popularidad.

      Damián no había tenido la suerte de Dalia en la actuación, ni había llegado a la fama como ella. Él se dedicó a estudiar y formarse en teatro, pero además era demasiado terco y demasiado orgulloso para aceptar un representante. Tampoco le gustaban las fiestas de la farándula, entrar por la puerta trasera a un restaurante exclusivo para comer sushi con champán, como estaba de moda por esos años. Detestaba el sushi, y el champán le producía acidez, así que prefería quedarse en casa viendo una buena película en el cable o por DVD, alguna en la que actuara su amado Al Pacino o Robert De Niro o Dustin Hoffman, la tríada de actores hollywoodenses que él adoraba; para Damián cada película era una clase de actuación. Dalia había aprendido a celebrar sola las fiestas de final de rodaje, o los cumpleaños de las divas nacionales que la invitaban a sus fincas en José Ignacio o Punta del Este, en Uruguay, como si se tratara de desplazarse en taxi cuatro cuadras más abajo. Luego de esos viajes, ella llegaba cargada de regalos y anécdotas para Damián, y se sentaba junto a él a comer pizza de mozzarella barata, a medianoche, en El Farolito. Ya no vivían en el minúsculo apartamento sino en el residencial vecindario de Belgrano, en una casona que imitaba un palacio indio, con leones de mármol en la puerta. Era un hogar muy grande para los dos y además estaba lleno de ecos. Dalia no se sentía a gusto allí, pero en la casona sí podía recibir a los periodistas o dar alguna pequeña fiesta. Por eso, el lugar para intimar con Damián era el teatro. Una que otra noche, él colocaba un edredón de patchwork sobre el escenario y allí hacían el amor. Les gustaba ser amantes, a ella le encantaba la manera en que él la acariciaba, que supiera a la perfección cuáles eran sus puntos débiles y que la dejara hacer, elegir las posiciones, los días que tenía más ganas y los que solo quería abrazarlo.

      A veces, Dalia trataba de tentarlo para que entrara al mundo de la televisión y del cine, deseaba compartir con Damián eso también.

      –Hay un papel en Si bemol que puede gustarte hacer. Me dijeron que podía ofrecértelo.

      –Supongo que estás hablando de un programa de televisión, Dalita.

      –Sí, mi amor. El personaje es un pianista que enseña a los chicos a solfear y formar una banda de música que…

      –Gracias, paso.

      –Damián…

      –No.

      –Podrías intentarlo.

      –Ya sabes que no me gusta la televisión ni el cine.

      –En toda tu vida fuiste a dos filmaciones para hacer un papel casi de extra.

      –Fue lo más parecido a la tortura que experimenté. Diez horas en un plató, vestido de juez cuáquero, con peluquita blanca de rizos, agitando un mazo y chillando: “¡Silencio o levanto la sesión!”.

      –La película fue todo un éxito, sobre el escándalo de…

      –Y el director no daba con el ángulo que quería filmar y entonces tuvimos que repetir más de veinte veces la toma. Creí que iba a volverme loco.

      –El cine es así, Damián. Eres buen actor de teatro; ya sabes, los buenos actores de teatro son buenos actores en todos los rubros, el cine y la televisión. Es una premisa que decía don Lirio y en la que creen muchos maestros de...

      –Parpadeaba mucho me dijo el director. “Los jueces no deben parpadear”, recalcó. La maquilladora me había llenado de rímel para realzar mi mirada ¡y ese estúpido esperaba que no parpadeara a la hora de gritar “Silencio o levanto la sesión”!

      Dalia rio. No pudo convencerlo de hacer televisión ni cine, tampoco de viajar en avión. Además, si se ponía insistente, él sacaba como fuera un tema recurrente.

      –¿Quieres que intente ser actor de televisión? Muy bien, lo haré. ¿Cuál es el programa basura en el que quieres que trabaje? Trabajaré, pero tú me harás el favor de detenerte este año para que tengamos un hijo.

      Esa misma frase le había dicho justo antes de que Dalia viajara al Festival de Cannes.

      –Viajo, aunque me desmaye, si me prometes que a la vuelta tenemos un hijo.

      –Todavía no estoy preparada –respondió ella.

      –Dalia, hay algo que se llama “reloj biológico”.

      –Ahora la maternidad se extiende hasta mucho más allá de los cuarenta años. No seas anticuado. Damián se retiró de la habitación dando un portazo y ahí se terminó la discusión.

      Así fue como Dalia viajó al Festival de Cannes, y lució esa pieza única de seda negra de Versace, y se llevaron el premio del jurado del Festival. Por la noche, el director de la película, algunos invitados, la dueña del vestido de Versace y los actores fueron