filmando el comercial comiendo un gran plato de bacalao con patatas y crema. O lo que fuera; tomó su teléfono para escribir en el traductor: “Por suerte tengo un metabolismo buenísimo y no necesito hacer dieta”, lo cual era una flagrante mentira, pero tampoco tenía por qué revelarle la verdad a un asistente de dirección al que acababa de conocer hacía diez minutos, o diez horas, y que había salvado su vida de caer en el abismo desde el Preikestolen. No obstante, algún ser de bondad que flotaba entre ambos impidió que Dalia escribiera su mentira, porque la página web del traductor de su teléfono se bloqueó. No era muy buen equipo y había sido una idea de su sobrina Laura –Laurita, como la llamaban todos– comprarlo canjeando puntos y aprovechando una promoción del Día de la Madre, para que le vendieran como una oportunidad un teléfono que debía tener unos circuitos del siglo pasado y no servían para conectar con nada ni con nadie.
Laurita era un tema aparte; trabajaba como su asistente desde que Dalia se había separado de Damián. Había infinidad de cuestiones prácticas y del oficio que resolvía su exesposo, y después de la violenta separación, Dalia tuvo que rehacerse en ese sentido. Laurita acababa de regresar de un largo viaje por Latinoamérica, y Pedro temía que su hija volviera a irse de mochilera por el mundo. Quería que sentara cabeza y qué mejor que Dalia la contratara como asistente. Laurita era despierta, Laurita era alegre, Laurita adoraba a su tía desde el día en que nació. Y Dalia la contrató. Laurita tenía una gran habilidad para salir de los líos en que se metía, odiaba las drogas y quemaba el dinero tan rápido como su tía se lo ponía en la mano. Se había convertido en su confidente y en su mejor amiga, y aunque a Dalia le parecía extraño que un vínculo así pudiera existir, la realidad del cariño entre Laurita y ella le ganó al prejuicio. Había puesto todo de sí para viajar a Noruega con Dalia, pero fue Pedro quien le pidió a escondidas a su hermana que no la llevara. Se lo rogó como un encarecido favor porque no quería ver realizados sus peores temores: 1) Laurita escapaba de la filmación del comercial y se dedicaba a vagabundear por los países nórdicos sin dar señales de vida más que una vez por mes; 2) Laurita convencía a Dalia y ambas se dedicaban a vagabundear por los países nórdicos sin dar señales de vida y vaciando los ahorros de toda la vida de Dalia –o lo que había quedado de ellos después de la separación–; 3) Laurita había tenido una experiencia triste en la Extremadura española, que nunca comentó abiertamente con nadie –no con su padre, al menos– y Pedro temía que se tratara de algo muy grave, tal vez había sido víctima de un hecho violento y no se animaba a hablar de ello aún. Bajo ningún concepto Pedro quería que su hija volviera a alejarse de su lado; la sobreprotegía. Dalia aceptó las razones de su hermano.
Ante la dificultad de abrir la aplicación de Google, Dalia soltó un insulto por lo bajo y Arvid sonrió. Estaban muy cerca uno de otro, acodados en el mostrador de la conserjería, y por primera vez ella se preguntó cuál sería el origen del asistente. ¿Sería Arvid su nombre verdadero, o lo había cambiado para habitar en los países escandinavos? En Noruega había un Arvid a cada paso. Estaba lleno de Ivers y de Evens y Olafes. La edad de Arvid también la intrigaba; si era pasante en una productora cinematográfica, no debía tener ni treinta años. No cabía duda de que era bastante mayor de edad, tal vez rondaba los treinta. Dalia cruzaba los dedos deseando que tuviera más de treinta años y no menos. Arvid, de quien no sabía su apellido, juntaba en sí mismo el aplomo de una persona de cuarenta y el arrebato de una de ¿veinticinco? No, por lo menos tenía treinta y algo. En la productora no hubieran contratado a un joven pasante con tan poca experiencia laboral. Veinticinco no, definitivamente. O mejor dicho, calculó Dalia Ruiz, por favor, que por lo menos este joven atractivo de piel trigueña tenga treinta años.
