Patricia Suárez

Segunda chance


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En una de las vueltas, Dalia rasgó el vestido casi provocando un ataque cardíaco a la dueña y dejando el inicio de sus nalgas al desnudo; inmediatamente Pablo tapó la zona poniendo su mano sobre el coxis, para evitar que los fotógrafos registraran esa zona. Al día siguiente, las revistas especializadas titulaban: “Anderson se lleva el premio del jurado del Festival de Cannes. ¿Dalia y Pablo tienen una aventura caliente?”.

      Cuando Dalia regresó, Damián le armó un escándalo.

      CAPÍTULO 11

      Belgrano, Ciudad de Buenos Aires

      Quince años atrás

      –Necesitamos un cambio de aire –dijo Dalia.

      –Necesitamos hacer nuevos acuerdos –respondió Damián.

      La conversación empezó a las ocho de la noche cuando descorcharon un pinot noir en la cama, en la que acababan de reconciliarse, y terminó a las siete de la mañana, luego de haber hecho el amor dos veces con gran satisfacción para ambos. El arreglo principal lo planteó Dalia: el 90 % de los ahorros lo utilizarían para comprar un apartamento en el piso 32 de la Torre Brunetta, en el vecindario de Retiro, y decorarlo. De esa manera, las fiestas podrían darlas en la casa y él no tendría que acudir a la residencia de otros artistas con quienes no tenía afinidades. Al menos, de esa manera, se solucionarían dos cosas: la primera, Damián podría encerrarse en el dormitorio cuando tuviera ganas de estar solo; la segunda, él curaría su miedo a las alturas. ¡Viviendo en el piso 32 no era para menos! Damián no sabía de nadie que se hubiera curado una fobia viviendo en un piso alto, pero bien podría ser la solución. Retiro era uno de los vecindarios más caros de Buenos Aires y tal vez no el que más le gustaba a él, pero podría acostumbrarse. Había cafés elegantes y tranquilos, y podía hacer largas caminatas hasta el cementerio más antiguo de la ciudad para meditar sobre los ejercicios de actuación que les haría hacer a sus alumnos o pensando en cómo montaría tal o cual pieza; de hecho, la puesta que dirigió Damián de Salomé de Oscar Wilde en su teatro fue enteramente ideada en uno de esos paseos. A él le gustaba trasladarse a pie y El Farolito quedaba a poco más de diez cuadras de la Torre Brunetta; cada vez se dedicaba más al teatro y menos a la inmobiliaria de su padre. Pronto acabaría por independizarse por completo. ¿Dalia quería sentirse glamorosa?; él le daría todo el glamour que ella necesitaba.

      Entonces Damián accedió de buena gana a comprar y mudarse al piso 32 de la Torre Brunetta. Solo puso una condición: comprarían el teatro El Farolito. Amaba el pasaje Carabelas y disfrutaba mucho de salir y caminar apenas media cuadra para encontrarse con el símbolo más emblemático de Buenos Aires: el Obelisco. Lo pagarían con los dólares que ella había ganado trabajando para la productora El Sur, y lo podrían a nombre de los dos. Hasta ese momento, todo el dinero que entraba de El Farolito servía para la subsistencia del teatro y la economía cotidiana de la pareja. Además, Dalia ofrecía clases magistrales de actuación, no porque fuera un as en el tema, sino porque esos años meteóricos de brillante experiencia frente a la cámara la habían convertido en una celebridad de quien muchos alumnos querían aprender. Las clases con Dalia Ruiz eran costosas. Se llamaban “El secreto de mi éxito”, duraban una hora y media y las ofrecía una vez por mes. Si se decidía a hacerlo quincenalmente, duplicarían las ganancias. Dalia aceptó al instante, y así fue que se dio la segunda vez que hicieron el amor hasta quedar exhaustos.

