Patricia Suárez

Segunda chance


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      Ella había llegado antes y había pedido un lemoncello. Comenzaba a aburrirse y pensó que tal vez debería haber llevado un libro. De pronto vio entrar un hombre muy alto, enfundado en un traje gris de seda, con barba cortada de tres días, cabello ralo, rostro fuerte, boca fina, nariz aguileña y ojos de color ámbar. Tamborileó dos dedos en el aire y Selva pensó que se dirigía apresuradamente al toilette. Tal vez ya estaba en esa época incontinente.

      –Dame solo medio minuto y estaré contigo.

      Pero no, no se metió en el toilette; no corrió al baño como un niño.

      Pudo oler unas gotas de Jazz de Yves Saint Laurent, 1988; a él le gustaban los clásicos.

      En el mostrador dijo unas palabras a la cajera, que elevó los brazos como si no entendiera el idioma o no entendiera el pedido. Pero después la mujer se dirigió hacia atrás y gritó algo a una persona en la trastienda. Él permaneció de pie, junto al mostrador, hasta que sonó la música, indistinguible al principio, y después una voz femenina que cantaba en italiano: Come ti vorrei.

      –Iva Zanicchi –dijo él cuando se sentó junto a Selva–. Mi favorita.

      –No sé qué dice la letra.

      –Ah, es una lírica muy sencilla, muy particular.

      –No entiendo italiano. Me parece que les entiendo todo cuando los escucho en el cine. En realidad, cuando veo las viejas películas en blanco y negro del neorrealismo italiano, ¿no? Ahí, cuando habla Marcello Mastroianni y Sophia Loren o Anna Magnani, todo, les entiendo todo. Pero después estoy aquí y les pregunto, por ejemplo, dónde queda tal o cual calle y me quedo en blanco, no… no les comprendo. Y ellos, tan solícitos siempre los italianos, me quieren acompañar para enseñarme el camino.

      Él, su cita, rio con la boca abierta de buena gana.

      Era atractivo cuando reía; se notaba que lo hacía en serio.

      –La canción que estamos escuchando dice: “Cómo me gusta / Cómo te quiero, deseo, quiero. / Me gustaría que vinieras conmigo…”.

      Selva soltó una risita complaciente.

      –“Pasará, todo pasará. / Pero ¿por qué te dejé ir? / Cómo te quiero, deseo, quiero. / Me gustaría que vinieras conmigo…” –siguió traduciendo él.

      –Bonita canción, pero como declaración es un poco apresurada, ¿no?

      –No sé. En estos asuntos nunca se sabe cuándo es pronto y cuándo es mucho.

      –Quizás, quizás, quizás… –coqueteó Selva.

      –Quizás tú estés más entrenada que yo en estos temas. Este es mi primer encuentro.

      –Este es mi segundo encuentro, y en el primero no me fue muy bien.

      –Lo lamento.

      –Gracias.

      –En realidad, no lo lamento tanto. Si te hubiera ido muy bien, hoy no estarías aquí conmigo.

      –Es probable, aunque tampoco se trata de encontrar el gran amor de la vida en medio de una cita casual.

      –Pero podrías encontrarlo, ¿verdad? ¿Podríamos encontrarlo?

      –¿Por qué no? –sonrió Selva.

      –A propósito, me llamo Augusto Ricciardi.

      –Tengo entendido que, por norma, no debemos revelar nuestros nombres.

      –¿Quieres que me invente uno?

      –No se trata de eso, sino…

      –Gerardo, puedes llamarme Gerardo. Siempre me gustó ese nombre.

      –Como lo prefieras, si quieres Gerardo, yo no tengo ningún problema.

      –Está bien, pero me llamo Augusto. Hace mucho, mucho ya que me llamo Augusto. ¿Me dirás tu nombre o puedo elegirlo yo?

      –¿Cómo me llamarías? –coqueteó Selva.

      –Gina. Gina, como la Lollobrigida.

      –Selva es mi nombre real –se presentó ella y pasó su mano con extremo cuidado para no derramar su vaso de lemoncello por encima de la mesita para estrechar la de él.

      –Bueno, ya estamos sabiendo quiénes somos. Ahora viene lo peor: tengo sesenta y ocho años, y hace ocho que no hago el amor con una mujer.

      –Qué raro.

      –No, un poco de timidez y otro poco exceso de trabajo.

      –Igual, tampoco es tan poco –observó Selva, muy seria.

      –¿Te parece que no? Creo que no tuve suerte o no encontré a la indicada. A veces esas cosas pasan, a veces… mi madre decía que es cuestión de suerte y que cuando depende de Dios que se dé, depende de Dios y punto.

      –Yo solamente hice el amor de jovencita. Después ya no pude.

      –Oh, ¿una enfermedad te lo impidió o…? Perdón si soy indiscreto.

      –Una enfermedad, sí. Un profesor universitario que me engañó con vileza.

      –¿Tiene nombre esa enfermedad?

      –Está en las historias clínicas de la policía hoy día.

      –¡Una chica de temer, Selva!

      –Pero las enfermedades tienen cura.

      –Ojalá que sí.

      –Estoy segura de que sí. Si no, no estaría acá.

      –¿Podría tener mi nombre la cura de tu enfermedad?

      –Quién sabe. ¿Por qué no?

      –¿Pedimos pasta?

      –Por supuesto, Augusto.

      –Pero prométeme que en cuanto empiecen con las mandolinas nos marchamos.

      –Claro, a la primera mandolina desafinada nos vamos.

      –Siempre están desafinadas –sonrió Augusto.

      CAPÍTULO 18

      Oslo

      Al entrar a la ciudad, el chofer que conducía le preguntó a Selva, en un inglés apenas comprensible, si la llevaba directo al hotel. Luego de verificar la hora, ella respondió que no. Le ordenó que llevara el equipaje –apenas una maleta– al hotel y que a ella la dejara en la puerta de la Galería Nacional de Noruega porque tenía algo urgente que hacer. El chofer le hizo repetir dos veces el sitio al que quería ir, y al fin, ya desesperado, tomó su teléfono conectado al auto y le hizo escribir allí, a Selva, el nombre del lugar. Después dejó que el GPS en hindi guiara sus movimientos.

      Selva se plantó delante de la puerta de la Galería; todavía quedaba una hora antes del cierre para entrar y recorrer el museo hasta llegar al cuadro, porque ella quería ver una sola pintura, una sola obra. Conocía toda la historia del cuadro, aunque ya no recordaba al pie de la letra la historia del pintor y de la obra pictórica; había dejado de ser una estudiante de Bellas Artes mucho tiempo atrás en su juventud. Desde el día en que salió de la cárcel, Selva no había abierto un solo libro más sobre pintura y arte visual, huía de ellos como de la peste. Si le tocaba ir a una librería evitaba, como si fuera un virus altamente contagioso, el sector artístico. Si por una de esas casualidades le llegaba una invitación a una muestra de arte, ponía una excusa cualquiera, pero una excusa que fuera irrebatible. Por ejemplo: “Estoy esperando la fecha de una biopsia y la tendré recién ese día; me temo que mis nervios no estarán en ocasiones de asistir a tu muestra”. O: “Te deseo todo el éxito en la galería,