Patricia Suárez

Segunda chance


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mi padre dice que si no lo hago me gradúo primero de burra.

      –¿Le gustan los juegos de la plaza?

      –Vengo de la misa de ahí, en la Parroquia de la Inmaculada Concepción. La última misa, que es a las siete. Cumplo con Dios y después vengo a divertirme un poco.

      –¿Sabe quién soy?

      –Me parece que el Lobo Feroz no es.

      –Tal vez alguna vez me vio.

      –Al Lobo Feroz lo distinguiría enseguida; es mucho más peludo.

      –Me paseo por la Feria de San Telmo, los domingos. Tengo una marioneta, Juancito. Él canta canciones y hace chistes.

      –Me gustan las canciones y los chistes.

      –A ver, señorita. Usted tiene padre, usted será bachillera, usted concurre a misa, usted escucha canciones y ama lanzarse en el tobogán de esta plaza. Pero no me dijo si tiene novio.

      –No. Y tampoco le diré mi nombre.

      Y así fue el primer encuentro con Aura, el amor de su vida, la niña bonita y quien después se convertiría en su esposa. Por cierto, ese día, después de conocerla, él volvió a jugar el 15 a la quiniela. Pero esa vez no salió; después de todo, ella no tenía quince años y ya lo afirma el dicho: “Afortunado en el juego, desafortunado en el amor”.

      Cuando Aníbal ganó el Gordo de Navidad, a Aura le faltaba un mes para cumplir los dieciocho y ambos estaban enamorados. El padre de Aura le concedió la mano de su hija; antes hubiera tenido que pasar por sobre su cadáver para permitir que su Aurita se casara con un artista de variedades y titiritero andariego. ¿Qué clase de vida hubiera sido esa para la niña de sus ojos? Pero ahora la situación había cambiado, porque el audaz titiritero tenía suficiente dinero para los próximos setenta años. O eso creía el padre de Aura, el único abuelo que conoció Dalia. Aníbal se dirigió con la joven soñada a la primera propiedad con el cartel “En venta” colgando de la pared y la compró. Se casaron al mes siguiente, se fueron de vacaciones a Piriápolis, en Uruguay, sintiendo un gusto similar al de los grandes burgueses que vacacionaban en el extranjero, o así lo sentían ellos. Al año de casados nació Pedrito y cinco años después, Dalia. El nombre del hijo varón lo eligió la madre, como ameritaba la tradición en su familia, y el de la hija, el padre. La llamó Dalia porque cuando nació, la niña tenía el rostro sonrosado y con hoyuelos, y parecía que sonreía como una dalia en flor.

      La alegría no le duró a Aníbal Ruiz mucho tiempo y menos todavía el dinero. Habían invertido una gran cantidad de la pequeña fortuna en una empresa financiera que en pocos meses se fundió por algunos movimientos fraudulentos. Por suerte, habían armado un pequeño teatro en el vecindario, para hacer funciones para niños y obras de títeres. Lo llamaron El Farolito de color, por un farolito rojo que había en la puerta, pero después el nombre quedó abreviado en El Farolito; para todo el mundo era El Farolito a secas, así lo conocían en el vecindario y así lo llamaban los críticos. Lo compraron originalmente como una inversión y para darse el gusto de representar alguna obra de vez en cuando, para el cumpleaños de Pedro o para la comunión de Dalia. Ahora tendrían que vivir de él. Entonces Aníbal Ruiz buscó en la trastienda del teatro su vieja maleta con los muñecos. Antes de su matrimonio y de ganar la lotería, él hacía funciones en las instituciones para chicos huérfanos o en los hospitales de niños y escuelas. Ese julio de 1967, cuando todavía era un pobre artista callejero, había dado una función a beneficio de los futuros niños astronautas, quienes también deseaban, como Armstrong y Aldrin, pisar la luna. Pero el dinero recaudado no fue a parar a una “escuela de astronautas”, sino a un grupito de niños soñadores que, como él, fabricaban algunos títeres y marionetas, y querían aprender el arte del teatro.