      Compraron el apartamento al día siguiente; fue la operación más veloz que hiciera una notaría jamás en su historia. Luego, Dalia contrató un decorador de las “estrellas”. En el comedor puso una mesa inglesa con sillas de diseño moderno en hierro y madera, y a un costado un sillón de dos cuerpos –en el que podría caber sentado todo el cuerpo de infantería del Ejército, si vamos al caso– tapizado en bull blanco. Las bibliotecas elegidas eran bajas, y en el techo instalaron una lámpara con caja de hierro negro. Hubo algo que Dalia encargó especialmente al decorador y era un regalo dedicado a Damián, para la hora en que él quería sentarse frente al DVD a mirar películas en blanco y negro: la poltrona Millenium de la casa Michael Thonet, un asiento de sesenta y cinco centímetros de profundidad. ¿Quién no podría estar cómodo embutido ahí dentro? En el dormitorio, la cama doble fue vestida con sábanas de lino, con guardas de visón, y cojines al tono, y a falta de respaldo una témpera abstracta de Cristiano Parini que sumó color.

      Cuando Damián pisó por primera vez su nueva residencia, además de sentir vértigo, pronunció:

      –Se siente raro estar acá.

      –Es nuestra casa.

      –Se siente como la de otra persona.

      –Pero es la tuya, mi amor. Sobre todo esa poltrona frente al televisor.

      Damián sonrió.

      Para que Damián se tranquilizara respecto de los cambios que implicaba remodelar y adquirir estilo, con el dinero que le habían pagado por la película que ganó el premio del jurado de Cannes, Dalia le regaló sesenta sillas modelo Tolix creadas por el diseñador Xavier Pauchard hacía medio siglo. Estaban pintadas de rojo y le daban una estética vintage al teatro, sumadas a unas lámparas Tom Dixon de última generación; todo el asunto de Cannes y del glamour de Dalia atrajo nuevos alumnos que fueron capaces de pagar una cuota más alta para estudiar teatro con ellos, y al fin, la propiedad de El Farolito quedó en sus manos mucho antes de los veinticuatro meses pactados con el propietario, quien siempre había sido reacio a venderlo.

      –¿Qué se siente tener teatro propio? –le preguntó Dalia a Damián.

      –Casi la felicidad completa.

      –¿Y qué la haría completa?

      –Un hijo contigo –respondió él.

      Dalia se quedó un instante en silencio y después le sirvió un Martini dry, el trago favorito de ambos.

      CAPÍTULO 12

      Lysefjord, Noruega

      El barco del Fjord Tours se había detenido en el muelle y un robusto marinero la alentaba a subir.

      Dalia y Arvid embarcaron; el muchacho buscó unos asientos desde donde pudieran contemplar el paisaje inolvidable del más bello fiordo del sur de Noruega, y ella se lo agradeció apretando sin querer el muslo de él con su mano, en un gesto de cariño. Ahora Arvid tenía señal de internet, así que escribió en el traductor de su teléfono:

      ¿No es acaso el paisaje más bello del mundo?

      Ella miró la pantalla y asintió, pero en su fuero interno ya empezaba a cansarse de las montañas de piedra y los lagos azules. Dalia era incapaz de sentirse asombrada demasiado tiempo por algo; tal vez había un componente genético, un cromosoma, una hormona o el solo hecho de pertenecer a la Generación X, que hacía que no pudiera prestar atención tanto como ella hubiera querido. En ocasiones, cuando notaba que los demás necesitaban que ella fuera profunda, se limitaba a actuar una “profundidad” imaginaria: fruncía los ojos y las cejas, suspiraba y dirigía la mirada al ángulo superior izquierdo. Permanecía en esa actitud hasta que enarcaba las cejas y resoplaba algo ininteligible. Después de esa pequeña actuación improvisada de mujer reflexiva, nadie volvía a preguntarle nada. Tal vez, en el fondo, pensaban que era tonta. Arvid le insistió:

      Dalia, ¿acaso no estoy acompañado por la mujer más hermosa del mundo?

      En un principio, Dalia creyó que en el crucero viajaba una Miss Universo o algo por el estilo, pero enseguida comprendió que era una especie de elogio, exagerado, y entonces volvió a asentir, y esta vez hizo una sonrisa más lánguida, estilo La Gioconda, que el muchacho podría interpretar como él quisiera. Apoyó su cabeza en el hombro de Arvid y se quedó profundamente dormida hasta que llegaron a Stavanger. Al igual que a los