Mientras Dalia se extraviaba en una larga cadena de pensamientos acerca de su acompañante, Arvid acercó sus labios al oído de ella y susurró su nombre, “Dalia”, y algunas palabras más que ella no comprendió. Una corriente eléctrica la sacudió al instante. Turbada, lo miró a los ojos. Él bajó los suyos y murmuró en el mal castellano aprendido en poco tiempo:
–Ir a cenar al puerto, los dos, tú y yo.
Dalia sonrió apretando los labios y entrelazó su brazo con el de Arvid.
–Salgamos –le dijo.
¿Nos besaremos?, pensó Dalia. ¿O pasará algo más?
Eso fue todo lo que se le cruzó por la cabeza junto a Arvid.
CAPÍTULO 16
Oslo, Noruega
No pudo esperar un minuto más en Stavanger al regreso de Dalia Ruiz. Un hormigueo le subía por los pies y la hacía ir y venir, inquieta. Le escribió una nota a la actriz comunicándole que la esperaba en el hotel Norlandia, en Oslo, así le pagaba sus honorarios como habían acordado. A Selva le gustaba el Norlandia, ubicado frente a la pista de patinaje sobre hielo y contiguo al Parlamento.
No era la primera vez que estaba en Noruega, pero había decidido hacer algo que hasta el momento había evitado por precaución emocional. No quería volver a sufrir haciendo aquello que tanto había amado desde niña, pero esta vez lo haría. Aunque fuera como cuando una mujer abandonada toca a la puerta del seductor cuando él ya tiene una nueva esposa y cuatro hijos y apenas si la recuerda. Pero ella lo recordaba, tal vez para Selva el sentido de volver a sufrir una y otra vez el mismo dolor era comprender que seguía viva y que sentía.
Selva pidió un auto en Stavanger y le mandaron uno que conducía un chofer indio que hablaba dos o tres palabras en inglés, nada de castellano, y era probable que ni siquiera lo hiciera en noruego. Selva Moré durmió todo el camino y cuando abrió los ojos, en las afueras de Oslo, tenía unos treinta y cinco mensajes de WhatsApp titilando en su teléfono. Miró con avidez, había unos cuantos de su secretaria en Barcelona, dos o tres del laboratorio en el que estaban dando los últimos toques al Selva Essence antes de salir al mercado; por supuesto, unos cuantos de Dalia Ruiz en los que le informaba que ya estaba llegando a Stavanger, que llegó a Stavanger y que no la halló en Stavanger, y finalmente una docena de mensajes de amor de Augusto, con fotografías del casamiento del hijo y la nuera. Selva contempló esas fotografías con amor y curiosidad. La gravidez de la novia, el rostro abotagado del hijo –Augusto (hijo)–, los nietos corriendo por el salón y un video de uno de ellos –Franco, Augustito o Luca, no recordaba los nombres– ronroneando: “Eres el mejor abuelo del mundo”. Una foto de un bebé apenas distinguible, diminuto, en una incubadora y abajo el mensaje:
La María en miniatura que vino de repente y nació hace un rato.
O sea que la nuera había dado a luz antes de lo previsto. Selva sonrió y se salteó los siguientes mensajes con videos: llegó al final, a los mensajes de amor y eróticos dirigidos a ella, en los cuales el abuelo era bastante más que un abuelo, y en los que le dedicaba deseos de hacerle cosas en la cama, que, si se las hacía, tal vez después tuvieran que llamar a los paramédicos.
CAPÍTULO 17
Agrigento, Sicilia, Italia
Un año atrás
La primera noche que pasaron juntos había sido un tema aparte. La que regentaba Rocío de miel no era otra que la nuera de Augusto.
Sí, debía admitirlo, después de su primera cita con Martin, el inglés que trabajaba en las islas Filipinas, Selva no tenía buenas expectativas. Esperaba encontrarse con un anciano, uno de esos hombres cargados de espalda y que ponen el peso sobre las rodillas, que no usan bastón por coquetería y a quienes les salen pelos para todos lados de la nariz y de las orejas. O un empresario –sabía que era rico sin ser multimillonario– distante y frío a quien en la comisura irritada de su boca vería el desprecio de estar frente a una mujer de sesenta años a la que le habría sentado mejor el color azul, pero que por cábala y por odio se contentaba con el castaño y el dorado.
La cita era en la