      Lo primero que Aníbal les enseñó a los niños es que cada titiritero tiene su marioneta favorita a la que cuida como a un amigo. En tiempos pasados, había títeres famosos como el de Renart el Zorro, que era un zorro francés muy pícaro y que en castellano cambió su nombre por Don Juan el Zorro. Había también Arlequines y Colombinas enamoradas, Polichinela, el Diablo que siempre metía la cola, el Soldado, el Príncipe, la Bruja, el Hada Madrina que algunos preferían denominar el Hada Azul, y Pinocho. Pinocho era la alma mater de todos los títeres. El de Aníbal se llamaba Juancito, y era un muñeco de unos cuarenta centímetros de alto, con el cabello anaranjado, los ojos redondos y oscuros como dos escarabajos, y las pestañas largas. Vestía una ancha camisa verde y un pantaloncito negro, con zapatos lustrosos. A Aníbal le gustaba mucho hacer la voz de Juancito, pausada, tranquila pero aguda cuando se ponía nervioso o tenía un berrinche. A su pequeño público le divertía mucho ver a Juancito en medio de una rabieta.

      La lotería había sido un regalo del destino; había existido y había pasado y ahora toda la familia tendría que ponerse a trabajar en el teatro. Dalia seguía a su padre por todo el taller, arreglando los muñecos, los vestiditos de las princesas, trenzando cabellos y pintando con un marcador negro largas pestañas a cada uno. El Farolito de color, bajo la dirección de Aníbal Ruiz y familia, abrió sus puertas al comienzo de unas vacaciones de invierno. Dalia, a los nueve años recién cumplidos, debutó manipulando la Colombina de carita de porcelana y vestido de tules. El teatrillo había hecho soñar a la familia y había dado su sustento; las vocaciones de Dalia y de Pedro nacieron bajo ese techo. Con el tiempo, los hermanos hicieron caminos diferentes: Pedro se dedicó a vender muñecas antiguas para coleccionistas en el Mercado de San Telmo, y Dalia se hizo a la mar como actriz. Si no hubieran tenido el teatrillo y las funciones los fines de semana, tal vez Dalia y Pedro nunca hubieran superado la muerte de Aura. En cambio, allí estuvieron entretenidos, cobijados, y además ganaban dinero para sus gastos.

      Pero Aníbal Ruiz nunca superó la muerte de su esposa.

      Ni con teatrillo ni sin teatrillo.

      CAPÍTULO 15

      Stavanger, Noruega

      La primera sorpresa en Stavanger fue que Selva se había marchado del hotel boutique y de la ciudad; había dejado un recado en conserjería para Dalia y eso fue todo. Esperaba verla en Oslo, adelantarle su cheque y conversar de cosas sin importancia. En un sobre del hotel había metido su ticket de vuelo a Oslo, que sería el lunes a primera hora. La nota que le entregó el conserje estaba escrita en un castellano sobrio –una letra cuidadosa–, y parecía haber sido hecha con esmero. Tal vez Selva había planeado no quedarse todo el fin de semana a esperar el resultado de la filmación, sino que tenía previsto partir a ocuparse de sus negocios y obligaciones y dejarla sola a vivir el loco fin de semana de esa ciudad en apariencia tan saludable, repleta de senderistas de mejillas encendidas, que parecían celebrar la alegría de estar vivos caminando sobre piedras.

      Dalia miró con consternación a Arvid. Él se limitó a encogerse de hombros y escribir en la pantalla de su teléfono:

      Yo tampoco soy de Ryfylke, vivo en la capital. Puedo quedarme contigo el fin de semana.

      Dalia negó con la cabeza, eso sería una locura; seguro a él lo esperaba su familia o sus amigos. Esta vez a Arvid le tocó hacer que no con la cabeza y escribió con sus dedos largos y gráciles de niño educado entre computadoras:

      Mi familia vive lejos, en Suecia. Nadie me espera a mí; comparto vivienda con amigotes.

      Dalia rio, ¿Arvid habría querido poner “amigos” y el traductor lo interpretó así?

      Le consultaron al conserje si había habitaciones singles disponibles; por supuesto que había, era abril y la temporada de turismo recién comenzaba. Habría que reservar una a nombre de Arvid, pensó Dalia, pero por alguna razón no lo hizo en ese instante. Más adelante sospechó que, como bien dice el refrán, la mano es más rápida que el ojo y el deseo más rápido que el ojo y que la mano. Arvid le propuso que fueran al puerto de Stavanger y cenaran allí. La especialidad era el bacalao y las sardinas, pero también había platos más tradicionales, como